Carlos Sandoval
«Práctica del mundo»
Fue casual. Él buscaba la oficina donde le indicaron que debía retirar los honorarios por las clases que dictó en la maestría en literatura venezolana. En el área de administración un solitario vigilante cerraba puertas y luces. A esa hora los empleados cazarían busetas o vagones del metro rumbo a sus casas. Me ofrecí ayudarlo. Eran los tiempos cuando me quedaba hasta entrada la noche en aquellos tranquilos espacios adelantando lecturas y artículos o corrigiendo trabajos.
Dijo que le era imposible regresar: un viaje al extranjero lo retendría varias semanas, que la secretaria aseguró que la caja cerraba a las cuatro —en cuarenta minutos— y que acaso era mejor olvidarse del asunto.
Redacté una autorización adjuntándole copia de su cédula de identidad. Prometí depositar el cheque en su cuenta mientras me disculpaba en nombre del postgrado. Él lamentó no cargar alguno de sus libros; le dije que todos sus títulos me acompañaban desde cuando me topé con Terredad el primer semestre de Letras y que ahora eran parte de mi biblioteca mental. Desbocado, cité estrofas de carretilla, recordé ensayos: “Las piedras de Lisboa”, “Blaga, el rumano”, “El taller blanco”… Me detuvo con un gesto de la mano para decir que hubo una época en la que descreía de los talleres literarios, pero cayó en cuenta del equívoco y por eso escribió “El taller blanco”. Es necesaria una instrucción en los rudimentos expresivos y, más aún, en el objetivo —algo así— de lo que se burila en la página; tener una poética, en fin, que articule la obra que vamos escribiendo en el transcurso de nuestra vida porque allí, en la conciencia sobre el uso auténtico de la lengua, está la clave de la literatura. Escribir comporta una responsabilidad, Sandoval (creo que dijo), pero eso no basta, eh: un día sin leer y sin reflexionar acerca de lo que leemos es un día perdido; un día sin pensar la poesía o los símbolos de la cultura nos hace menos humanos, menos nosotros, más bárbaros. Por eso quiero hacer versos con el mismo amor con el que mi padre hacía panes: el más humilde de los alimentos.
Meses después encontré una notita en mi escritorio: «Llamó el poeta Montejo, profesor. Que muchas gracias».
Carlos Zerpa
Cucarachas neoyorquinas
Llegué a Nueva York en 1981 con la idea de quedarme por un tiempo largo, estudiar inglés y participar del acontecer artístico de esa fabulosa ciudad.
Al llegar fui hospedado por un querido amigo de mi juventud. Más que un amigo, un hermano.
Llegué a su loft en Tribeca, al lado del Go Go Girls en Manhattan, con una botella de ron Caballito Frenao como obsequio y de inmediato él me asignó mi cuarto. Al caminar me di cuenta de que todo el piso de madera estaba cruzado de gruesos cables anaranjados y negros que salían de los enchufes múltiples cual cabelleras.
Los cables atravesaban y se entrecruzaban, trepaban por los muros y llegaban a todos los rincones para alimentar a las lámparas y reflectores de alta potencia. Todas encendidas a la vez, parecía un estudio fotográfico o una instalación de Boltanski.
Todas las luces encendidas hacían que uno se sintiera en un set cinematográfico o en el desierto del Sahara.
Estaba extrañado de esta costumbre de mi amigo de tener día y noche todas las luces encendidas y de saber que en ese lugar se dormía con las luces encendidas; me quedé inmóvil con mi equipaje en la mano sin atreverme a dar un paso.
Mi amigo al verme atónito me dijo: es por las CUCARACHAS. Para que no salgan.
Dejé la maleta en el piso, le di la botella de ron y a causa del calor, del viaje del verano en la ciudad y las luces, que me dirigí a la nevera a buscar un vaso de agua fría; al abrirla me encontré que la nevera estaba llena de libros, él la había convertido en una biblioteca que enfriaba libros. Es por las CUCARACHAS. Para que no se metan dentro de los libros, me dijo.
Carlos Zerpa
La señora Rosa
Rumbo a la capital, de vez en vez iba a Caracas, a ese inmueble situado entre las esquinas Castán y Palmita en el edificio Monte Cristo, a visitar a mi querida tía Lilia, la poeta, la escritora, mujer llena de cultura y conocimientos… me unía a ella el mundo del arte, un gran respeto y admiración. Ser poeta en mi familia era algo excepcional y ella era muy elegante e inteligente, orgullosamente lo era.
Pero quien me recibía, quien me hacía la antesala era la señora Rosa, su asistente, el ama de llaves, la señora que siempre la había acompañado.
Al llegar me saludaba y de inmediato me preguntaba: ¿una dona?
Yo respondía que no y ella de inmediato siempre completaba: “Una dona, tena, catona, libra, cuadrete, estaba la reina sentada en su cuadrilete”.
Yo esperando a mi tía, viendo los recuerdos de viaje o las medallas de su difunto marido militar, que encerraba su vitrina o unos suecos de madera originales de Holanda pintados con molinos de viento que colgaban de la pared.
Mi tía aparecía y me invitaba al diálogo, yo la seguía a la sala, volteaba y miraba a la señora Rosa, yo podía leer sus labios: “Vino dril, quebró cuadril, cuadrón, cuenta las veinte que las veinte son”.
Han pasado tantos años de estos encuentros, mi tía Lilia murió hace ya bastante tiempo, la señora Rosa muy viejita está recluida en una casa para ancianos, nunca la volví a ver, aunque imagino que sigue con su eterno rosario con aquello de la dona, tena, catona, libra y cuadrete… Yo por mi parte también con muchos años y canas les confieso que nunca conté las veinte que quería ella que contara.
Carmen Leonor Ferro
Una huella indeleble
Según Montaigne, el diálogo es el más natural y fructífero alimento del espíritu, buenas noticias para quienes nos ocupamos de enseñar idiomas, ya que nuestra principal herramienta de trabajo es conversar.
En mis años de docencia he acumulado un gran número de horas de plática con mis estudiantes de las cuales tengo recuerdos muy emotivos. He tenido conversaciones que se han prolongado en el tiempo, conversaciones en interlenguas o en lenguas inventadas, conversaciones para las que creía que estaba preparada, pero me sorprendían por poseer una vida propia, una biología particular. Algunas anécdotas, producto de largas tertulias llenas de balbuceos típicos de quienes aprenden un idioma extranjero, flotan en mis recuerdos.
Aún me parece escuchar a Flavia, con quien mantuve un diálogo de muchos años, hablándome de su miedo al demonio y advirtiéndome que lloraría durante toda la lección, o a mis alumnos de la Universidad de la tercera edad que me pidieron una tarde que omitiera el capítulo sobre el futuro, alegando que no era un tiempo verbal útil para ellos.
No puedo dejar de sonreír al acordarme de la historia de Massimo —juez de la corte de casación—, cuyo perro Ettore vivía intranquilo y no dormía hasta que no estuvieran todos en la casa. Para resolver el problema, el psicólogo les recomendó una terapia familiar que los ayudara a comportarse como los jefes de la mascota. No es fácil disuadir a un can de su responsabilidad de padre de familia.
Muchas veces, conversar en un idioma que no es el familiar hace que veamos las cosas en claves diferentes, nos permite entrar en los grandes enigmas con el recato y la humildad de un aprendiz.
Mi alumna Manuela me llamó una noche desde un sanatorio de Lausana donde estaba esperando la muerte y me pidió que le diera clases particulares, así lo hice durante semanas en las que sostuvimos telefónicamente una conversación que dejó en mi memoria una huella indeleble.
Carmen Verde Arocha
Ese último día
8 de marzo de 1992. Recuerdo una biblioteca muy espaciosa, la colección completa de El Cojo Ilustrado. Veo retratos de su infancia, de su juventud y de sus hijos. Estoy en su apartamento en La Castellana. Oigo su voz: «Ningún historiador es objetivo al escribir, porque su ideología de alguna manera u otra lo limita. Yo cuando escribo sustento la ficción en una rigurosa investigación histórica, porque un escritor recrea pero no miente», es el psiquiatra y escritor Francisco Herrera Luque (1927-1991). Conversamos casi tres horas, compartimos una torta de chocolate que nos trajo María Margarita, su esposa. Nunca imaginé que sería nuestro último encuentro. Lo había ayudado, por algunos meses, a transcribir Los cuatro reyes de la baraja, al tiempo que preparaba mi Tesis de Grado sobre su novela La Luna de Fausto. Me habló de su doloroso trabajo: «Escribir tiene algo de vómito, de catarsis, un desgarramiento que me confronta con esta Venezuela. A este país le espera el fracaso, la quebradura». Treinta años atrás, no alcancé a entender su angustia por lo que avizoraba, pero ahora ante este deterioro y vértigo en el que vivimos, recuerdo sus palabras. Metió en un bolso negro todos sus libros: Los viajeros de Indias, Boves, el Urogallo, Manuel Piar, caudillo de dos colores… y me los entregó. Los había pedido a la Editorial Pomaire, que poseía todos los derechos. «No escribo para los historiadores, lo hago para los jóvenes que trabajan, luchan y estudian en la búsqueda de un porvenir». Ese 8 de marzo me acompañó caminando hasta la estación del Metro de Altamira. Se detuvo frente a un kiosko e intercambió palabras con el joven que lo atendió. Me contó gran parte de su vida, quería aislarse, agobiado por el cansancio. Según él, estaba como su padre, cerrando su ciclo a los 63 años: «Quiero sosiego, no dar más ni recibir». Y lo vi irse, agarrado del bastón que lo ayudó a soportar la gota, enfermedad que ocasionó la muerte de Carlos V. Herrera Luque murió, un mes después (15 de abril) de nuestra despedida.
Carmen Virginia Carrillo
Líneas rescatadas de una conversación con Eugenio Montejo
—¿Consideras que la palabra es un instrumento confiable para representar el mundo, o constituye la gran ilusión del hombre?
—Tal vez haya algo de ilusión en el hecho lingüístico, pero es el gran instrumento, el más indispensable de los medios expresivos a nuestro alcance. Con todo lo ilusorio que pueda resultar, se trataría de una ilusión que va cambiando a través del tiempo, pero sigue siendo indispensable. La palabra cuenta mucho en todas las circunstancias; constituye la característica antropológica por excelencia para diferenciarnos del resto de las especies.
—¿Y la poesía?
—Si tomamos en cuenta que donde está la palabra en su más alta expresión es en la poesía, tenemos que convenir en que la poesía cumple una función suprema que, como escribió Joseph Brodsky, “constituye nuestro fin antropológico genético”.
—¿Crees que el arte y la literatura, en particular la poesía, siguen ocupando un lugar privilegiado en nuestra sociedad?
—Asistimos a una curiosa radicalización: mucha gente está tomando muy seriamente, como única religión verdadera, la religión del dinero. No es que lo crematístico no haya importado en otras épocas, sino que en nuestro tiempo asistimos a una radicalización, a cierto fundamentalismo del dinero. Frente a eso, lo único que podemos oponer es la religión del arte como fundamento de algo más valedero y profundo. No por dinero se escribieron ciertos poemas de Shakespeare o de Yeats, o la Pasión según San Mateo de Bach. Existe algo más, y ese algo más es lo único que podemos oponer a la radicalización del dinero, tan presente en nuestros días.
—¿Sería, entonces, la poesía la esperanza que nos queda para cambiar este mundo materialista y deshumanizado?
—Sí, la poesía siempre va ligada a la vida del hombre sobre la tierra y ésta no se puede entender sino en términos de esperanza. La vida es fundación de esperanza, y la poesía propone ese llamado a lo esencial.