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Conversaciones memorables 21

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Camila Pulgar Machado

Imagina

En una clase, el profesor Guillermo Sucre me dijo: “Y tú, Camila, expones ‘Herodías’ de Mallarmé”. Era en su curso de Simbolismo y modernismo hispanoamericano. Claro que no sabía de este poema. Era muy joven aún. Pero sí tenía ya los dos tomos de Mallarmé de la editorial Hiperión. Cuando llegué a casa abrí el poema y en mis primeros intentos de leerlo, lo hacía con lágrimas al imaginarme en semejante reto.

Guillermo Sucre atendía a sus estudiantes y me pareció mucho más difícil exponer “Herodías” que ir a buscarlo para conversar en un banco de la Facultad. Allí nos sentamos. Le dije:

—“Me cuesta entender qué pasa en el poema (en la Obertura). Creo que se debe a lo que indica el traductor Silva-Santisteban en su prólogo: una sintaxis rebuscada”.

—“De ninguna manera, Camila. Lo contrario. Si algo distinguió a Mallarmé fue el refinamiento de su sintaxis y la conciencia acerca de ésta”.

Quedé profundamente intrigada. Por supuesto que no rebatí. Entonces, tiernamente él me dijo:

—“Lee el poema e imagina. Imagina”.

Con certeza, no sabía si bromeaba. Pero no me quedó otra palabra de la conversación que “imagina”.

Cuando me senté a trabajar el poema, imaginé. Literalmente. Leía: “Abolida”, es la primera palabra. Así que me sentí “abolida”. “Y su ala horrorosa, abolida”, “copiando las alarmas de oro desnudo”, “hiriendo espacios carmesís, una aurora”…

Accedí entonces al rigor de los diccionarios, y cada palabra me llevaba a un despliegue de connotaciones que se fueron zurciendo en un manto áureo cuya irradiación es la del símbolo de lo naciente, pero con una antigüedad henchida de sentido. Allí “un cisne” se convirtió en el amanecer; una esfera ilustre dada su hiriente blancura. Es decir, de la pluma, a una suerte de nieve dorada-carmesí, y de allí a una página que yo misma palparía, después, y casi digitalmente, en “Una jugada de dados”.

Como lectora, irrumpí en el reino de la poesía, concibiéndola como una floración que debemos desenvolver con nuestros ojos asustados, inquisitivos, y aptos a imaginar mientras se da el hundimiento que exige la palabra cabal.


Krina Ber

Un œuf qui veut se faire bronzer les pieds

Busco en mi memoria una conversación valiosa cuyo peso había dejado huella en mi vida o, al menos, alguna frase que atesoro porque me fue dirigida por una persona valiosa. Las hubo, cómo no. No obstante, lo primero que se cuela en mi consciencia es una tontería absoluta. Me asombra que aún recuerde, a medio siglo de distancia, esa pequeña conversación con dos colegas de la facultad, los manteles cuadriculados y la nieve en las ventanas de la cafetería del antiguo edificio de École Politécnique Fedérale de Lausanne.

Ni siquiera era una conversación. Era la típica escaramuza verbal en la que dos varones compiten por la atención de una chica burlándose un poco de ella. Ataque, defensa y risas. Con mi horrible pronunciación en francés lo tenían fácil.

—Krina, repite por favor: «Mes cheveux sont bleus» —pidió uno.

Me negué:  mi pelo era castaño y rubio, no azul.

—Te tengo una mejor —propuso otro—. Di : «Un œuf qui veut se faire bronzer les pieds«.

La frase disparó carcajadas. ¿Un huevo que quiere broncearse los pies? ¿En serio?

—No esperes que diga algo tan estúpido.

El primero  volvió a la carga con una petición más sencilla.

—Di: “Caracas”.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no necesito decirlo. Nunca tuve una razón para usar esta palabra y no veo por qué la tendría.

Cinco años después recordé esa respuesta en el avión para Venezuela. Y durante los treinta años siguientes, mi esposo —que era uno de ellos— de vez en cuando, para cortar una discusión, me abrazaba y me susurraba al oído:

Krina, di : «Un œuf qui veut se faire bronzer les pieds«.


ELÍAS PINO ITURRIETA, POR VASCO SZINETAR

Mario Morenza

Los testigos

I

Nunca había estado tan temprano en la universidad desde la época en que lidiaba con la bendita prueba de aptitud académica. En ese entonces debía responder en modo selección múltiple miles de preguntas sobre cultura general, matemáticas, ecuaciones, secuencia lógica; y rellenar como loco los óvalos de la opción que creía correcta. De eso dependía mi futuro. De eso dependía mi ingreso o no en la universidad y ser alguien en la vida.

Cuando ya culminaba mi pregrado se efectuaron las últimas elecciones celebradas en la UCV. Era 2008 y como estudiante jamás pude votar. Un clásico cangrejo burocrático que nadie fue capaz de resolver.

Me gradué y poco después comencé a trabajar en el Instituto de Investigaciones Literarias. Mi momento favorito en este empleo han sido las sobremesas. Allí ha estado el más genuino aprendizaje de los últimos años. Lo humano. El arte, la literatura, buen provecho, el último capítulo de GOT, el país y el café en armónico ritual. La sobremesa: un espacio y tiempo para la conversación.

Progresivamente, la desidia, la pésima administración, nos ha desgajado las conversaciones. Las de la sobremesa, las de las aulas, las de los cafés en Ingeniería. Las de uno mismo.

Entonces, allí estaba con mi amigo y profe Ángel Gustavo Infante, quien ya había sido mi tutor, director del Instituto, y ese día, el 9 de junio de 2023, desde las siete de la mañana, desempeñaríamos un rol: sin sobremesa solo seríamos testigos de mesa de las primeras elecciones en la UCV desde hace más de quince años.

Con relajado entusiasmo, nos preparamos mentalmente para ser testigos ejemplares. Y hasta grupo de choque, si se presentaba alguna situación. Grupo de Choque. Made in Coche, dije yo; solo nos limitaremos a mirar y advertir cualquier irregularidad, dijo él. Por sentido común, nuestro papel era más bien pasivo, y se resumía en una palabra: vigilar. Entonces, mientras vigilamos, conversaremos. Ese era nuestro lema, el plan perfecto contra el hastío. Tarea sin muchas complicaciones. Pero no podíamos estar más equivocados.

IIa

Al llegar a la Facultad de Humanidades se nos informó que los miembros de mesa por alguna razón aún no se presentaban. La cosa no pintaba para nada bien. En realidad, las cosas en la universidad nunca pintan para nada bien. Urgía un cambio en el bullpen. Disponer de los testigos de mesa y que estos pasaran a ser miembros. Es decir, atender, organizar, sellar, orientar a los votantes extraviados. Y allí fue que tuve aquel flashback con las traumáticas pruebas de aptitud académica de mi adolescencia.

Desde temprano, persistía una atmósfera confusa entre festiva y ceremonia luctuosa. Entre carnaval y teatro del absurdo. Siempre me pareció curioso que se utilizara la palabra urna para el ataúd y la caja de cartón de los votos. Quizá para recordarnos que nada es más democrático que la muerte. En cierto sentido votar es pactar un desenlace, una confesión lapidaria que, a mediano o largo plazo, admite el arrepentimiento. Luego de que votas no hay vuelta atrás. Rellenas el óvalo, ese pariente geométrico del punto y final. Luego de que falleces no hay regreso posible. Es el fin. Callamos para siempre. Y punto.

Hay quienes no solo tienen contacto directo con la burocracia, la administran. Eso puede conducir al más cruel de los aburrimientos o a enloquecer. Aquel día me tocó ser burócrata y conversar, aunque brevemente, con los jubilados. Esto deshizo cualquier asomo de aburrimiento y mantuve a raya la locura.

¡Buenos días, profe!, buenos días.

Saludamos y conversamos afectuosamente con José Balza, Alfredo Chacón, Marcelino Bisbal, Elías Pino, Iván Feo, a quienes conocía de trato, por las redes sociales o simplemente había leído…

¡Buenos días!, su nombre… Conocí a Roberto Ruiz, Josefina Bernal, y otras instituciones vivientes…

Por favor, profe Margarita Duque, su cédula, ahora le hago entrega de estas dos planillas.

Rellene, profesora Safar, los óvalos correspondientes a los candidatos de su preferencia. 

Una vez elegidos, estimada Gloria Cuenca, regrese, deslice, sin doblar, las planillas. Finalmente firmará el cuaderno de actas. 

Mira, allá viene Arlette Machado, dijo Infante; ah, la del libro sobre Meneses, claro, dije…

Memoricé las instrucciones sobre la marcha. Y entretejí este caletre retórico como un incómodo signo de puntuación en las conversaciones.

IIb

A eso de las tres de la tarde se escucharon gritos de auxilio. Los rescatistas se apersonaron de inmediato. Minutos después, la noticia: una joven profesora de Educación había fallecido por un infarto.

Los ucevistas están entrenados en el arte de la espera. La mínima ilusión de progreso encontrará siempre un contratiempo. Así son las cosas por estos pasillos. Cuando se dio la orden de cerrar las puertas de la Facultad aún nos quedaban muchas horas por delante.

Un aguacero puso a prueba el endeble sistema eléctrico y aportó el suficiente grado de dramatismo para callar a todos. Se tensó el arco voltaico y la luz cedió por fracciones de segundos ante una densa oscuridad. La escena parecía adentrarnos hacia el vientre de un verso de Gerbasi. Callamos. Nadie se atrevió a continuar el hilo de sus conversaciones, como si las palabras estuvieran conectadas a la planta eléctrica. Solo se escuchó el aullido de los perros, un bramido afinado en lobo mayor sostenido. Luego de unas elecciones pospuestas, un plot twist con fenómeno natural incluido calificaba de deux ex machina. Inverosímil, sí. Pero bajo la lógica ucevista, completamente probable. Más que elecciones, todo fue un acto de plegaria. Con temor apocalíptico, se pensaba tácitamente que, de no efectuarse estas elecciones, algo terrible iba a pasar. Acaso el inevitable fin.

De la Sala Electoral, los miembros de mesa pasamos a un aula inmensa y extremadamente calurosa en Arquitectura. Las máquinas que contaban los votos recordaban al set de una película con estética steampunk. El mecanismo raquítico, la lentitud espantosa, demoró el proceso automatizado de conteo.

III

Al profe Infante y a mí nos tocó atender a ciento cuarenta y tres jubilados. Un reencuentro con el pasado de esta ciudad universitaria.

Nos tocó la mesa más concurrida, dije. Fuimos los que más trabajamos, sin duda, dijo Ángel; pero también los que más conversamos, añadí. Tuvimos la oportunidad de hablar con ellos.

Están allí, estuvieron allí. Fueron a votar, dijo Ángel Gustavo, y fuimos testigos de eso.

Insistimos en lo que creemos que es correcto, dije, cumplimos, entre burocracia y papeles, dos cosas que usualmente me irritan, pero hoy no me afectaron. De alguna manera reconstruimos un presente demolido, un alfabeto en ruinas.

A cierta hora de la madrugada cambiamos el desamparo de los cuarenta grados centígrados de aquel salón de Arquitectura por la intemperie de Tierra de Nadie. Nos reunimos para marcharnos junto con otros compañeros de trabajo. La realidad tenía un aire a esas paredes y murales de la universidad a las que se le han ido desprendiendo los azulejos con la naturalidad con que un árbol pierde sus hojas con cada cambio de estación.

Al día siguiente, asistimos al velorio de la profesora.

Momento áspero y triste.

Infante y yo nos ausentamos de la funeraria y en un local de la esquina compartimos una cerveza. Reanudamos la conversación de la madrugada.

Primera y última vez que participamos en esto, y eso que estoy a poco de jubilarme, dijo Ángel. A mí no me gusta la política.

A mí menos. Debut y despedida, dije.

Fue nuestra manera de tomar posición frente al caos, dijo.

Y lo supimos bandear, dije.

Hablamos sobre futuras lecturas y escrituras. A nuestro estilo, rendimos homenaje. Se trató de nuestro primer trago de cerveza en mucho tiempo. Delerm se sentiría orgulloso de nosotros luego de sortear estas insólitas situaciones con dosis curtidas de amargura. Solo las conversaciones nos mantuvieron de pie. Catorce horas. O catorce años, como en mi caso, en la universidad.

Recordé un monólogo de un western que vi hace años en Cuevana: “El coraje no es un hombre con un arma, es saber que estás en desventaja antes de empezar. Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final. Uno rara vez vence, pero a veces vence”. Y al menos ayer vencimos las sombras, dije.

El decir es un voto por nuestra existencia. La política, diría Roberto Bolaño, “es el arte del diálogo y de la tolerancia”. Y conversar, en cambio, es la resistencia contra la muerte. Nos define como humanos. Conversaciones que permanecen en la memoria, conmueven la existencia, y la insistencia por mejorar las cosas. Desde luego, la vida. Las palabras que mitigan la sombra que siempre amenaza acallarnos.

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