Papel Literario

Conversaciones memorables 2

por Avatar Papel Literario

Alejandro Varderi

Conversando con Manuel Puig en The Five Oaks

En mayo de 1990 Manuel Puig vino a Nueva York para la producción inicial del musical basado en El beso de la mujer araña. Nos habíamos conocido años antes en Caracas en casa de Elías Pérez Borjas. Una noche fuimos a The Five Oaks, un speakeasy del West Village. Con Marie Blake al piano, conversamos sobre cómo trabajaba sus textos, siguiendo la forma metódica en que los directores del Hollywood dorado planeaban sus escenas. Y me lo contó mediante una que Irving Thalberg quería para Grand Hotel pero quedó fuera. Consistía en un plato de sopa yendo de la cocina al comedor, con una mujer gritando porque el camarero se lo había tirado encima y alguien replicando que estaba fría. Un motivo puesto a conectar varias escenas con un movimiento de cámara, que Puig traspuso a The Buenos Aires Affair mediante los flashes al interior de las vidas de las siempre distantes estrellas: “Ven conmigo, querido… Aguardo por ti… La otra noche no pude dormir pensando que tú vendrías a mí…”.

Aquella noche en The Five Oaks, Manuel Puig me repitió las palabras de la Garbo, mientras conversábamos sobre la anécdota de las maletas que le llevó cuando trabajaba en el aeropuerto Kennedy, y su asombro al darse cuenta de que ella hablaba sobre sí misma en tercera persona: “La mujer está cansada”, dijo al tenderle la propina. Y ese fue un momento mágico para él, pues entonces visualizó por primera vez a sus mujeres balanceando el cuerpo, ya no desde un avión sino en la mecedora. Mujeres confinadas a sus habitaciones para dejar, como único rastro de su paso por la vida, la memoria de una taza a medio lavar o el sonido de un reloj de pared, es decir el corazón, a veces tan cerca de la boca.


Albinson Linares

Elogio de lo que no se publica

Suele empezar como un destello, un brillo pícaro en los ojos que surge cuando alguien se interrumpe por un momento. Enseguida, la persona suele decir algo como “te voy a contar esto, pero tienes que apagar la grabadora”.

Los periodistas también somos guardianes del silencio, testigos de versiones incómodas, de historias raras que desafían nuestras ideas, nuestras hipótesis, que extreman los límites y nos invitan a comprobarlas.

Tras un buen reportaje o crónica hay decenas de entrevistas, pero lo más insólito es la cantidad de horas, detalles y pistas que algunas personas comparten al hablar.

A veces las recoges y descubres una veta dorada de textos que esperaban ser investigados, pero en muchas otras ocasiones los reporteros nos quedamos con todo eso adentro: miles de detalles, de declaraciones, de risas y lágrimas, de amenazas y bendiciones.

“Esto te lo cuento porque nadie lo va a creer, para que lo investigues”, dicen y esa roca te cae encima como si fueses Atlas.

He hablado durante horas y luego me ha tocado leer transcripciones de decenas de páginas, aunque después solo cite dos párrafos a lo sumo. Sin embargo, en esas entrevistas hay un compendio de todo lo que la persona vivió, estudió, testificó, denunció, sufrió y, por supuesto, gozó.

Esa es la belleza de las conversaciones memorables y aunque uno hace su mejor esfuerzo para recordarle al entrevistado que después de responder a las preguntas del tema, nada del resto se va a publicar, muchos siguen hablando y te tientan con pistas para que sigas escuchando.

“Las mejores cosas pasan cuando no estás grabando, por eso hay que anotarlo todo. Siempre”, me dijo una vez Simón Alberto Consalvi, una madrugada luego de pasar horas hablando de su pasado que, a todas luces, era un espejo de la tragicomedia política venezolana.

Así que la próxima vez que leas un reportaje impactante, bien escrito y lleno de revelaciones, es buen momento para recordar que en esas líneas están destiladas muchas vidas.


Alexis Romero

Una vez al mes

Eugenio Montejo amaba caminar por las calles de Chacao. Una vez al mes pasaba por la Librería Templo Interno, siempre en la tarde, y me invitaba a pasear y conversar. Lo que nos enferma es el tiempo —repetía, como quien recita en voz baja un mantra— porque la palabra del poema no alcanza nunca a ser un muro que lo detenga. Posiblemente, no sea en el lenguaje donde debamos buscar aquello que nos salve de sus lesiones, sino en el amor.

—Eugenio, debemos buscar eso en el ejercicio del amor —le dije con la misma angustia infantil con la que miraba, desde el patio de la casa donde nací, el farallón cuyo ruido nos anunciaba que llovería.

—Alexis querido, no es allí, sino en su silencio. Un poeta debe aprender a oír el silencio del amor. Ése es el muro que nos salva de las lesiones que nos deja el tiempo y su velocidad. Allí sucede el poema. Debes leer El poeta y el tiempo, de Marina Tsvietáieva.

—Hoy es muy difícil oír el silencio interior y el silencio exterior. Nos gobierna el ruido y el grito. Somos un estruendo. Unos bárbaros que vaciamos las palabras de su asombro sagrado  —le confesé, con mis verbos nerviosos.

Me miró, como nos miran los amigos, y me repitió, como quien recita en voz baja un mantra:

—Alexis, una vez al mes debemos hablar sobre por qué un poeta no puede ni debe odiar.

Del libro inédito: Amigos, gracias. 


Alicia Ponte Sucre

A raíz del Premio Cervantes a Rafael Cadenas

Esta conversación la tuve con Rodolfo Izaguirre luego de recibir la invitación de Nelson Rivera a participar en su travesura literaria de reproducir conversaciones y los frutos que emanan de ellas. El maestro Rafael Cadenas acaba de recibir el Premio Cervantes y personalmente estoy conmovida por ello. De hecho, he escrito a Nelson lo siguiente:

“Leo tu correo después de llorar de alegría y emoción con el maestro Rafael Cadenas, pues apenas hoy pude ver el video de la entrega del Premio Cervantes. Demasiado sublime para quienes amamos la palabra como elemento transformador”.

Y sí, acepté el reto. Transcribo aquí ideas a raíz de una bella conversación con Rodolfo Izaguirre, quien me ha enseñado aún más a amar la palabra y la poesía de la vida para hacer ese salto entre la ficción y la realidad.

Con Rodolfo transitamos a lo largo del discurso de la entrega del Premio al Maestro Cadenas y Rodolfo me resalta algunos conceptos en una clase de civilidad. Mi lectura de esa conversación que me será difícil reproducir de memoria puede resumirse en estos pensamientos: ellos, escritores como Cadenas o Izaguirre, convierten su vida en misterio y vivencias —ya sea en prosa o poesía— como su musa, para seguir viviendo, y por ello su relación con la vida es íntima, para así observar las cosas con cariño y determinación; su argumento, el manejo del lenguaje es bueno lograrlo desde lo más profundo del vivir. Quizás la frase que más me conmueve y que refleja mi aprendizaje de ese día sería, dicho por Cadenas: “El lenguaje es inseparable del mundo del hombre, por ello el deterioro del lenguaje representa el deterioro del hombre”.

Por ello los admiro a ambos, han transitado el recorrido de la sindéresis, siempre con una voz comprometida con y por Venezuela con absoluta honestidad.


Alonso Moleiro

Solo y admirado, a un paso del infinito

El diciembre del año 2000, trabajando como reportero para el diario El Nacional, me tocó hacer una extraña entrevista, difícil de olvidar, a un anciano, cordial y aún elocuente Arturo Uslar Pietri.

Fui recibido por el escritor en su enorme casa ubicada en la Alta Florida, en la cual vivía solo desde hacía unos años. En un amplio salón estaba un anciano adusto y algo imperioso, de amables maneras, sentado en el extremo final de su vida, conversando desprevenidamente sobre sus problemas con la sordera, y mostrando al fotógrafo, con cierta satisfacción, la enorme lupa que todavía le permitía leer.

Uslar hizo algunos comentarios sobre su soledad y las dificultades de su cotidianidad. Se quejaba con amargura resignada sobre las dificultades de la vejez.  Habló someramente de su esposa, fallecida unos años atrás; comentó que uno de sus hijos pasaba a visitarlo para acompañarlo y auxiliarlo.

Tuvimos entonces un breve intercambio sobre los años y la noción de futuro; sobre la Venezuela de su infancia, sobre el enorme cambio que había experimentado el país desde entonces, que Uslar reconocía con toda claridad, a pesar de su amargura con el devenir ulterior de la nación. Arturo Uslar recordó ese día la caravana fúnebre que llevaba los restos del expresidente Isaías Medina desde Campo Alegre hasta el Cementerio General del Sur.

La charla que quería seguir escuchando se fue extinguiendo para abrirle paso a la entrevista que nos tenía en su casa. Mientras lo escuchaba, pensaba en lo indefensa que se veía aquella figura plácida, tantas veces vista en la televisión, unánimemente reverenciada por su brillo, que aquella mañana estaba renuente a polemizar.

Fui despedido en la puerta por el propio autor de Las Lanzas coloradas. De regreso al periódico, pensaba en el tiempo que le podía quedar a Uslar de vida, en el final de la vida, en tener 90 años, en los lauros y los fracasos, en el tiempo vivido, en el umbral del abismo. Pensé que la mía podría ser, quizás, la última de sus entrevistas.

Dos meses después, fallecería Arturo Uslar Pietri.


Álvaro Mata

La conversación, ejercicio continuo y sostenido

Conversar es una manera de comulgar con el otro para propiciar una conversión. La práctica de la buena conversación nos confronta con puntos de vista radicalmente opuestos, nutriéndonos de la carne psíquica de nuestro interlocutor, terapéutica que nos unge con el “tú conciliador” y saca de posiciones inamovibles, “allí donde el azufre del monólogo hacía imposible respirar”, según anotó Rafael Cadenas, conocedor como pocos de estos asuntos.

Fue en los años universitarios cuando empecé a practicar con constancia la conversación, con frescura y naturalidad, sin prejuicios, con ánimo crítico. Estimulados por las clases que recibíamos en la Escuela de Letras (UCV) —que lejos de ser magistrales, mucho tenían de intimidad y comunión—, con los mejores amigos nos lanzamos a la aventura de conversar sobre lo que nos enseñaban en las aulas, intentando esclarecer nuestras inquietudes e iniciándonos juntos en la literatura y la vida. Descubríamos el mundo porque aprendíamos a nombrarlo desde el tamiz de las reflexiones juveniles, mientras íbamos cimentando nuestro sustrato anímico, ese que ahora nos sostiene.

En aquel entonces me di cuenta que conversar no era sólo poner a dialogar criterios o confrontar ideas con actitud sabihonda, sino que era necesario algo más: que los cuerpos estuviesen puestos y dispuestos a escuchar(se). Preparada la atmósfera con la atención de los interlocutores, comenzaba a producirse el milagro de la conversación, esa en que “las almas adquieren tacto y pueden tocarse”, como nos enseñó Armando Rojas Guardia.

Con este descubrimiento a cuestas, hasta el día de hoy la conversación ha sido un ejercicio continuo y sostenido, con los compañeros de siempre y con los nuevos que disponen las circunstancias, manteniendo invariable la misma necesidad que le dio origen: aprender a nombrar el mundo en que vivo y reflexionar en torno a él.