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Conversaciones memorables 20

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Sara Maneiro

Estampas circenses

A la manera de un mago que saca sorpresivamente un conejo de un sombrero, el escritor venezolano Adriano González León recita de memoria sus recuerdos nostálgicos del mundo circense en Venezuela. Rememora al Circo Razzore, hundido trágicamente el 1 de septiembre de 1948 en el Mar Caribe, con payasos, elefantes, músicos, equilibristas y bailadores a bordo, cuando se dirigía de Cuba a Cartagena en una gira que lo traería por tercera vez a Venezuela. Todo se perdió: 60 animales amaestrados y 56 personas. Se salvaron el dueño, quien viajó en avión a organizar el espectáculo a Cartagena, y 6 miembros del equipo que fueron rescatados milagrosamente en costas colombianas.

—Y entre sollozos y lágrimas, Adriano nos cuenta que él casi se sabía todos los nombres de la gente del circo, de la trapecista y de la mujer araña, por ejemplo. Los circos acampaban en terrenos baldíos; había asientos de preferencia, luneta y alegría; y los payasos intermediarios, con grandes manos y botas, divertían al público mientras se instalaba el gran espectáculo de los equilibristas, el salto mortal y la visita a los leones.

Narra también la visita de los circos Arriola, Atayde, Razzore, y uno medio norteamericano llamado Zoo Circus que organizó en su ciudad, Valera, un espectáculo único en la historia cirsense: la pelea de un león extranjero contra un toro de la ganadería local. Todo se hizo dentro de una jaula. Y desde temprano el león agarró por la trompa al toro sin compasión. El público se abalanzó sobre la jaula y le lloraba y le pedía resurrección: “¡Torito!”, le decían, “¡levántate!”… y el toro se levantó y lanzó al león contra la reja. Aunque era el ensayo general, los empresarios suspendieron la sesión. Pero la lucha había sido anunciada a muerte y el pueblo de Valera no permitió que le arrebataran su triunfo y abatido por el trágico recuerdo, comenta entre lágrimas, que el circo ardió por todos los costados y el fuego se extendió hasta los cañaverales del río.

Y sobre Blacamán, quien motiva esta conversación, era un personaje que llevaba una enorme melena y se hacía pasar por hindú, pero yo creo que era un colombiano que había aprendido la facultad increíble de neutralizar a los cocodrilos. Y su gran espectáculo era meter la cabeza dentro de ellos. Era su fuente de trabajo. En el Razzore había una muchacha que se acostaba y el elefante le ponía la pata en el pecho. Y aquello electrizaba a todo el mundo. Y el Arriola tenía un gran espectáculo musical con ponis y muchachas muy lindas que le daban vuelta al ruedo y decían girando como en un carrousel: “¡Arriola presenta….!”. Y todo era una fiesta absoluta. Era lo que cambiaba el orden de la comunidad. Todos los muchachos salían a la calle porque el circo entraba con su cordel de payasos, de animales, y de músicos haciendo ruido. Y una vez que el circo levantaba su carpa, todos los muchachos que estábamos enamorados de la trapecista sentíamos una gran tristeza, una gran nostalgia, y no queríamos ver cuando se iban. Un circo es el estadio del alma, porque es una reunión de solitarios y de gente que se congrega para alejar su soledad. Era la oportunidad para que los desplazados pudieran ejercer su poderío… Y de pronto la gente se preguntaba: “¿Qué pasó con fulano y su circo? Bueno, le fue muy mal. Hubo un incendio que tomó la carpa y el vestuario. Trató de recuperarse y no pudo… y hasta el enano comenzó a crecer.

Colofón

A manera de cierre jocoso a estas memorias, Adriano trae a colación una anécdota de Miguel Otero Silva sobre un viaje que hizo de Barcelona a El Tigre por carretera con su amigo Perucho Garroni, después de una noche social y extendida.

—Perucho —le dijo Miguel—, veo una jirafa… y además veo un león en una jaula…

—¿Y qué más ves?

—Veo a alguien dando vueltas en una cuerda.

—¿Eso ves, Miguel? Porque eso también. Lo estoy viendo

—Entonces nos estamos volviendo locos los dos.

Se detuvieron al borde de la carretera para darse cuenta que se trataba de la caravana del Circo Razzore que se desplazaba a pie de Ciudad Bolívar a El Tigre.

*Esta conversación con Adriano González León se desarrolla a propósito de un reportaje sobre Blacamán, el domador de fieras, para la Edición Aniversaria de El Nacional, 3 de agosto de 2000. Su título es “La melena agresiva”.


Faitha Nahmens Larrazábal

Que se prodigue el con-besar, que se promueva el conversar

Conversar, aun con el que sí y el que no —pero con ánimo nutritivo, no disruptivo—, es una delicia: como ir con versos o con besos; y como ocurre con toda interacción que logre, ay, la plenitud. Es un arte que no sólo desata, desfoga y libera del soliloquio tenaz que lleva a hervor nuestras neuronas. Una conversación —cuando no se propone a toda costa convencer y vencer, pero sí enriquecer— provee de luces, ideas frescas, y hasta parecen las palabras que se entrelazan que hacen rizos cosquillosos en el área de Broca, hemisferio izquierdo. Apuesta humana, social, civilizatoria, política y platónica que establece vínculos y relaciones —las palabras abrazan, las palabras transportan guiños—, conversar es un anzuelo, también una tentadora travesía y sin duda un acceso a la compañía; y desde la fantástica intención de entender/se y comprender/nos, es una manera de construir algo tan fascinante como los puentes, que ya se sabe que conectan y salvan.

Conversar es tan seductor como un baile: comienza con ese primer paso exploratorio y aproximativo hacia el misterio que somos, por el placer mismo de tantear cómo dos, o cientos con sus banderas en un chat, vemos el mundo, y prosigue con la muy recomendada y democrática costumbre de oírnos —sentidos y seseras atentos— no sólo para confirmarnos como tribu sectaria sino, ojalá, para allanar las zanjas de nuestras diferencias, acomodados, claro, no en trincheras sino en una prolongada sobremesa (¡o interactiva sobrecama!). Si deriva en debate de altura, que sirva para actualizar las ideas y preservar las mejores; que las ideas necesitan oxigenarse, antes que chamuscarse con los embates de dos lenguas de fuego trenzadas en la ofuscación: las personas merecen respeto, las ideas tienen que ganárselo, dice la bióloga Guadalupe Nogués.

Unos investigadores intrigados en por qué aquel grupo de italianos en Estados Unidos vivían tan distanciados de la consulta médica, aun sin rehuir al menú de pizzas, spaguetti carbonara, tiramisú y vino, es decir cómo se las arreglaban para escabullírseles a los problemas cardíacos pese a la ingesta calórica, convinieron en que la única explicación era la cita diaria de los paisanos para conversar. ¡Cuán suculentas serían sus conversaciones! Como hipnótica la voz de Sherezade, que apaciguó al sultán vengativo demoliendo su rutina criminal de desposar a una virgen y matarla al día siguiente con su encanto de narradora que lo embelesó. La respuesta del babeado y silencioso contertulio fue categórica: le perdona la vida. Es que a veces las conversaciones se parecen al fuego: pueden extinguirse o crecer hasta perder el control; pero hemos aprendido tanto a mantenerlo vivo como a apagarlo. Así hay que conversar: con calidez irrefutable. Con buena voz, con buen oído. Y con libertad. Para aupar la paz, para exudar amores.

Catalina la Grande y Voltaire se escribieron quince años, hasta la muerte de él, nunca se conocieron, ay, pero ella —posible amante de Francisco de Miranda durante la estancia del caraqueño universal en Rusia— lo lloró amargamente. Las palabras pueden entrañar terremotos y consignarlos en destinos remotos, otro corazón. Conversando algo crece, uno también. (Crecí anhelando una mejor Venezuela oyendo —niñita escondida detrás del sofá, en el sótano de casa— a mi tío Wolfgang Larrazábal conversar con otros políticos sobre cómo restañar el mapa per sé soñado del amado país). Así lo presagia el hermoso diálogo con que comienza la película Roald Dahl’s Esio Trot. Conversando, un romance está por crecer.

De balcón a balcón Judi Dench y Dustin Hoffman hablan de la tortuga de ella que no crece:

—Yo tampoco soy muy alto, dice él

—Yo quería serlo desde que tenía 11. Me esmeré tanto que hasta le pagué a un joven para que me besara cada mañana porque ¡él me aseguró que los besos hacían crecer!, contesta ella.

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