Salvador Fleján
Diálogos digestos
En una oportunidad el escritor Federico Vegas me hizo la siguiente propuesta: “Chico, ¿y si escribimos un libro sobre la mierda? Si hay libros de recetas de cocina, por qué no hacerlos sobre el pupú, que es su antípoda. Total, eso también es un síntoma de salud”, arguyó el autor de Falke, una tarde en la terraza de su casa mientras paladeábamos un escocés.
Aquella extraña proposición había caído en el olvido hasta hace pocos días en que unos amigos de un grupo de WhatsApp del que soy miembro la rescataron de manera involuntaria. Uno de ellos, D, si mal no recuerdo, comenzó a relatar algo que él bautizó como “historias de popó”. Cuando comenzó su narración, caí en cuenta de que aquel era el tipo de evento por el que todos alguna vez hemos pasado. Algo así como enamorarse, sacarse la sangre o ser atracado. D cuenta que aquella mañana desayunó muy temprano (“café con leche tetero, una arepa de caraota y queso rallado. Completaría, además, con medio croissant dulce alegando que la arepa era muy chiquita”). Se fue a pie hasta la parada para ir a dar clases a la Facultad de Humanidades. D es filósofo. El bus que lo llevaría a la UCV tardaba más de la cuenta, cosa que no hubiera reportado mayor inconveniente a no ser por la visita inesperada de algunos vientos huracanados en el interior de su aparato digestivo. Relata que al principio fue algo parecido a esa brisa marina que pega en la playa después de las 5 de la tarde. Una sensación agradable y liberadora. Eran inocentes y silenciosos vientos alisios que el filósofo controlaba a placer mientras leía algunos apuntes sobre Walter Benjamin que tenía garabateados en una guía. Pero de pronto todo se ensombreció. Una corriente a barlovento cargada de humedades lo alertó de tempestades mayores. Mientras todo esto ocurría, el carrito de la línea de la UCV se acercaba, al fin, a la parada. Cuenta el filósofo que aquel último y centelleante céfiro lo puso en duda si continuar o no con su travesía. “Uno tiene que ser valiente en la vida. Apenas entré al carrito, la gente me abrió cancha como si tuviera lepra. Hasta una señora me ofreció su puesto al fondo. Cuando llegué a la universidad, me encerré en uno de los baños de la facultad y me dispuse a hacer control de daños. El saldo fue un interior perdido y media hora de clases tratando de poner presentables mis bluyines para la clase”.
Inmediatamente le tocaría el turno a J, otro miembro del grupo que vive en Sarasota. J es publicista y tiene muchos años viviendo al noroeste de la Florida. Sin embargo, con frecuencia regresa a su querida Venezuela por algún trámite o simple placer. Fue en uno de esos retornos a la patria cuando le ocurrió su “historia marrón”. J, como buen publicista que es, mandó su relato en varios audios de WhatsApp con su voz grave de jefe vikingo. Esta es más o menos la reconstrucción:
Audio 1: “Veníamos de firmar la venta de un apartamento en Puerto Píritu de la familia. La cosa había sido de un día para otro y al siguiente día salimos temprano sin desayunar”.
Audio 2: “A mitad de camino le digo a mi cuñado que cuando vea algo sabroso en la carretera que se pare. Me estaba muriendo de hambre”.
Audio 3: “Me quedé dormido no sé cuánto tiempo y cuando desperté mi cuñado se estaba orillando en uno de esos puestos de comida que hay en El Guapo”.
Audio 4: “El caso es que nos bajamos el cuñado, mi esposa y yo. Nos sentamos en un puesto grandísimo que olía a café y a arepa al carbón. De verdad que tenía hambre y exageré un pelo cuando vino la señora a tomar el pedido”.
Audio 5: “Ellos pidieron sus arepas de queso guayanés y agüita mineral. ¿Adivina qué pidió el troglodita este?: Me lancé mi barranco de cachapa de cochino frito con dos tapas de queso de mano bien gordas. No le puse mayonesa de vaina. Tenía hambre, men”.
Audio 6: “Cuando entré de nuevo en la camioneta el aire acondicionado y todo lo que tragué me bajaron el suiche. Mi cuñado cuenta que la cola lo agarró saliendo de Guatire y que fue como hora y media sin que nada se moviera. No hay nada peor que te despierte un corrientazo y que éste provenga de tu propio cuerpo”.
Audio 7: “El retorcijón me vino cuando babeaba el vidrio del copiloto. Una cosa horrible. Pensé que tenía un murciélago revoloteándome en las tripas”.
Audio 8: “Chamo, párate aquí”. Mi cuñado cuenta que estaba más blanco que Gasparín, el fantasmita amigable”.
Audio 9: “El cuñado se paró en una explanada desértica entre Guatire y Guarenas, en donde lo que faltaba era que me encontrara con el rodaje de Mad Max 7”.
Audio 10: “Ni sé cómo llegué a una casita que estaba a pocos metros de donde nos estacionamos”.
Audio 11: “El señor de la casita pensó que era bombero cuando le dije que tenía una “emergencia”. Eso puede que me haya salvado”.
Audio 12: “El baño de la casucha hacía esfuerzos por albergarme. Creo que hice un pequeño desastre en la primera eyección”.
Audio 13: “En realidad todo fue un desastre”.
Audio 14: “Manché unos Nikes de 200 dólares que había comprado en el lanzamiento de un modelo de la marca. Bueno, la franela que llevaba puesta también había llevado lo suyo”.
Audio 15: “Me devolví a la camioneta y saqué una grosera cantidad de efectivo y se la entregué al dueño de la casita. Su cara después de la “emergencia” jamás la olvidaré”.
Fedosy Santaella
Una conversación nunca se acaba
Para las conversaciones, nada mejor que la juventud. Me recuerdo, por ejemplo, en la Escuela de Letras de la Central, sentado en el piso, y a mi lado, en un banco un flaco elegante que me dijo, así de la nada: “Somos estudiantes de Letras, el buen gusto de la vida, hay que tener dignidad y no sentarse en el piso”. Fue antipático, lo sé, pero valoro sus palabras. Y sí, fue una conversación, porque todavía hoy converso con esas palabras. Del flaco no supe más. A lo mejor nunca existió.
Hace décadas estuve sobre la cubierta alta de un rompehielos en la Antártida. Se llamaba profesor Multanovsky y había sido un barco científico durante la URSS. Yo formaba parte de un equipo de televisión, y en esa noche eterna de polo sur me acompañaba el sonidista. Sabía de constelaciones, y trató de identificarlas, pero se le hizo difícil, porque, tal como me explicó, aquel cielo estaba tan limpio que era difícil precisarlas. Y es así cómo comprendí que entre nosotros y el mundo hay contaminantes. Todo está saturado por las emanaciones físicas y espirituales del hombre. Debemos limpiarnos la mirada e intentar mirar realmente. Pienso que es esa la esencia de la poesía.
Fui invitado a la Texas Tech University por el poeta y profesor Curtis Bauer. Curtis habla perfecto español, está casado con una española hermosa de origen vasco. Recuerdo mi primera noche en casa de ambos. Estuvimos conversando durante horas. Hablamos de todo y de nada. Yo había conocido a Curtis por correo unos días antes, pero cuando nos encontramos en Texas fue como si hubiésemos sido amigos desde siempre. Hace poco me dijo que esa noche hablamos de uno de mis cuentos. De “El Belizná del bosque”, que se encuentra en Ciudades que ya no existen. Me contó también que escribió un poema inspirado en esa palabra. Un poema que habla de la cara blanca de la vida, de un abuelo, de un caballo que se congeló en la nieve. No importa lo que conversamos, importa la sensación de haber permanecido durante unas horas dentro de una esfera atemporal, confortable, segura. Una esfera que nos dio un lugar en el mundo, al contrario del belizná, que te pierde en las estepas cubiertas de nieve infinita. La sensación de la conversación, eso es lo que importa.
Una vez en Nueva York conversé con una amiga china en uno de los tantos delis de la ciudad. Yo había bajado alrededor de las diez a cenar cualquier cosa y allí nos encontramos por casualidad. Sentados en el comedor vacío de la segunda planta, ella comenzó a hablarme con tristeza. Estaba enamorada de un hombre y se habían visto esa noche. El hombre había sido frío con ella. Sabía mi amiga que no lo vería más. Estábamos de paso por Nueva York. Yo vivía en Caracas, ella en Londres, y aquel hombre que amaba estaba, desde ya, lejos de ella. Yo no dije nada, yo sólo estaba allí para escucharla.
¿Esto puede entenderse como una conversación?
El gordo y yo estábamos en El barco de Colón, en La Candelaria. Habíamos estado leyendo El péndulo de Foucault y otros libros de esoterismo. El gordo decía que los libreros eran parte de la Gran Conspiración Secreta. Me señalaba líneas de librerías que iban desde Sabana Grande hasta Plaza Venezuela. Éramos geniales y estábamos descubriendo los grandes misterios del mundo. Hoy día me río, y agradezco.
Mi papá intentó meterme en una escuela militar cuando salí de primaria. Yo reprobé a propósito las pruebas de admisión y no entré, claro está. Años después conversé con él al respecto. Dijo que sabía que yo había fallado exprofeso. Entonces me explicó que él había crecido sin padre, que nunca tuvo claro cómo criar a un hijo y en consecuencia le había parecido una buena idea meterme en una escuela militar. Yo ya era un estudiante de Letras. Ese día, papá me pidió disculpas. Yo le respondí que no pasaba nada. Quedamos en silencio. El silencio fue paz entre nosotros.
En los últimos años he conversado mucho con mi hijo, que ahora tiene diecisiete. Hemos hablado de cine, de mangas, de animés. Hemos hablado de lo que es ser uno mismo. Me enorgullece poder hablar de esta manera con mi hijo. Espero que estas conversaciones le queden, que le traigan paz, incluso cuando yo no esté.
También creo que hay conversaciones que no deben contarse jamás. Que deben permanecer dentro. Que si las cuentas, el aire que expulsarás dejará ir el aura sagrada que las conserva y las perderás para siempre, así como un trozo de tu alma. Conversaciones además que, si las cuento, la gente me creerá loco. Y mejor seguir aparentando cordura.
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