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Conversaciones memorables 17

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Violeta Rojo

A veces, silencio

Quizás la mejor conversación es la que no se tiene.

Frente a dramas y tragedias, la amistad grande es la que calla y acompaña. Si quien pasa desventuras no quiere hablar —porque a veces una simplemente no quiere dar pena, o por hartazgo, o por no repetirse—  es mejor ser discreto.

Ante dolores sociales o íntimos —país desbaratado, muerte, bancarrota, divorcio, sol negro, enfermedad, pobreza, migrancia, terror pánico al futuro—  sobran los “olvidarás”, “pasará”, “encontrarás otra persona”, “sal de ahí”, “te va a ir mejor”, “cambia el chip”, “en todas partes pasa lo mismo”.

A veces se quiere hablar, otras la explicación ahonda el dolor y no apetece ni siquiera escuchar palabras de consuelo. No es raro que la pregunta sobre lo ajeno sea un pequeño puñal que escarba y aviva la herida.

Por eso, silencio y compañía. Sobre todo silencio.


Violeta Villar Liste

Conversación memorable con Umberto Eco

Trato de dar vueltas a mi memoria para ubicar la fecha exacta de la entrevista que sostuve con el escritor, filósofo y semiólogo Umberto Eco (Alessandria, 1932-Milán, 2016) y no la consigo.

La entrevista, publicada en El Impulso de Barquisimeto, está guardada en papel periódico, antiguo y memorioso, en archivo perfecto que conservo en mi casa de Barquisimeto, hogar en los últimos años hasta que la vuelta de la historia personal, ya hace siete años, me trajo a Panamá. También la hemeroteca del centenario la custodia.

Por fin, un artículo de Julio César Blanco Rossitto, en Letralia (Tierra de Letras), recuerda que fue en 1994 cuando el reconocido autor estuvo en la capital larense, invitado por el arquitecto y especialista en semiología Rocco Mangieri y Tulio Hernández, quien, en ese momento, era presidente de Fundarte. Presentó el acto organizado para escuchar al célebre intelectual italiano el siempre recordado Freddy Castillo Castellanos.

Lo cierto es que Umberto Eco nos recibió en perfecto español en los espacios del antiguo Hilton, hoy Hotel Jirahara, todavía cautivado por el viaje por carretera desde Mérida y la neblina que comparó con un útero protector, decía, mientras movía las manos para hacer más énfasis en esa imagen.

Eco, sencillo, afable, cautivador, a quien todos estudiamos en las escuelas de Comunicación Social, en particular su célebre Apocalípticos e integrados (1964, año de su primera edición), nos encontró con una certeza: la evolución del pensamiento del hombre.

“Es un libro que ya no es actual; parte de los conceptos allí expresados, han cambiado”, resaltó ante la interrogante periodística. Esta afirmación, luego de tantas lecturas de nosotros, los alumnos que fuimos de Periodismo, nos confirmó que los dogmas cada vez lo son menos y, en este caso, corroborado por el propio autor.

Nos pareció relevante, y hasta valiente, ir a contracorriente de las teorías formuladas en un momento histórico y luego tener la visión y firmeza de reconocer que la vida avanza, cambia y se transforma.

El autor de El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault, entre tantas obras, en ese momento a lo mejor no lo sabía, pero sospechaba, que la inevitable revolución digital aceleraría los cambios.

No fue poca cosa tener a Eco en casa, en encuentro memorable de la neblina merideña al crepúsculo larense.

Un lujo que celebró la literatura, la semiología y los convocados a su encuentro. Su rostro, sonriente y su sabiduría sin poses, quedó en los archivos de la memoria y del periodismo larense y venezolano. En su nombre.


Xenia Guerra

Los falsos interlocutores

La camisa azul se veía un poco arrugada de espaldas, supongo que era ropa de conversación. Yo tenía siete minutos para llegar puntual, los usé para mirarlo desde la calle a través del vidrio que simulaba la pantalla del teléfono por el que eventualmente lo observaba en redes sociales. Tenemos que hablar, dijo después del beso en la mejilla, me suspendí en el cliché de esas palabras. La conversación había comenzado, o eso parecía. Su narrativa del desamor me avergonzaba, mientras decía “me hubiese gustado más…” su voz perdía decibeles aunque su boca gesticulara. Asumí un personaje, el de observadora, supongo que motivada por la atmósfera cinematográfica que él había construido con estereotipos para decirme que la relación no seguía más. Me vi sentada dentro de esa caja de paredes transparentes que mantienen limpias de cualquier huella, tomando un café caro en vaso de cartón, preguntándome por qué no pudimos tener la misma conversación en la casa mientras uno de los dos llenaba cajas con sus cosas. Maximiliano no había probado su café, pero ya había dicho “Lo siento…” cuatro veces para conectar oraciones. La relación nos dejó de pasar hace unas semanas, me siento cansado y he notado que tú también, pero tu practicidad nos mantiene conviviendo en el mismo lugar. Algo de eso me hubiese gustado escuchar mientras él voluntariamente elegía irse de la casa empacando su ropa y sus libros en la misma caja. Pero yo no estaba en ese lugar de mi imaginación interrumpida por la realidad de un hombre con frases trilladas que yo debía escuchar en una mesa rodeada por otras mesas con desconocidos. Max me estaba dejando porque no éramos interlocutores el uno del otro. Estaba conversando conmigo sobre nuestra incapacidad de conversar. Él hablaba mirando el remolino que hacía en el café con un palillo rojo de plástico. A mí me parecía que la señora en la mesa contigua a la nuestra tenía una forma violenta de gesticular para ser precisa en las ideas del mensaje que quería transmitir.


Yanuva León

El secreto de las flores

Iba a cumplir seis años y me gustaba ser la asistente de mi abuelo: «Páseme una número cuatro», decía con voz de quien amasa un mundo entre lombrices y humus. Yo salía disparada, caminaba por sobre rollos de tela asfáltica, tomaba la maceta que pedía y se la acercaba. «Tráigame las liliopsidas, las cattleyas y los aspersores»; yo distinguía las unas y los otros.

Resulta que me había estado heredando nada más y nada menos que piezas de un tecnolecto; aunque ni él ni yo supiéramos que tecnolecto es un compendio de palabras propias de una profesión y se clasifica dentro de las variedades lingüísticas; aunque no supiéramos tampoco qué cosa linda es una variedad lingüística; y aunque no me alcanzaría el tiempo para contarle al padre de mi padre que la palabra tecnolecto forma parte de un tecnolecto, guiño que a él le habría encantado, porque era un jardinero sabio.

Yo, en cambio, escribo porque no aprendí el secreto de las flores, por más que me lo desmenuzó, arrodillado en tierra ajena para darme de comer: «Mire, esta es una orquídea y esa un ave del paraíso, esta mata de flor blanca o coralina es una cala»; «aquí revientan los bulbos de las bromelias, esa pelusa es la semilla y toca regar con paciencia, no a mansalva, suave, como lloviznándoles».

Pero me embobé con los nombres científicos y comunes de las plantas, de sus ciclos, de sus plagas, de los suelos y de los químicos que destrozaron los bronquios de mi abuelo. Y yo lela por la belleza de la palabra bronquios. No me hice botánica, ni ingeniera agrónoma o forestal, no mezclé el reino animal con el cibernético a ver si daba con un germen monstruoso y sublime. Me quedé en el embobamiento del lenguaje, de los nombres de los nombres, buscando sentidos, rebuscando, y no tuve más opción que escribir.


Yanuva León

Amanecemos

Imaginemos que alguien nos cuenta sobre una gente que de vez en cuando llueve a cántaros, o escuchamos hablar de una mujer que cada cierto tiempo anochece sin poder evitarlo. Algo en el entendimiento nos dará vueltas si sabemos de un señor que inesperadamente atardece mientras su hija nieva en el patio de la casa. Nos costaría creer en la existencia de niñas que sin más empiezan a relampaguear en el columpio y que bebés granizan porque sus padres diluvian. Ha de ser disparate de poetas, podríamos pensar, con toda razón, pues no es necesario ser gramático ni meteoróloga para tener la certeza de que los perros babean de gozo, pero no lloviznan, y que las guacamayas por más que graznen no son capaces de escampar.

Un extrañamiento lógico de este tipo abrumó a un amigo extranjero cuando, de la manera más normal, le conté que estaba amanecida. Me miró con sonrisa fascinada, encantado. Yo no caí en cuenta del motivo de su deslumbramiento; él tuvo que explicar lo evidente: «Hasta hoy estaba seguro de que solo amanecen los días, pero ahora veo que algunas personas también pueden».

Estos verbos impersonales, conocidos como «verbos de la naturaleza», en estricto rigor carecen de sujeto y suelen describir fenómenos atmosféricos. Sin embargo, la plasticidad de nuestra lengua permite que hablantes que jamás se han propuesto escribir un verso hagan florecer la rosa de Vicente Huidobro en las conversaciones cotidianas, sin tener la más mínima intención de nombrarla. Así, los verbos adquieren posibilidades que racionalmente les son negadas y personas, animales y cosas pasan a tener superpoderes conmovedores.

Venezuela es un país amanecido, un país que hace todo lo que puede por amanecer, un país que seguirá amaneciendo. Es un portento que no habla solo de belleza poética.


Zakarías Zafra

Seres elementales

Nos conocimos un domingo de verano en el Bosque de Chapultepec, a pocos metros del Tótem Canadiense. Sin darme cuenta, había atravesado una zona energética protegida por un círculo de cuarzos enterrados en los árboles y M., el dueño de aquella misteriosa instalación mineral, vino a decírmelo con cierta cordialidad enigmática. Primero me habló de los seres elementales que custodian el bosque, de la colisión de los planos de tiempo y espacio, de las dimensiones superiores a la realidad física y las reencarnaciones sucesivas de una misma consciencia. Luego me contó su historia personal con la naturalidad de un recuerdo reciente: M. murió en un bombardeo en Afganistán, fue sacerdote en Estados Unidos, tuvo fortunas en Canadá a mediados del siglo XIX y fue un discípulo aventajado de Merlín. Sabía de sus vidas pasadas por la práctica de los registros akáshicos, un archivo universal de los pensamientos, acontecimientos y expresiones de todas las entidades y formas de vida a lo largo del tiempo. Esta idea, a la vez enciclopédica y borgeana, bastó para proponerle continuar la conversación.

A la semana fuimos a comer en el mercado de Coyoacán. Lo acompañaba un antiguo soldado francés que había muerto de inanición en una isla desierta y reencarnado después en un tímido funcionario del Servicio de Administración Tributaria. Imaginé que tendría una clase magistral de antroposofía, con claves secretas para identificar elfos, duendes y salamandras en las zonas arboladas de la ciudad. Obtuve, creo, algo mejor: una conversación sin resistencias. Un demo del lado esotérico de la interacción humana, despojada de marcas y semblantes artificiales. Ahora, al recordar a M. contándome su muerte trágica en Kabul mientras le ponía más habanero a su filete de pollo, puedo verlo con una claridad precisa: las conversaciones más francas se parecen a estas, donde el misterio de uno mismo y de los otros se procesa en una zona libre de imaginación. Espacios donde las certezas y los juicios están rendidos al juego de una mente ilimitada. Donde todos somos, al final del día, criaturas gentiles pegadas a la tierra.

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