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Conversaciones memorables 13

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Luis Pérez-Oramas

Conversación con Paulo Mendes da Rocha, arquitecto

Coincidimos una noche en los Altos de Lapa, suburbio ajardinado de Sao Paulo.

Paulo Mendes da Rocha vino a hablarme de Reverón. Lo hizo con sencillez amistosa y con acuidad insuperable; y añadió a sus comentarios cierta memoria de un texto de Claude Levi-Srauss que se le había venido a los ojos frente a los paisajes blancos y sepias de Reverón.

Me habló, entonces, del Lince y la neblina.

Parece ser que el antropólogo francés enunció, en una de sus últimas obras, un mito nunca antes comentado. Ese mito existe en muchas partes y carece, como todo mito, de origen: es, pues, eco tardío y resonancia fósil, singularmente locuaz, de una voz inolvidable. Su motivo es la neblina primordial en cuya blanca e impenetrable densidad se disimula la presencia de otro, del vecino, del ajeno, del extranjero, del hermano, de aquel que aún no viene. Son las nieblas heladas de Alaska en las que viven esquimales y las nubes inmensas de la quema ritual en Amazonas; es la humaza de la paz que fuman todos los indios y la nube eclesiástica de incienso en los templos cristianos; es el humo del tabaco de los brujos y la blanca bruma de los magos; la polvareda ceremonial de ciertas danzas. En todas esas ocasiones, me decía Paulo Mendes da Rocha, “éramos dos y no lo sabíamos; éramos dos pero no nos veíamos. Y ya éramos todos”.

Me decía aquella noche Paulo Mendes da Rocha algo sobre el paisaje reveroniano que mi intuición no había cernido, y su voz pausada lo hacía, también, en la neblina.

Aquellos cuadros ciegos, aquellas nubes blancas y nieblas sepias fueron pintadas en los años más oscuros de Venezuela. Cuando no nos veíamos y éramos dos y aún esperábamos, como hoy, poder volver a ser todos.


Luz Marina Rivas

Desde hace un año, soy embajadora en Bogotá de La vida de nos, ese portal que es Venezuela escrita en el ciberespacio. Cada mes un grupo de migrantes venezolanos nos reunimos a conversar en torno a un texto de La vida de nos en un círculo de lectura. Las historias leídas hacen eco en las nuestras. M. debió dejar de ser abogada. Ahora se ocupa de proyectos sociales. A. viaja a veces a Venezuela, pero la siente ajena. En su último viaje se sintió como un “turista con amigos”. N. cuenta cómo fue el exilio de su papá: tuvo que salir del país, ya a una avanzada edad, porque su teléfono estaba en los contactos de otro perseguido. T., también exiliado, nos dice que no podemos imaginar cómo es tomar dos franelas, dos pantalones, una laptop y una foto de la familia para enfrentar la huida hacia Colombia por una trocha peligrosa. K. no tiene cuadros en su apartamento, porque lo siente transitorio. Quiere con todo su corazón poder volver a Venezuela para llevar las cenizas de su hijo fallecido, allí donde está su hogar. F.  publicó su historia en La vida de nos. E. y J.A. tienen poco tiempo en Bogotá. Decidieron salir de Chile, porque a sus hijos no les dieron visas. No se les permitía salir con pasaportes venezolanos vencidos, pero tampoco quedarse. P. e I. cuentan que sus hijas universitarias piensan migrar para hacer sus vidas en otros países, “seguir migrando”. C., nacida en Colombia, hizo su vida en Caracas. Hoy no se reconoce en la familia y amigos que dejó. Se ha dedicado a tocar el acordeón en hospitales y casas de refugio para sentirse útil y ayudar a otros. J.E., colombiano, enseña a niños venezolanos. En una y otra reunión, nos citamos unos a otros. Venezuela se nos hizo hablada; se nos hizo conversaciones memorables.


María Antonieta Flores

Elena Vera: “Todo lo que tarde la marea en reaparecer”

Había llevado conmigo un gatito rojo tallado en piedra de jabón. En esa época estaba fascinada con las posibilidades expresivas de la esteatita. Cuando entré, lo primero que busqué fue la colección de gatos que descubrí luego en una larga repisa, pero primero apareció el gato negro deslizándose sobre un sofá.

Ya había ganado el Ramos Sucre con El celacanto cuando conocí a Elena Vera en 1984. Fui su preparadora. Era la jefa de Cátedra de Literatura Venezolana en el Pedagógico de Caracas, y no había recibido clases con ella. Eso sería después, en algún momento antes de 1986, fecha en la que me gradué. En el postgrado de Literatura Latinoamericana no solo me dio clases, sino que fue mi tutora. Así es que teníamos varios años conversando cuando, por primera vez, visité su apartamento en algún año del primer lustro de los noventa.

Me animó a que, por primera vez, enviara un poemario a un concurso en 1985. Sobreviví 25 o 26 años en el mundo académico gracias a sus recomendaciones, propició mis primeras colaboraciones con el Papel Literario, me introdujo en el mundo literario con las debidas advertencias. Fuimos a varias reuniones de la Asociación de Escritores, a algunas sesiones de la Academia de la Lengua, a la fiesta inaugural del Círculo de Escritores en el Hotel President en Plaza Venezuela y al Callejón de la Puñalada.

Cuando ya estaba sufriendo un nuevo ataque del cáncer, tuvimos una conversación. No estaba lista como ahora creo estarlo: me dijo que sabía que iba a morir y que quería culminar con sus compromisos académicos. Era la tutora de una tesis y yo, una de los jurados. Fue una conversación con tizne, un tanto amarga, un tanto incómoda.

Ahora, en la memoria, es una llama que brota de las cenizas.


María Josefina Barajas

Conversar con la novia de mi hermano

A  Mercedes

Hay una conversación que inicié hace años con quien para entonces era la novia de mi hermano. La conversación ha ido siempre sobre la vida vivida por cada una. De modo que hemos ido hablando de cosas personales que cada quien por su cuenta va, hace y de los efectos de esas experiencias individuales en nosotras, también en los otros. Nuestra vida estudiantil vespertina-nocturna en carreras y universidades distintas fue y es una de esas actividades conversadas. También hemos hablado de la crianza de las mascotas y su duración. Atender la casa, comprar la ropa, los libros, ir al cine, criar a nuestros hijos y más. La lista de cosas pudiera parecer muy larga y haber tomado mucho tiempo para hablarlas, pero en verdad no ha sido así.

Ha sido más bien un hacerse cada una por su parte con su propia lista de asuntos en su peculiar temporalidad y hablarse en el entretanto para compartir los desenlaces, intercambiar las notas. Similar a unas vivencias simultáneas o a unas vidas cotejadas en el tiempo. Lo mejor de todo siempre ha sido poder seguir nuestro diálogo de forma continuada aunque no  habláramos desde hace mucho, como quien abre la puerta del carro, entra, se sienta y le vuelve a dar al botón de play de la canción; para nosotras, darle a play ha sido continuar la conversación pausada por horas, días, meses, a veces muchos meses. Esas conversaciones no eran olvidadas ni causaban el efecto angustiante de lo no expresado entre nosotras. Sin necesidad de recurrir a una nueva introducción de los asuntos, de manera natural, mágica, maravillosa en su esencia, nos volvíamos a poner en contacto y continuaba el hilo de las palabras:

—Ya tengo el libro, la base… todo el envío.

—Buenísimo.

—¡Y conseguí la medallita de San Antonio!

—Ah… no se perdió. ¿Cómo se iba a perder?

Así que mientras mi hermano y ella hicieron vidas distintas, ella y yo hemos ido logrando una conversacional hermandad.


María Pilar Puig Mares

Cuando Nelson Rivera me invitó a participar en esta edición especial, me figuré que su intención al rescatar tantas “conversaciones memorables” es la de hacer visible esa red que nos acerca al reducir tiempos y espacios para, por una parte, coincidir en el empeño común de celebrar el Papel Literario, ya convertido en reservorio de nuestra cultura y memoria. Por otra, traer a este hoy la remembranza de asuntos significativos expresados en conversaciones reveladoras, esas que, sin duda, todos atesoramos, bien tenidas con personas distinguidas o poco notables (¿de qué depende lo importante?) en lo político, social, literario o cultural. Se trata de una hermosa forma de tender puentes y mantener vivo el recuerdo de seres, anécdotas e ideas imprescindibles no solo para el protagonista, acaso para la memoria de la nación.

Entonces, la palabra memorable queda entendida, al menos aquí, como aquello que merece, debe, ser recordado; o aquello que, simplemente, se ha adherido tanto a nuestra memoria hasta resultar imposible apartar, reemplazar o ignorar. Prefiero esta acepción de memorable antes que la de famoso, renombrado, célebre o destacado.

Resulta casi imposible mantener un tono sin altibajos en cualquier conversa, aunque bien centrada en un determinado asunto; al recuerdo se fijan frases, gestos, miradas, intuiciones, tanto o más que las palabras. De esas conversaciones memorables, y muy pocas pueden contener las profundas resonancias encerradas en el sintagma, atesoro dos: una con escucha aún no conocido, mi hijo, que nacería al día siguiente; otra, sin palabras, un abrazo y una mirada larga, no triste, sino sabia y plena de amor, en el último fin de año que vivió mi madre. Pero son más propias para conservar en el corazón o integrar un diario muy, muy íntimo, y no uno para divulgar, como ahora tanto se estila. Por eso las callaré.


María Ramírez Delgado

La primera, la única versión: una conversación con Humberto Mata

No recuerdo si lo encontró en alguna tienda de discos o si fue un regalo, pero un día llegó a las manos de Humberto Mata una versión de la Misa en si menor de J. S. Bach, bajo la dirección de Masaaki Suzuki, así que —como solía hacer cuando encontraba algún prodigio musical o literario— me invitó a descubrirlo en su biblioteca.

Me senté en el chichorro de moriche que colgaba entre las dos paredes atestadas de libros. Humberto puso el CD en el reproductor y comenzó el coro: Kyrie eleison.

La música transformó la biblioteca en un oratorio. Él, sentado detrás de su escritorio, la escuchaba con una devoción mística (no hay otra manera de escuchar a Bach), pero luego de unos minutos, interrumpí para decirle lo mucho que me gustaba lo que oía. Humberto me miró e hizo una pausa, era usual en él —antes de empezar a hablar— contener el aliento como quien ya está conversando y se detiene para profundizar sobre un punto, y me dijo: La primera versión de una pieza musical que escuchamos se convierte en la única versión perfecta, sin importar si es una buena ejecución o no, esa será para siempre la única capaz de satisfacer nuestro deseo.

Y añadió que, aunque la versión de Suzuki era extraordinaria, no lograba alcanzar el esplendor de aquella primera interpretación que él escuchó de la misma misa en el tocadiscos de su hermano Enrique, siendo muy joven, en su casa en Tucupita.

Le pregunté si eso mismo se aplicaba a las personas, si esa primera conexión que tenemos al conocer a alguien determina cualquier posterior entendimiento del otro.

Hubo un silencio y luego de un rato agregó: Pero el otro debe resonar con fuerza en nosotros para poder escuchar, con los años, todas las versiones posteriores de su ser en el nuestro.

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