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Conversaciones memorables 12

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Luis Moreno Villamediana

(Néstor Leal—in memoriam)

Lo memorable es el reiterado fantasma de un efecto. Allí convergen las formas plurales del estilo —el vestuario, la reserva, los nombres significativos, las pausas. La discreción de Néstor Leal, mi tío, hace que el recuerdo de nuestras charlas tenga un clima amable —no apelaban a la confidencia dramática ni al reproche. Su paso por el grupo Apocalipsis o la dirección de Monte Ávila Editores no parecía relevante; algunos títulos eran para él más notables que cualquier reporte autobiográfico. Cuando a finales de los 80 leyó mis primeros ensayos, me aconsejó los artículos de Xavier Villaurrutia, las Prosas apátridas de Ribeyro y los libros esqueléticos de Julio Torri. Después le hizo llegar mis textos a César David Rincón, quien en 1990 los incluyó en la revista Puerta de Agua. Néstor me había hablado antes de María Granata, Héctor Bianciotti y Juan Rodolfo Wilcock. Los apellidos resumen hoy las oraciones que los incorporaban, y así conforman una especie de pedagogía atenuada, discontinua pero afectuosa. Y densa. Los intervalos larguísimos entre una charla y otra vulneraban simultáneamente los conceptos de autoridad y diálogo. Más que la armazón de una cultura o el apego que solicitan los maestros y santones, contaba para él la insinuación casi adventicia de posibilidades para una escritura incipiente. El tiempo transcurrido, a la vez, convertía esos encuentros en una paradójica pila de instantes simultáneos. Qué más se dijo cuándo —no importa; sé el orden de lecturas, reconozco la inflexión de su voz, los mesurados colores de su ropa. En un correo, Victoria de Stefano describió a Néstor como “taciturno, retraído, gentil, extremadamente culto y peculiar”. En esos adjetivos cabe la ética de la más elocuente sobriedad. Sí, hay personas, eventos, cosas que no cambian la vida: la confirman, sin grandes aspavientos.


Luis Barrera Linares

Tertulianza

De antiguas tertulianzas, reaparecen sentencias, frases y recuerdos convertidos en palabras que han marcado o impregnarán lo que somos o seremos. Fogonazos verbales que se aposentan en el cerebro del corazón y que, en ocasiones, salen a flote: desbocan emociones; son como catecismos irrenunciables, pivotes que revolotean en torno de nuestros orgullos y, si padecemos el síndrome de la escritura, a veces podrían servir de soporte para algunas actitudes que los ficcionautas asumimos, cuando construimos mentiras sin sentir culpa. Se vuelven parte de la egoteca que, en mayor o menor medida, todos somos y alimentamos.

Eso él lo sabía.

Y lo divertía.

A veces, el origen de ese principio guardado en las esquinas de la memoria proviene de afectos imborrables. Así se potencia la valía de cualquier dictamen. Elijo un ejemplo, para mí impepinable, y lo cito tal como lo almacené en mi inventario de fórmulas acuñadas desde la prudencia de mi interlocutor: cuando le preguntaba por qué tanta transgresión en sus cuentos y algunas novelas, con la mirada fija en sus manos ya temblorosas, percutaba un proyectil fulminante:

—Si tuviera que contar historias convencionalmente; sería yo un repetidor, un plagiario, como lo han sido muchos narradores, desde Gilgamesh.

En esa afirmación tajante cabía (cabemos) un aluvión de ficcionautas. Por eso él escribía atrabiliariamente, con humor y atrevimiento, sin temor a las perturbaciones idiomáticas. El credo secreto de un narrador debe golpear con fuerza de huracán —insinuaba—, violentar la frontera de lo posible. Hay plumistas que son apenas amanuenses irredentos; creen que relatar es proponer historias modositas; después de A, B, y luego C. Incluso, a veces buscan originalidad comenzando por C o por B: camino fácil. Nada de descogotar frases que desequilibren las neuronas.

Mi interlocutor se llamaba José Oswaldo Trejo Febres, venezolano planetario: siempre conjugó su primer apellido, como si se tratara de un verbo disruptivo, intruso ante los contares que no salen de la tradición: fue Troja, mucho Trujo, de desencajado Traje verbal. Las charlas duraron varias mieses. ¿La excusación?, mi incordura acerca de sus descoyuntamientes;  como misas asombradas de ojos brotudos musándose las cabuyas, sin sobremesías sesudos o desmesurados.

A la grata charlación de Oswaldo Trijo, y para evocar su estética, dedico este tertuliando con rompeduras de párrafo finaleciente.


Luigi Sciamanna

Higgins y Pickering

Conocer y conversar con Iván Feo ha sido y es aún por fortuna buena una de las experiencias más enriquecedoras y emocionantes. No fue poco tener de profesor en un salón de clases de nuestra Escuela de Artes en la Universidad Central de Venezuela al autor de Ifigenia, el film basado en la novela homónima de Teresa de la Parra y visto a sala llena en el Cine Radio City de Sabana Grande. Si una clase puede ser también una conversación, aquella sobre la función poética del lenguaje, más el inolvidable gesto con el que Iván ilustró cómo actuaba esa función con respecto a las otras, constituye una encrucijada cuyo significado comenzaría a revelarse a lo largo de los años incluso posteriores a los de la universidad convirtiéndose en un tema con variaciones. Para absoluta suerte, felicidad y curiosidad mías, ha reaparecido por necesidad de hablarlo una vez más sea mientras escuchamos ópera (Iván es pucciniano, yo verdiano); lo observo preparar cuidadosa y amorosamente las recetas de su mamá y que he tenido la suerte de disfrutar sentado a su mesa en compañía de Simonette y Andrés; o también cuando para con orgullo e inquietud míos nos visita como agudo espectador en nuestros montajes de teatro. A lo largo de este intenso proceso de nuestra amistad, que no excluye algunos enfrentamientos, se inició en el momento justo para mí la aventura de editar juntos el documental dedicado a Fernando Gómez que como un eslabón mágico nos une, porque para ambos, Iván y escribano, desde perspectivas y momentos privados distintos, Fernando es una figura trascendental. Sentados juntos casi un año editando ese documental, de lunes a viernes, de ocho de la mañana a seis de la tarde, esos encuentros resultaron una suerte de maestría porque conversar sobre poesía y poética, cine, ritmo, montaje, Historia, país, ópera, la mesa, dejaron en mí una experiencia que está activa siempre…


Lourdes Fierro Bustillos

Inolvidable profesor Lynch

(De la máquina de escribir de bolita, al mail)

Un día de 1982 acudí a mi cita con el profesor John Lynch (1927-2018), respetado latinoamericanista, para discutir el primer capítulo de la tesis con la que optaba al título de Ph.D. en Artes (University College London). Sin computadora personal, llevaba 50 cuartillas que transcribí con una máquina de escribir prestada, de esas de bolita. Mi proyecto de tesis había recibido ya dos premios del Committe of Vicechancellors and Principals of the Universities of the United Kingdom cuyos miembros lo habían calificado como “trabajo pionero”.

Lynch, perfecto caballero inglés, me recibió tranquilo, como siempre. Le entregué mi trabajo y comenzó a leer.

Primero palideció, luego enrojeció, devolvió mi entrega con horror:

—Usted no puede presentar esto.

—¿Por qué?, le pregunté extrañadísima.

—Para optar al título de doctor no comience con la revisión crítica de cuanto hay sobre el tema.

—Pe, pero, profesor, tartamudée achicada: no falta ninguna autoridad, pensador…

Sereno, interrumpió:

—Todo tiene que ser suyo, apóyese en su investigación…

—Ustedes aquí lo llaman “estado del arte”, repliqué…

—La suya es una tesis doctoral, un trabajo pionero. Redacte de nuevo y regrese.

Meses después informé a Lynch que iría a Caracas para completar mis datos venezolanos. Lynch me advirtió preocupado:

—Pocos latinoamericanos aspirantes al doctorado terminan sus tesis: en sus países carecen de recursos y tranquilidad.

Regresé a Caracas y un día, tras investigar en el Archivo General de la Nación, fui secuestrada y robada, dos pillos se llevaron además mi maletín con los preciosos datos que me faltaban… Algo he publicado.

Años después recibí un mail del profesor Lynch con una orden sutil:

—Salve su investigación.

Mi querido profesor Lynch, ¡cuánta razón!


Loredana Volpe

Traición

Ask your machine there what makes a man a traitor”.

Hay algo que me ha parecido curioso, aunque seguro que ya alguien se ha dado cuenta. Releyendo La mano izquierda de la oscuridad, años después, para nuestro club de lectura de Ursula Le Guin, me ha parecido encontrar una mención a algo que no había advertido en mis lecturas anteriores, quizá porque no lo estaba buscando y resulta que ahora aparece porque el término está por todas partes. A lo que iba: en el capítulo 3, cuando el enviado del Ecumen, Genry Ai, el protagonista de la novela, se reúne finalmente con el “rey loco”, se comunica de forma simultánea desde Gueden, en una demostración memorable, con un planeta que está a setenta y dos años luz por medio del ansible  —término y artefacto creado por Le Guin y que aparece por primera vez en la novela El mundo de Rocannon, en 1966—, los miembros de la Liga de los Mundos del Ecumen consultan a un “ordenador de conocimientos filosóficos” (“a philosophy-storage computer”) para dar respuesta a la extraña pregunta del rey: “… por qué traiciona un hombre?”*. La respuesta nos deja desorientados: “No sé por qué traiciona un hombre. Nadie se confiesa traidor, y es difícil una definición adecuada”. ¿Es este “ordenador de conocimientos filosóficos” una inteligencia artificial en una novela de 1969?

No lo había pensado, dice alguien. ¿No será un buscador?, le responde otra persona. Pero el mensaje va firmado por un tal Spimolle, G. F., dice Mònica. Sin duda, replico, pero han consultado la respuesta en una computadora y esta ha respondido como solo un ChatGPT podría hacerlo. Aunque el término de Artificial Intelligence fue acuñado en 1956 por John McCarthy haciendo referencia a “una máquina lógica”, comenta Jimena. Lo definió, toma el relevo otra lectora, como: “La ciencia e ingeniería de hacer máquinas inteligentes”, citando la respuesta arrojada por un buscador del siglo XXI. Y además, continúa Jimena, hay un cuento de 1935 en el que se menciona por primera vez una suerte de modelo de realidad virtual al que se puede acceder por medio de unos “googles” o lentes, que te permiten adentrarte en una especie de sueño en el que todo se aprecia desde tu punto de vista —que bien podrían hacernos pensar en las nuevas Apple Vision Pro—, y en el cuento puedes oler, probar y tocar lo que te rodea, incluso puedes hablar con algunos personajes o sombras y ellas te responden. ¿Cómo se llama el cuento? “Pygmalion Spectacles”, de Stanley Weinbaum, que murió a los 33 años, responden después de consultar al Google. Igual que Cristo.

Que también murió traicionado a esa edad.

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