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Conversaciones memorables 11

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Julio Túpac Cabello

Un niño triste y condenado

Esa tarde la habíamos pasado en medio de su biblioteca, que además de numerosísimos estantes, tenía en el centro del espacio una suerte de laberinto cuyas paredes eran torres de libros.

La democracia estaba por terminarse y muchos lo temíamos. Él lo había anunciado bastante antes, aunque paradójicamente también era señalado por catalizar la desgracia.

La conversación estaba por terminarse, pronto nos iríamos de su adusta, clásica y tradicional casa de Alta Florida, donde vivía gente acomodada de la Caracas de otros tiempos, con una finura modesta.

Recuerdo claramente el olor. Me llamaba la atención. Uslar Pietri, con su viudez y sus 92 años, olía a una vejez que se parecía al olor de los niños. No sé si era alguna crema, o un inevitable parecido que conecta a una etapa y otra de la vida.

Y entonces me atreví a preguntarle, fuera de todo temario previsto, qué se sentía haber llegado a esa edad y tener la historia de todo un siglo del país en sus memorias, en su diario analizar, en su información procesada.

Su respuesta no pudo sorprenderme más. Después de un silencio, Uslar me contó sonreído y con cierta picardía que, en primer lugar, a su edad las letras eran muy pequeñas, por lo que usaba un sistema grande de lentes/lupas, con los que se le hacía posible seguir leyendo, porque ya la vista no le alcanzaba para la tipografía regular de los libros. Entonces procedió a enseñarme su artefacto.

Y luego, su mirada se perdió en el techo. “Creo que es muy difícil la soledad”, completó.

Se me hacía imposible que Uslar se sintiera solo. Vivía de compromiso en compromiso, entrevistado, consultado, celebrado, criticado. A pesar de su edad, era un hombre lúcido y vibrante, independientemente de los acuerdos o desacuerdos con sus ideas y acciones.

Entonces él mismo se explicó sin que se le preguntara. “No tengo con quién comentar gran parte de mis recuerdos más importantes cuando era niño o jovencito. Casi todos mis amigos, los que podrían recordar conmigo aquellos años, se han muerto… Mis recuerdos de la infancia solo existen en mí”.

Y entonces, al darse cuenta de lo que decía, y sintiéndose inesperadamente indefenso ante su propia idea, sus ojos se aguaron. Y quienes estábamos presentes nos figuramos aquella silenciosa tragedia que no habíamos previsto, quizás, tan de cerca. Y que habría sido difícil de imaginar en semejante personaje.

Aquella gran figura del continente, resuelto, solvente y orgulloso, con una obra escrita y un legado oral que lo respaldaban como a pocos seres humanos, tenía su gran vulnerabilidad en la soledad de sus recuerdos, en la incapacidad que tenía su memoria para dialogar con la de otros congéneres. Aquel niño que en su imaginario recreaba otros tiempos, no podía juntarse con nadie de su época.

Era, aquel, un niño triste, sin duda. Viviendo en el cuerpo de un nonagenario reconocido. Pero un niño desconocido. Apresado y condenado por vivir tanto tiempo.


Karl Krispin

Elogio de la conversación

En su prólogo al entrañable libro de memorias de Eduardo Michelena, Vida caraqueña, Arturo Uslar Pietri deja caer una máxima estelar: “En aquella Caracas el que no conversaba era tenido por sospechoso”. Conversar era de rigor y se convertía en una distendida forma de comunicación con la sana holganza del tiempo. Traigo la impactante frase de Stefan Zweig respecto al poeta Rainer Maria Rilke: “Tras una larga conversación con él, uno era incapaz de cualquier vulgaridad durante horas e incluso días”. Las grandes conversaciones tienen eso de sanadoras y enaltecidas, porque después ya nunca sé lo mismo, y un cambio vertiginoso se pone en marcha. La amistad antepone la conversación. Si no hay conversación no hay amistad. Es como el punto mínimo de entendimiento. En algún momento de mi vida me hice amigo de algunos ancianos venerables a quienes visitaba con el sólo propósito de conversar: Arturo Uslar Pietri, Isaac Pardo y Tulio Chiossone. Parte de la comprensión de la historia de Venezuela la fijé en esas tardes a las que regreso con nostalgia en mi memoria. El mundo contemporáneo boicotea la conversación con la obsesión de los móviles y el onanismo del autorretrato. Los sospechosos habituales calumnian con que nadie tiene tiempo cuando nuestros horarios jamás han tenido tanto desahogo. Amenazan a la conversación la locución uniforme de las agendas identitarias y la tiránica corrección política porque para conversar se requiere libertad, respeto y nunca censura.  Uno de los anatemas de mi época de juventud era decir que alguien no tenía conversación. Nada mejor que una conversación inteligente y amena, y de allí sabremos qué tipo de arte se alcanza, para lo cual se requiere ingenio, tema, interés, y no estar pendiente de a qué hora hay que tomarse el selfie.


Katherine Chacón

De las mil formas de decir «te quiero»

—Tenemos tantos años conversando que no veo por qué debamos terminar así, tan abruptamente, esta relación.

―Es por el sueño que me has contado. Está claro que ya no necesitamos seguir viéndonos.

―¿¡Sólo por un sueño!? No, no me parece. Bueno…, quizás tengas razón…, pero… ¿no hubo ningún indicio previo, algo de mi vida en vigilia, que sustentara esto? No sé… un sueño es algo tan irreal…

―No, no hubo ningún asomo determinante. Pero, si te pones a ver, buena parte de nuestro vínculo se ha construido a través del relato de tus sueños.

―Es verdad. Y eso ha hecho tan entrañables nuestras conversaciones… Hablar de los sueños es como hablar de arte, hilar asuntos esquivos, inmateriales, con la certeza de que la interioridad es una realidad, si no tangible, igual o más viva y potente que ésta.

—A lo largo de estos años han sido muchos los sueños que te he contado; en cierta forma me he desnudado frente a ti. Tener una escucha como la tuya, atenta y sabia, ha sido un privilegio, aunque te confieso que me hubiera gustado conocer tan solo uno de los tuyos. A estas alturas ya no me quejo, pero el desbalance de esta relación ha sido, por momentos, algo frustrante.

―Así se plantearon las cosas desde el principio.

―Es así. Pero esto es un adiós y ciertas cosas deben ser dichas. Tú y yo somos un hombre y una mujer que han conversado a solas e íntimamente por años. Nunca me enamoré de ti, pero en mis sueños tú has dado imagen a un amor perfecto y total que solo en ese plano he sido capaz de sentir.

―Querida K… ¿sabes que también tú has aparecido así en los míos?…

Que sea buena tu vida.


Katyna Henríquez Consalvi

Su virtud es callar

Nos encontramos en un café de la ciudad. Yo algo nerviosa quería celebrar la gran noticia. El poeta entra acompañado con paso lento y cansado. Viene de camisa, chaleco y pantalón marrón y, como es habitual en él, con su legendario maletín de cuero cargado al hombro. Me saluda con mirada cómplice y se sienta a mi lado. Callado porque su virtud es callar. Pide una copa de vino tinto y yo me dedico a observar mientras el resto de convidados lo celebran. Él asiente tímido pero atento y con mirada penetrante; desliza su mano por el cabello, se mira las manos. Callado pues lo sabemos hecho de silencios. Mientras lo observo pienso cómo su palabra cruza mares y despierta volcanes. Cómo de ella germinan flores antiguas en desiertos de nieve. Busco el momento y las palabras para felicitarlo pero prefiero levantar mi copa y brindar con un gesto cómplice. Al fin me ánimo y le digo que estamos felices, que su premio es el premio de todos y que  gracias a él todos somos Cervantes. El poeta me sonríe como solo sonríen los poetas y toma otro sorbo de vino. Entonces carraspea, siempre carraspea antes de hablar desde su garganta suave pero tempestuosa. Se acerca a mi oído y me dice: “Yo que nunca he sabido quién soy, ahora lo sé menos”. Toma otro sorbo, lo degusta y yo le contesto que lo entiendo pero le cuesta escuchar y prefiero dejarlo en el mar de sus pensamientos. De nuevo se acerca y me cuenta inquieto lo que un  joven lector le había dicho esa mañana: “Poeta, usted es infinito”, e imaginas, K, me dice, “yo que no tengo biografía, que vivo desde el asombro, no alcancé a decirle: Joven, el infinito es usted”. E inclinó su cabeza con la humildad de un sabio.


Leonardo Rivas Lobo

Tríada de respuestas para sortear el desaliento

Siempre me ha gustado conversar. Disfruto la calma de estar junto a uno o varios amigos y escucharlos relatar una anécdota divertida o contemplar cómo dejan una reflexión –o pregunta– tendida sobre la mesa como otro aperitivo para el disfrute de todos.

Recuerdo una conversación que tuve con dos grandes amigos, hablo de Rosbelis Rodríguez y de José Javier Malaguera. Estábamos reunidos en la residencia y al avanzar la noche surgió la pregunta: ¿cómo trabajar y escribir sin sentirse agotado? José fue quien encauzó la conversación hacia ese derrotero. Él se preguntaba:

—¿Será que escribe mejor quien no tiene que matarse trabajando en tareas ajenas a la literatura?

Rosbelis respondió:

—La escritura comienza en la cabeza, lo demás es circunstancial. Por ejemplo, cierta persona que vive en Europa no es la lumbrera de la literatura venezolana de este siglo… Tiene los recursos, el tiempo y la formación para generar una obra, pero no es así. El «genio» se tiene o no se tiene, lo demás es añadidura.

Yo callaba y pensaba que Rosbelis había sido aguda, las buenas preguntas se descosen así. Después, dije:

—Concuerdo con Rosbelis. Los medios dan sosiego, conexiones y formación, pero no mucho más. Sin «genio», todo eso es un castillo en el aire. Hay excepciones también, algunos cuentan con recursos y «genio», son escasos ellos…

No recuerdo mucho más… —aprovecho para disculparme con Rosbelis y José, si he tergiversado algo de lo que dijeron esa noche—.

Esa conversación es importante para mí porque me ayuda a confrontar una inquietud que nunca me abandona: ¿por qué escribir sobre/fuera de/desde/en este país que incendió mi porvenir? Por eso creo que estas palabras son memorables, tal vez funcionen como un imán que atraiga mejores respuestas o reflexiones sobre lo que significa la escritura de ficción o poesía para los que hacen de todo, menos dedicarse a sólo escribir literatura sin (pre)ocupaciones.


Leonardo Rodríguez

Risas caraqueñas

Fingía dormir y escuchaba la conversación caraqueña de los mayores. Llegábamos de Cumaná en la madrugada; los mayores eran mi tío Alberto y mi tía Alicia, otros parientes de paso o de visita, desde muy temprano en diligencias varias. Caracas era el lugar del papeleo y de los médicos y del Metro y de las calles que daban a otras calles sin fin. Nosotros de repente éramos embajadores honorarios por decisión propia: de Cumaná se llegaba con regalos, sobre todo comestibles. Estos regalos cumaneses revertían en la fábula misma de nuestra ciudad oriental, como un gesto de honor. Mi tío Alberto era cumanés, capitán jubilado de la marina mercante, sus tirantes invariables una reminiscencia de sus jornadas nómadas; mi tía Alicia, de Puerto Cabello, sus tacones bajitos un anuncio de mundanidad jubilosa; la casa, una vieja quinta de Puente Hierro algo destartalada. Al descansar del viaje nocturno, fingía dormir y oía risas. El trasiego de la mañana parecía girar entorno a las risas de mis tíos, risas caraqueñas —incluso muy caraqueñas, por ser también cumanesas y porteñas, siempre costeras— por elección. No parecían depender de un motivo específico, ni siquiera de un chiste; las risas eran lo que le daba lugar a la conversación. Cuando pienso en lo que perdura de aquellas voces, recuerdo esa resonancia, señal de que la ciudad era también nuestra. Si me preguntan qué salvaría del proverbial incendio caraqueño elegiría esas risas.

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