Papel Literario

Conversaciones memorables 10

por Avatar Papel Literario

Javier Conde

La tribu

Mantengo una conversación con Mario Vargas Llosa a la distancia, física y temporal. Solo una vez hablamos frente a frente  —una entrevista para El Nacional en su última visita a Caracas—, pero fue eso, una  entrevista. No pude convertirla en una charla distendida.

Abordé sí el tema que me interesa: el Vargas Llosa del 67, cuando recibe el Rómulo Gallegos y milita en la idea de la revolución, aún faltaban unos años para el Caso Padilla;  y el que tengo sentado frente a mí, un liberal influido por autores que más tarde recreará en La llamada de la tribu (2018): Adam Smith, Ortega y Gasset, Von Hayek, Popper, Aron, Berlin y Revel.

Converso conmigo a partir de él. Padezco de una malformación izquierdista de juventud, no tanta, sin embargo, como el personaje de Historia de Mayta. Un catecismo impartido en círculos de estudio con mucho Lenin, Mao y algo de Trosky a hurtadillas. Pocos autores del patio y ni por asomo aquellos que van contra la corriente de los ismos: colectivismo, voluntarismo, marxismo. Dieta sin sal.

Sus textos, le digo, pasaron de un rechazo infantil a la admiración. Primero sus novelas —La guerra del fin del mundo, más que otras. Después los ensayos y, más recientemente, las conferencias en la web. Un libro con audio e imagen.

Café en mano en la cocina de la casa hablo a solas. Incluso en voz alta con alguien conocido o un desconocido al que le saqué unas palabras en la fila del mercado. Me veo burlándome del nacionalismo que insufla tantos pechos, del estatismo que mete en cintura a empresarios y medios y nos intoxica a todos. La libertad espanta, dice quien me imagino que me oye,  porque primero hay que comer. Se está mejor, me digo, fuera de la tribu.


Jairo Rojas Rojas

El maestro

Es noviembre de 2021 y estoy con Corina Maruzza en Valizas, en la costa uruguaya. Es la última estación de nuestro primer viaje juntos, luego de haber conversado, aislados, en dos países distintos, durante un año.

Atrás han quedado otros paisajes maravillosos que habitan, como tesoros, la memoria. Desde la puerta de la casa, estamos a solo unos pasos del Río de la Plata. Nos preparamos para desayunar en el porche, frente a esa grandiosidad sin vecinos ni turistas a la vista.

Qué misteriosas son las criaturas con las que se entretiene el Señor”, dice Corina mientras observo el esqueleto de cangrejo que ella contempla. “Anoche, mientras caminábamos por la costa”, digo, “todo me parecía misterioso, inabarcable y vasto. Nuestros pasos en la penumbra, y la respiración de ese gran ser que es el agua, ayudaron a esa emoción indescriptible. “¡Cómo olvidar esa caminata!”, dice ella, “fue una experiencia única. ¿Quizás así haya nacido la poesía?”. “Cierto, es ese asombro ante el misterio”, respondo. Corina levanta la hoja de un árbol y dice: “Pero el microcosmos también es impresionante, fijáte en el increíble diseño de esta hoja. Es perfecto. Precisamente ahora ando escribiendo sobre hojas, apenas descripciones, pero también se vuelve un universo… ¿será posible?”

A pocos metros, casi justo enfrente de nosotros, un joven con su cargada mochila y su sombrilla roja se dispone a instalarse justo ahí. “¿Por qué justo acá?”, digo indignado, “¡con tanto lugar, nos viene a quitar la vista!”.  “Pero… ¡qué inoportuno! ¡¿No se da cuenta?!”, exclama Corina. De pronto el paisaje se ensombrece.

Unos minutos más tarde, el joven, sonriente, se acerca y pregunta: “¿Podrían cuidar mis cosas mientras regreso?”. Corina, asombrada, responde: “¿Podrías ubicarte más al costado?”. El joven, sorprendido, mira el mar. Luego, se dirige hacia nosotros y dice: “Pero si tienen toda esta inmensidad”.  Y se va.

La sombrilla abierta es apenas un punto rojo perdido entre la vastedad.


José Pulido

Las recomendaciones

La conversación —un tanto mecánica cuando es entrevista— se convirtió en un trabajo durante buena parte de mi vida. El diálogo como búsqueda de trascendencia para una personalidad o una obra. A causa de ese esquema llegué a pensar que no existían las conversaciones crudas, esas que culminan con una confesión.

Juan Manuel Polo era mi jefe en el periódico y también funcionaba como un noble sustituto de padre. Por eso le confié que no me sentía bien haciendo entrevistas. Él solo comentó: “Necesitas poesía”. Y no entendí nada.

Entonces agregó:

—Para conseguir una buena escritura debes acercarte a la poesía. Y para acercarte a la poesía tienes que ser humilde. Si no aceptas que estás en un piso muy bajo del conocimiento te quedarás estancado. Ni siquiera sabes amar: solo transitas en lo básico. La humildad es entender que eres ignorante y efímero —alegó.

A continuación, me demostró que estaba infectado de lugares comunes y de errores ortográficos. Y lo peor: de falsas creencias.

—¿Qué quieres que haga? —le pregunté, y me quedé esperando. Entonces me lanzó aquello:

—Necesitas mantener activo el deseo de saber y de adquirir experiencias. Leer y vivir.  Y la más recomendable manera de vivir es ayudando sin juzgar a nadie.

—Me quieres matar de aburrimiento —le dije usando mi malcriadez acostumbrada. Y Juan Manuel me alcanzó con uno de sus latigazos:

—Si quieres diversión busca trabajo en un burdel.

Juan Manuel sostenía que la humildad sirve para crecer porque mide tu verdadero tamaño.

Le confesé que no entendía la relación de la poesía con las entrevistas o los reportajes. Y entonces me dijo que uno no debía escribir por escribir. “Hay que conseguir que la escritura tenga vida”.

—La poesía es un lenguaje diferente a nuestra tosquedad de pensamiento. Habita en nosotros, pero necesitamos mejorar los sentidos para que aparezca —me dijo y sin entenderlo a plenitud supe que yo, en ese momento, ya no era el mismo.


José Rodríguez Iturbe

Fue una conversación continuada sobre un mismo tema. Ha tenido, sigue teniendo y tendrá fuerza en mí hasta el fin de mis días. Cuando, poco antes de mis 20, le dije a mi padre que había tomado una decisión existencial, me respondió: Hijo, es tu vida. Que Dios te bendiga y obra con santa libertad. Cuando pocos años después le pregunté a S. Josemaría Escrivá qué le diría a un hijo suyo que fuese político, me contestó (es lo que recuerdo): No hablo nunca de política, pero le diría que fuese muy amigo de la libertad; porque la libertad es el mayor don que en el orden natural el Creador ha dado a la criatura humana, así como en el orden sobrenatural es la gracia. Esa conversación sobre la libertad ha tenido, luego, distintos interlocutores y no pocas variantes. Pero, sin duda, los dos diálogos, breves por demás, que he referido, marcaron de manera indeleble mi concepción del mundo y de la vida. Así lo veo en la cercanía de mis 83. Intelectualmente, me ayudaron a entender mejor, ante el ¿Libertad para qué? de Lenin, la rotunda respuesta de Maritain: Para que el hombre sea hombre. Y literariamente me sirvieron, de mano de Solzhenitzyn, a comprender con mayor profundidad que no sólo el hombre tiene libertad, sino que es libre. Me refiero al diálogo entre el torturador y el detenido político, en Pabellón de Cáncer, donde el detenido le dice, para asombro e incomprensión del agente bestializado, que le podrá quitar la vida, pero que él, el detenido, es y seguirá siendo un hombre libre mientras que su represor seguirá siendo un esclavo del sistema. Sin conciencia del carácter ontológico de la libertad no puede valorarse la dignidad de la persona humana, de toda persona humana.


Josefina Benedetti

Inocente Carreño… y yo

Pocas veces he tenido la oportunidad de compartir con alguien tan ingenioso como el maestro Inocente Carreño. No puedo ni quiero olvidar una tarde en su casa, cuando le llevé el primer ejemplar del disco compacto que habíamos grabado con sus obras. Lo primero que preguntó cuando se vio reflejado elegantemente trajeado en la portada del mismo fue: “¿Quién escogió esa foto tan fea para la portada?”.

Angustiada le respondí que había sido yo; era una de las que se habían tomado especialmente para dicho fin. Sonriendo me respondió que le había solicitado al fotógrafo que lo pusiera bonito… que yo tendría que haber hurgado entre sus fotos viejas para encontrar una en la cual estuviera joven y buenmozo.

Seguía riendo.

Escuchó el disco con ojos húmedos de emoción. Dirigía en el aire algunos trozos y asentía con la cabeza. Me dijo que nunca había tenido un maestro que le enseñase dirección de orquesta. “Aprendí viendo dirigir a los otros”. Luego volvió a las andadas preguntando la razón por la que lo habíamos titulado “Margariteña”, ya que la gente creía que era lo mejor que había compuesto, pero que, peor aún, que era su única obra, lo único que había escrito. “¡Y mira que tengo obras!”.

De nuevo comencé a temblar, explicándole que habíamos seleccionado ese título porque el gran público amaba esa música, que era muy conocida. Así, cuando compraran el disco compacto, tendrían la oportunidad de apreciar las otras dos que se encontraban en el mismo CD.

Riendo me contestó que no estaba tan seguro de que les iban a gustar. “Allí está grabada la Suite Sinfónica nº 1. Me salió más o menos. Yo quería que el tercer movimiento sonara como el bolero de Ravel, pero no lo logré”. Más risas.

Fue una de las tantas conversaciones maravillosas con este personaje, porque sólo un gran hombre es capaz de reírse de sí mismo, manteniendo esa sencillez en un  mundo que lo aclamó hasta que se fue.


Juan Carlos Chirinos

No invento nada bueno

Esta conversación comenzó en 1972 o 73, no recuerdo bien, todavía era un bebé, así que recuerdo trazos, imágenes, frases, miradas. Una vez me dijo que los cordones de los zapatos se cruzaban por aquí y por acá, y para que no se te deshaga, pon el dedo en el medio del nudo. Todavía me amarro los zapatos como cuando tenía cinco años: si quito el dedo, los cordones salen volando, y siempre temo que, cuando camine, me los pise. Por las mañanas, nos enseñaba a mi hermano y a mí a afeitarnos con una maquinilla sin hojilla; siempre dejaba un bolívar en la repisa de la entrada para que el primero que llegara, pagara el periódico (sí, El Nacional) cuando lo trajera el repartidor: como costaba real y medio, el feliz pagador se podía quedar con el medio restante: una fortuna. También dejaba que practicara mi primera profesión: armado con un pequeño cajón y una sillita que mi abuelo me había hecho, le limpiaba los zapatos, una de mis mayores alegrías. Muchos años después, me enseñó a lavar y pulir los carros de la casa: yo cada vez era más rico. En vacaciones, en la piscina y en la playa, se empeñaba en enseñarme a nadar, creo que inútilmente: soy demasiado andino para las olas de su querido Falcón. Por las noches, cuando no entendía cómo resolver polinomios, detenía lo que estuviera estudiando en ese momento y, después de examinar mi problema, iba hasta el libro que me ayudaría y me lo entregaba, aconsejándome sobre la mejor manera de utilizarlo. Siempre así, lacónico, sin verborreas atormentantes, con ejemplos, como si fuera una enciclopedia de carne y hueso. Este diálogo con mi papá, el más importante que he tenido jamás, duró hasta mis 53 años (ahora solo lo tenemos en sueños); fue un maestro al que apenas le escuché decir una grosería en su vida; una vida conversada que me hace ser como soy y como no soy. Pablo Ramón Chirinos ha sido —en sus silencios (a veces largos ensimismamientos que yo llenaba de preguntas), sus carcajadas ante mis ocurrencias infantiles, su decepción ante mis rabietas de adolescente y sus frases certeras (un clásico es su «¡este muchacho nunca inventa nada bueno!»)—, el más útil, largo y hermoso diálogo de cuantos he tenido la suerte de sostener. Y por ello siempre estaré lleno de gratitud.