Papel Literario

Conversaciones memorables 1

por Avatar Papel Literario

Adhely Rivero

Un alma distraída

O dia mais longo do homem/

Dura menos que um rêlampago.

L. I.

Felices los que poseen un alma distraída”. Sé lo oí decir al poeta Lêdo Ivo en Valencia, cuando lo invitamos al Encuentro Internacional Poesía Universidad de Carabobo en el 2004, a un homenaje compartido con el poeta Alejandro Oliveros. Recibieron la Orden en su Única Clase Alejo Zuloaga Egusquiza.

Conversamos de nuestros orígenes, él de Maceió, estado de Alagoas, al sur de Brasil, y mi persona de Guadarrama, estado Barinas, al sur de Venezuela, vinculados a lo rural.

Le comenté a Lêdo mis aspiraciones de jubilarme de la Universidad y retirarme al paisaje de mi infancia, entre ríos bucólicos, animales, un mundo de añoranzas, la tierra.

Me habló que la Universidad no cura lo ingenuo. Volver atrás es imposible. La vida es un tren de pasajeros que sube y baja hombres y mujeres en muchas estaciones en idas y vueltas continuas, pero nunca repetirá el primer viaje.

Lo que dejaste atrás consérvalo en el recuerdo. La memoria es un cajón de peretos.

Yendo a Puerto Cabello a un recital, Lêdo detuvo el vehículo y pidió entrar a lo que él suponía era una iglesia. Le explicaron que no era un templo, que eso era un motel llamado Aladín, donde acudían las parejas enamoradas.

Dijo: Sí, es un templo donde las parejas también se acercan a Dios cuando en un suspiro elevan sus plegarias al santísimo.

De aquella lectura de Lêdo en Puerto Cabello conservo este verso:

“He aprendido poco en mi vida y lo que sé alcanza apenas para vivir”.

Me acuerdo de la ida del amigo y hablo: Dios lo tenga a su lado. Hoy me he sentido solo en esta planicie verde en el llano.  Sé cuánto queremos a Lêdo Ivo.


Aglaia Berlutti

El limbo

Hará unos tres o cuatro años, llevé a cabo una serie de crónicas sobre mujeres sobrevivientes al cáncer. Cuando comencé, tenía la idea más o menos dramática e, incluso, levemente romántica, que sería un recorrido por la forma en cómo concebimos la vida y la muerte, pero en realidad se trató de algo por completo distinto. Seis meses después de comenzar el proyecto, lo abandoné por el dolor emocional y espiritual que me produjeron los relatos y las confidencias de los pacientes que decidieron contar sus historias. Poco antes de que eso ocurriera, una de ellas me insistió en que debía continuar porque “escribir sobre lo que ocurre en medio del limbo es necesario”. Carmen (no es su nombre real) era una mujer de cincuenta años que había sufrido un agresivo cáncer de mama y después un rebrote en el útero. Al final, en menos de un lustro, su vida, y como la concebía, cambió para siempre.

—¿El limbo? — pregunté.

— No somos nadie ni estamos en ninguna parte. ¿No lo sabes? Lo que quiero que sepas es que es necesario que alguien cuente estas cosas  — me dijo —,  es necesario que la gente sepa cómo se sienten los sobrevivientes. Nadie piensa en eso. Menos en un país como el nuestro.

Un país como el nuestro, sin duda, lleno de todo tipo de dolores. Un país como el nuestro, en que las tragedias abundan y también la insoportable percepción de que el gran cataclismo moral y cultural nos arrebató incluso la compasión, la capacidad de asombro, la simple idea de asumir que la solidaridad es necesaria.

—Cuando enfermas,dejas de estar en alguna parte. Eso lo entendí apenas me dieron el diagnóstico. La gente habla de ti en voz baja, te mira con miedo. Como si la desgracia fuera contagiosa.

— Somos un país muy joven  — me atreví a decir —,  tanto como para que todavía nos dé miedo la muerte y la enfermedad.

— ¿Tú dices que es por eso?  — miró la grabadora diminuta que solía estar encendida en la mesa de noche cada vez que conversábamos —,  ¿tú dices que es cosa del país? ¿De Venezuela que nunca madura, nunca crece?, ¿siempre niña?

—No sé. Cabrujas decía que somos un país en tránsito  — atiné a decir —, que de Capitanía General nos queda el aire de cuartel desordenado.

— Qué tino tenía el viejo para describirnos  — Carmen soltó la risa. Grave, dura —, pero es así. Este es el país que somos. Una muchachada aturdida y siempre tropezando de un lado a otro.

Carmen había sufrido una mastectomía doble y, también, una histerectomía completa. Miré su habitación. Para Carmen, era un refugio. Miré sus libros amontonados en las esquinas. Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett sobresalía del montón. Le pedí permiso para tomarlo. También me gusta mucho ese libro.

—¿Sabes por qué se llama así el libro?  — me preguntó Carmen. Asentí.

— Por la cita de Unamuno  — respondí.

— Por la cita de Unamuno  — repitió en voz baja. La luz de la ventana la hacía lucir cadavérica —, pero también porque la muerte no tiene nombre. No sabemos contra qué luchamos para impedirla, que es lo que estamos tratando de evitar. Mira, cuando tuve mi primer diagnóstico, el miedo era tan difícil de superar que creí que me mataría antes del cáncer. El miedo es una vaina seria, mija.


Alba Rosa Hernández Bossio

Las conversaciones  persistentes en mi memoria no ocurrieron sino en la imaginación y el deseo, mis mejores palabras las dije en silencio. Desde niña más que de los libros deseaba las inéditas —indicta— de mis padres. Como cuando, entregándole a mi papá mi tesis de Maestría sobre la retórica de José Antonio Ramos Sucre, con intenso asombro exclamó: “¡Ramos Sucre! ¡Yo lo conocí! ¡Lo veía mucho! ¡No sabía que era poeta!”.

Mi padre, José Manuel Hernández González, fue doctor en Ingeniería Civil de la UCV en 1928 y yo, cegada, no había tomado en cuenta que era protagonista y  testigo del tiempo y  la misma Caracas donde Ramos Sucre estuvo presente desde septiembre de 1910 a diciembre de 1929.

Entonces quedamente rememoró  las especulaciones sobre su inagotable cultura inaccesible, el suspenso ante su personalidad de genio o de loco. Verlo  dando vueltas por las calles del Centro, rondando la Universidad y la Cancillería, conversando en la Plaza Bolívar o frente al diario El Universal  en Las Gradillas, la calle donde mi padre residía, casa de su prima Nini Sutherland, casada con el hermano de Dolores Amelia Núñez Cáceres, la  esposa de facto de Juan Vicente Gómez.

Él evocaba, ampliando lo que otros habían referido, traducido a sus propias palabras —indirectamente  aludidas—, pero referían también a un momento desconocido de su vida de estudiante, narrado con su hablar  comedido y sin desentono. Con su oído absoluto había sido un niño prodigio en el piano, que interpretaba en los trasatlánticos de paso por Curazao, donde nació y vivió —siendo su padre un exilado de Cipriano Castro—, hasta que, a los doce años, regresó con su familia a Caracas, cuando el flamante Juan Vicente Gómez se estrenaba decretando la amnistía de los exilados y presos políticos.

Pero la revelación fue su exclamación: “¡No sabía que era poeta!”, respondía: “Muy pocos lo sabían”, para disculparlo con la verdad. Cierto, él no podía recordar que lo llamasen poeta ni poemas sus desconcertantes textos breves que aparecían en los diarios y revistas de Caracas, desde 1911 hasta 1929 (cuando se  detuvo su  publicación), y que todos  podían leer, sobre todo en El Universal, donde aparecieron ciento veintiséis de los casi doscientos de ellos, en la lingua d`arte y el modelo único de poema en prosa que sólo a él pertenece, recolectados después en tres libros. Y mi padre no había recordado estos “poemas” que podía leer, o al menos ojear  en  los diarios y revistas presentes en casa de su prima.

Sesenta años después me figuraba  su vida de estudiante que, además,   trabajaba en una fábrica guardando una reserva absoluta, porque su casa estaba bajo sigilo. Él podía percibir “el falaz parabién de un sicario” o “los silenciarios” de Ramos Sucre.

Días después me devolvió el trabajo con muchas líneas subrayadas finamente y su rostro y su mirada hablaron por él. Para memoriarlo usé  las  palabras iniciales de su conversación como epígrafe del  libro cuando en 1990 fue publicado y él  había muerto hacía cinco años.


Alberto Fernández R.

Durante los últimos cinco años he dialogado casi diariamente con Marta Traba (1923-1983). Es la conversación más larga e intensa, y posiblemente la más significativa, que he tenido hasta el momento. Paradójicamente, nunca compartí espacio y tiempo con Traba, de quien este año se conmemora el centenario de su natalicio. Se trata de una conversación que ha implicado un ejercicio metalingüístico. Nuestro diálogo se ha desarrollado a través de la lectura de su prolífica bibliografía. Unos libros que, a su vez, son resultado de otra conversación: esa que, entre los años cincuenta y principios de los ochenta, Traba entabló con la producción artística latinoamericana del siglo XX. ¿Por qué resulta significativa esta conversación? ¿Qué sentido tiene releer a Marta Traba? Se ha escrito mucho sobre esta intelectual, pero la deconstrucción de su legado se ha centrado en aspectos superfluos como las polémicas que protagonizó y no en la puesta en valor del caso radical que encarna su discurso. Tras defender a ultranza el modernismo de corte más internacional, a mediados de los sesenta se autoimpuso la tarea de dilucidar una escurridiza identidad del arte de América Latina. Esto implicó formular un modelo artístico que comunicara los anhelos de la comunidad y, en lo posible, fuera independiente de los centros hegemónicos. Un modelo que conceptualizó como “la cultura de la resistencia” y en el que introdujo su crítica a la sociedad de consumo y al imperialismo estadounidense. Quizás lo más relevante de esta conversación es comprobar que su búsqueda por la identidad se fundamenta, en el fondo, en una de las grandes preguntas filosóficas: ¿quién soy? Y aunque puede parecer un asunto anacrónico puesto que la globalización ha desdibujado las identidades, lo cierto es que todos los seres humanos estamos compelidos a responder esta interrogante que Traba planteó anticipadamente en el campo de las artes visuales.

ALBERTO HERNÁNDEZ Y ADRIANO GONZÁLEZ LEÓN/POR SOLÁNGEL MENDOZA


Alberto Hernández

“La edad es un lenguaje que retiene el olvido”

El encuentro fue en Maracay. Y fue Viejo, su último aliento literario, el motivo de la conversación. Hablamos de la edad del lenguaje. Hablamos de la vida de las palabras.

Él dijo:

—Si recorremos nuestras lecturas, si las revisamos, nos daremos cuenta de que hemos vivido con él y para él, con el idioma, con la voz de los otros, con el lenguaje ajeno, con el eco de alguien que nos habla. Hay una poética de la palabra. Ella es nuestra biografía. Nuestro andar y desandar. Nuestras alegrías y dolores. Nuestro pasado y nuestro presente. Y podríamos decir que nuestro futuro. Es decir, nuestro silencio, que es lo que nos viene.

—Entonces —intento acercarme a su reflexión—, podríamos afirmar que la palabra, la lengua, el habla, el lenguaje, tienen una edad. Es la que llevamos a cuestas, la que nos sostiene durante nuestra presencia terrenal.

—Mira, Alberto, tenemos edad con él, con el lenguaje. Si somos lenguaje, palabra o silencio, morimos con él. Morimos con la edad de la palabra que hemos usado.

—Pero también, Adriano, hemos sido hechos de olvido. El ser hablante se inclina por borrar parte de lo que ha vivido. Deja a un lado la palabra y se hunde en el silencio.

—Ah, si hablamos así llegaremos a pensar que la acumulación de datos, la cultura, es un vacío, el olvido que esperamos, la muerte. Somos una suma de todas esas muertes. La edad habla, la vejez es un habla cuya particularidad radica en un tono más espiritual que físico, atado a una conciencia recurrente, a veces designada por los tropiezos de un extenso paseo por los recuerdos.

—Quien es viejo escribe para sobrevivir a su propia historia, le digo.

—No, afirma Adriano, escribe para morirse.