Papel Literario

Conversaciones con Jesús Soto

por El Nacional El Nacional

Por ARIEL JIMÉNEZ

Nada de lo que podamos decir o escribir sobre una obra nos exime de verla, ningún discurso, por amplio que este sea, la agota. Y sin embargo, todo lo que podamos decir sobre ella nos ayuda a verla, y en particular si es el artista quien habla. Todo ello, claro está, mientras tengamos presente que las palabras apuntan hacia algo que no existe sino por y para la mirada, y que esa particular manera de pensar que es toda la tarea del pintor no tiene otro objetivo que el de invitarnos a ver. Pensar la forma es en efecto una forma de pensar, y si algo ha caracterizado el pensamiento de Jesús Soto es precisamente esa aspiración a una obra que le ayudara a comprender los enigmas de la pintura que son para él, como para todo pintor, enigmas del mundo. La pintura y su historia encierran por eso mismo una serie de problemas y de interrogantes a los cuales cada artista intenta “responder” con las herramientas de su tiempo. De ahí que Soto no conciba el arte como una forma de expresión personal, sino como un medio de conocimiento. Un conocimiento por supuesto muy particular, y que exige de nosotros una manera también particular de acercamiento.

Al contrario de la mayoría de los textos escritos sobre Jesús Soto, donde se le presenta como un artista revolucionario, cuya obra representaría una ruptura radical con el pasado, estas entrevistas buscaban describir detalladamente sus procesos plásticos, inscribiéndolos en lo posible en la larga historia del arte occidental. Como ejemplo de esta voluntad de inscripción histórica seleccionamos algunos fragmentos, los primeros centrados en su interés por la luz, los segundos sobre sus relaciones con el universo barroco.

Sobre la luz

Al escuchar sus recuerdos infantiles: la reverberación del sol en las carreteras solitarias, las alucinaciones donde las personas se hacían luz, la transmutación de la materia y del tiempo, es imposible no pensar en lo que sería su obra madura, por completo dedicada a la luz y a la búsqueda de esa “esencia inmaterial” del mundo. La teoría de la relatividad, la ciencia moderna, vendrían después a legitimar ante el adulto lo que el niño había experimentado en la soledad sin tiempo, sin historia, de su infancia campesina… Estas no fueron sin embargo las únicas lecturas que parecen haber tenido una influencia durable en usted. Pierre Arnauld menciona también, en el catálogo del Jeu de Paume, la lectura de La divina comedia de Dante… 

Es verdad, la leí cuando tenía unos doce o trece años. Recuerdo que yo me montaba en un árbol, solo, al fondo de mi casa, para que nadie me molestara ni se burlara de mí. Me lo prestó una tía que tenía algunos libros. Recuerdo, como si fuera hoy, la injusticia que me parecía eso de que Virgilio se quedara en esa especie de limbo, sin poder ingresar al Paraíso, porque no había sido bautizado; recuerdo sobre todo la angustia que sentía, y que iba creciendo, a medida que se anunciaba el encuentro de Dante con Dios. Yo sentía una angustia muy rara, muy fuerte, por el temor que me producía la imagen que pudiera tomar Dios… ¿Cómo sería, cómo lo vería Dante?… Esa posibilidad de que Dios pudiera tener una forma, de que pudiera parecerse al Dios barbudo de Miguel Ángel, ese Dios amenazante que dice: tú debes hacer eso, porque a mí me da la gana, me angustiaba de una manera que, todavía hoy, sesenta años más tarde, recuerdo con precisión. Recuerdo también el gran alivio que sentí cuando descubrí que Dios era solo luz −que es energía− que no tenía forma ni cuerpo material. Eso fue para mí un gran alivio… Claro, yo no tenía la cultura, pero Dante lo escribió para que gente como yo pudiera entenderlo… y yo lo comprendí como podía comprenderlo un campesino.

Cada vez que Soto menciona la luz, se apresura a precisar que ella es, también, energía. Y es que en el adulto se daría luego una especie de superposición entre dos interpretaciones posibles; la religiosa, esa que le proporcionan sus lecturas infantiles de Dante, donde la luz es presentada como la imagen más idónea de Dios, su más pura manifestación sensible, y la científica, donde la luz es pensada como una forma de la energía, fuente y principio de todo lo que existe. En todo caso, la luz se convertiría para él en un principio explicativo, legitimante y redentor. Atraparla y en cierta forma producirla desde la pintura, y lograr su aparición real en la obra, sería para el adulto una meta plástica y una doble fuente de legitimación, a la vez mística el término religioso le molesta e histórica.

Como muchos otros jóvenes de su generación, Soto se dirige a Caracas con esa inmensa sed de aprender que suele nacer en quienes han vivido la extrema aridez cultural de las zonas rurales.

Yo tenía en Venezuela una gran admiración por la pintura histórica, y creo que vine a Caracas con la idea de seguir ese camino; no tanto como pintor histórico, pero sí naturalista. Todo eso se me olvidó cuando vi una naturaleza muerta de Georges Braque, que me impresionó muchísimo, aunque no podía comprender por qué. La vi al entrar a la escuela, creo que el mismo día de mi llegada. Claro, ya yo había visto la reproducción de algunas obras modernas en las revistas que pude conseguir en Ciudad Bolívar. Recuerdo también un libro que gané en un concurso de cuentos, durante mis estudios de primaria. Un español enviado por el Ministerio de Educación llevó una serie de libros que fueron repartidos como premios en ese concurso. Yo gané el concurso como contador de cuentos y tuve como premio un libro donde había poesía moderna y también algunas imágenes modernas; eran cuadros con una técnica próxima a la de Sorolla.

Obras, sin duda, más o menos impregnadas del espíritu Impresionista… 

Sí, pero de un impresionismo donde la luz era marrón, no como el impresionismo francés, donde la luz es plata. También tuve la oportunidad de coleccionar unas revistas que venían de Chile. De allí venía mi preocupación por esa manera de pintar, pero no estaba seguro de lo que quería hacer. De manera que cuando llego a Caracas, llego con la idea de hacer una pintura como la de los clásicos venezolanos, pero llego también con el sabor que había despertado en mí ese libro sobre poesía moderna. Por supuesto, cuando llego a la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas, y veo en el caballete esa naturaleza muerta de Braque, eso fue para mí un gran impacto. Inmediatamente empecé a preguntarle a mis compañeros, y sobre todo a los más avanzados, sobre el significado y la importancia de esa obra y de su autor. Al primero que consulté fue a Alejandro Otero, que era mi paisano, y quien me dio una buena explicación. Después le pregunté a los profesores… en un primer momento estuve muy satisfecho con las explicaciones que me dieron, pero cuando quise conocer más detalladamente sobre el Cubismo y sobre toda esa historia de la cuarta dimensión, me dijeron que antes tenía que estudiar mucho, porque sin preparación no podría entender. Pero yo quería saber más, porque a partir de ese impacto mi problema fue hacer un arte que fuera más allá de lo conocido.

El Cubismo y la cuarta dimensión, se habían convertido para los alumnos de la escuela en uno de los problemas mayores de la pintura. Su oscuridad manifiesta, bañada sin duda por todo el prestigio de la ciencia, parecía resumir el misterio de la pintura y del mundo moderno que Soto quería comprender… ¿Es esta experiencia la que lo lleva a interesarse por la ciencia?

Bueno, tal vez porque no me daban buenas explicaciones y yo quería saber con exactitud por qué un pintor era más importante que otro, cuando los dos se parecían. Eso me preocupaba, y cuando llego a Caracas quise comprender por qué Cézanne, por ejemplo, era más importante que otros pintores que me parecían más eficaces. Luego entendí que en gran parte era la historia del arte la que iba aclarando por períodos y la que iba situando a los artistas. Eso ya era para mí un aspecto científico. Luego comenzaron a hablarme de la cuarta dimensión, lo que sin duda agudizó mi interés por la ciencia.

En todo caso, esta preocupación por el tiempo y por la organización de la superficie pictórica tal y como se observa en el Cubismo, es ya evidente en las obras que realiza durante los últimos años de la escuela y luego en Maracaibo. 

Sí, porque yo comprendí inmediatamente en Cézanne el problema del tiempo, como lo comprendí en el impresionismo, cuando me dijeron que ellos pintaban la luz en diversos momentos del día para probar que cambiaba constantemente. Así fui acumulando una serie de pequeños elementos sobre el tiempo, el movimiento y el espacio que luego se despertaron y me ayudaron a comprender. Pero también me interesaron otras cosas que podía ver en revistas, sobre todo las chilenas, que traían reproducciones de artistas que pintaban un poco como el Picasso del período griego, que me fascinaron. Todo, en cierta forma, me preparaba para comprender el arte moderno. El concepto, también, de la perspectiva renacentista tuvo mucha influencia en mí. La idea de crear un espacio virtual dentro de una especie de gran cubo me parecía una invención maravillosa, y cuando descubro que en el Cubismo ese cubo renacentista, esa perspectiva monocular, se transforma en un espacio multifocal, poliocular, por decirlo de alguna manera, eso fue para mí una revolución maravillosa. Por eso es que cuando conozco al Klee de las ciudades y del equilibrista, donde cada casita, cada cubito de esos tenía un punto de fuga diferente, me maravilló la posibilidad de poder aprehender esa otra noción del espacio.

El arte no era para Soto un medio de expresión, sino una forma de pensar, una manera de responder a las interrogantes de su tiempo. Y si estas interrogantes eran diferentes, diferente debía ser la forma que tomara el arte de su tiempo. Esta apertura conceptual hacia las formas posibles del arte, es sin duda lo que le permite asimilar la experiencia fortuita que surge durante una conversación en Maracaibo, experiencia oral que se convertiría para él en una verdadera guía para su trabajo plástico: su primer contacto con la idea del Cuadrado blanco sobre blanco de Kasimir Malévitch. 

Fue algo totalmente casual. Yo era muy amigo de Lya Bermúdez y de su esposo, y siempre nos reuníamos para conversar. En una de esas ocasiones apareció una muchacha, prima suya, que estaba llegando de un viaje por Europa y Nueva York, y yo lo pregunté sobre lo que había visto durante el viaje. Entonces me contó que había visto a Picasso, que no le entusiasmaba mucho, aunque creía ver algo en él. Pero, me dijo, cuando me presentan un cuadro blanco con otro cuadro blanco encima, creo que se están volviendo locos; eso no es nada, allí no hay nada que ver… ella no podía entender, pero eso fue para mí una verdadera revelación, esa obra se convirtió desde entonces en una fuente de inspiración: era para mí la forma más perfecta y pura de atrapar la luz en una tela. Cuando llego a París, yo no conocía ni siquiera el nombre del autor, por eso digo que fue algo conceptual, porque cuando la vi por primera vez, casi diez años después, la obra no me dio más de lo que yo había imaginado en Maracaibo. No tuve necesidad de verla para comprender su importancia y asimilar su contenido.

No podría haber mejor ejemplo que este para afirmar que gran parte del interés que pueden tener las obras de Soto no proviene precisamente de las ilusiones ópticas que pone en juego, sino de todo aquello que se sugiere o intenta hacerse visible en ellas. La dimensión pues de lo sublime, de todo aquello que, según la frase de Jean François Lyotard, podemos concebir, pero no podemos ni ver ni hacer ver. Y es que en esa somera descripción del Cuadrado blanco sobre blanco de Malévitch, Soto descubre intuitivamente un punto de contacto con sus preocupaciones más íntimas, en particular con ese ejemplo clásico de lo sublime descrito en La divina comedia: el encuentro de Dante con Dios, un dios descrito precisamente como círculos de luz sobre luz. De ahí que el haber oído hablar de esta obra haya sido suficiente para él. 

Otero conocía también la abstracción, y sin embargo llega a ella paulatinamente, siguiendo, viviendo él también el proceso que ya otros habían experimentado, como señalando en su obra la imposibilidad de todo gesto voluntarista. Soto, por el contrario, pretende detectar el estado más avanzado de la abstracción a sus ojos el movimiento más significativo del siglo XX para lanzarse a la aventura de crear una obra que pudiera continuar esa tradición haciéndola avanzar. Una concepción lineal de la historia guiaba su pensamiento.

A partir de ese momento me impongo una disciplina de estudio muy consciente. Yo, que vengo de una enseñanza dibujística, me impongo un abandono total del dibujo representativo. Era algo así como comer las gallinas con las plumas para quitarse las ganas de comerlas. Entonces me dedico a estudiar el problema de la abstracción a partir del artista que, a mi entender, había llegado más lejos en ese camino: Piet Mondrian. Lo primero que intenté fue hacer de su obra una cosa dinámica, sacarlo de la bidimensionalidad. Yo entendí que Mondrian había tenido problemas con la bidimensionalidad en el cruce de las verticales y horizontales, donde se producía una vibración. Por eso me dije que si él había tenido ese tipo de problemas, el camino no debía ser el de insistir en la bidimensionalidad sino llevarla a otra dimensión.

Eso fue un proceso muy rápido, comencé dinamizándolo con diagonales y líneas curvas, siempre en el plano. Luego me doy cuenta, al conocer los Boogie-Woogie, de que ya él había intentado dinamizar sus obras, salir de la bidimensionalidad. Cuando descubro esto, se acaba para mí el problema de Mondrian y empieza otro proceso, esta vez a partir de la música y de otros artistas como Lazlo Moholy-Nagy. Él había escrito un libro muy importante sobre el movimiento. Como estaba en inglés, tuve que leerlo con una amiga que me iba traduciendo; todas las noches leíamos una parte del libro. Así pude entender lo que buscaba Moholy-Nagy con la idea del movimiento. Luego de las obras que partían directamente de Mondrian, hice una serie de obras a partir de conceptos no dibujísticos, como la repetición y la progresión. Yo pensé en ese momento que no podía seguir dibujando de manera impulsiva o con esa libertad intuitiva de la dibujística tradicional; pensé entonces que debía encontrar una manera de trabajar que se opusiera a la llamada sensibilidad del artista, que era necesario cambiar de escritura, y eso lo encontré en lo elementos repetitivos. Una de las primeras obras que hice fue una repetición amarilla, Repetición óptica Nº 2, de 1951. Hice varias repeticiones, pero casi todas se perdieron y esta es una de las pocas que quedan. Es una obra construida por la repetición de diagonales que yo confrontaba con verticales. Luego hice otra que me interesó mucho más, porque era desequilibrada. Recuerdo que en ese momento venía mucho a mi casa el Dr. Rísquez; él me decía que esa obra tenía o sugería como un ruido ascendente, algo así como la erre francesa… rrrreee. Por eso la llamábamos la obra de las erres; ella sugería a la vez algo visual y algo auditivo.

En ese momento yo estaba buscando un estado vibratorio a través de la repetición. Me interesaba el problema vibratorio y el estudio de la luz, algo que me había fascinado en la obra de Velázquez y que los impresionistas, por quienes he sentido siempre un gran respeto, estudiaron de una manera muy consciente. Por eso, cuando voy a Holanda, lo que me sorprende −aparte de Mondrian, por supuesto− es la obra de Van Gogh y la de Vermeer. Van Gogh me demuestra que la oscuridad de la pintura no tiene nada que ver con el hecho de ser holandés, y en Vermeer me sorprende su capacidad pasmosa para expresar la luz, como si hubiera vivido en el trópico, en un lugar completamente diferente.

Recuerdo en particular un paisaje suyo que representaba la ciudad de Delph, una obra que siempre he recordado al lado de Las Meninas y las grandes obras que me marcaron. Aquello era como un vitral, luminoso, era de una luminosidad que nadie ha logrado conseguir. Seurat lo intentó luego por otros medios, pero no lo logró. Eso me hizo comprender que quien se interesa por la luz la pinta en cualquier lugar, aunque no viva en el trópico… y el caso de Armando Reverón es clarísimo. Él pintaba la luz de memoria. No pintó la luz porque vivía en Venezuela, sino porque se interesaba por ella, y lo hizo como lo hubiera hecho Vermeer en Holanda.

Pero en ese momento, como te decía, a la vez que me interesaba por los estados vibratorios, intentaba romper con los códigos esenciales del arte figurativo, por eso quería acabar con las nociones de composición y equilibrio, dos de los grandes códigos clásicos del arte. Entre las cosas que intenté, se encuentran esas primeras repeticiones de las que te hablé, donde ya no existe la idea de composición, pues se trata de un orden que puede repetirse hasta el infinito y donde cada fragmento es igual al todo. La obra era solo el fragmento de una realidad infinita.

La obra penetrable y “lo barroco”

Usted siempre ha manifestado su desacuerdo con el término barroco acordado a su obra de los años sesenta… ¿Por qué cree usted que no lo define?

No, no lo define, porque ellas partían de proposiciones o manifestaciones artísticas contemporáneas a las que yo quise darles una dimensión espacio temporal, porque yo pensaba que ellas podían ser más eficaces si las llevábamos al movimiento.

Y sin embargo, usted siempre se ha interesado por Bach.

Sí, pero Bach no era un artista barroco, él era más bien un estructuralista. Su problema era conseguir el mayor espectáculo con el mínimo de elementos; un trabajo inmenso que no tenía nada que ver con el barroco.

¿Y cuál sería para usted la esencia del Barroco?

El barroco en todo caso buscaba el movimiento.

Una vez cumplida con esa necesidad interior, en el período llamado barroco, usted vuelve a un control de los elementos plásticos que emplea. Eso sucede hacia 1962. ¿Podría decirme cómo y por qué lo hace?

Porque yo creo que el control de los elementos no tiene que ver obligatoriamente con la conducta del artista como individuo, como persona. Llega un momento en el que yo necesito reestructurar y entonces trato de evitar toda distracción. El objetivo no es el de construir una estructura por sí misma, sino como medio para atrapar valores universales que de otra manera no podrías atrapar. Cuando tú te metes en un mundo tan vasto como el que yo estaba manejando en esas obras “barrocas”, donde tratas de enfrentarte a valores universales, a esa conciencia universal, que existe, pero que es demasiado grande para la conciencia del hombre, entonces tienes que concentrarte y limitar los medios que empleas, porque si no se te escapan las cosas, te pierdes. Es como si necesitaras crear escaños controlables, como antenas para dirigirte mejor en ese mundo. Las posibilidades no se reducen; la ambigüedad espacial, la vibración, la desmaterialización de los cuerpos y todas las cosas que existían en ese mundo barroco están allí, pero concentradas. Por ejemplo, fíjate en la obra Vibration cube blue, 1962. Allí están presentes el espacio, el movimiento y la desmaterialización de la forma. En las obras anteriores ese cubo pudo ser una rama o una aguja, pero aquí se encuentra concentrado en un cubo, en una forma precisa y controlable.

Lo importante, también, de este período, es el inicio de un proceso que lo llevará a la obra penetrable, uno de sus aportes más importantes. 

Eso fue un proceso muy lento y que parte tal vez, eso me digo ahora, de la fascinación que yo sentía por todo lo que pasaba entre las láminas de plexiglás de mis primeras obras. Yo siempre había querido meterme adentro. Más tarde, cuando empiezo a trabajar con las varillas metálicas sobre el fondo tramado, empecé a preguntarme qué pasaría si yo me metiera dentro de esa vibración. Si yo comenzara a superponer las varillas en varios niveles, como lo hice con el plexiglás veinte años antes, tal vez podría captar nuevos valores. Eso fue lo que hice en la Bienal de Venecia en 1966, aunque no era verdaderamente un penetrable. Yo tomé un ángulo y lo cubrí con varillas, como tratando de envolver al espectador. Luego, durante los años 66 y 67, fue apareciendo progresivamente la idea del penetrable, pero por la multiplicación de esas varillas, hasta que llegaron a cubrir todo el espacio y a convertirse en una obra autónoma.

Si intentáramos hacer una pequeña historia del penetrable, creo que el próximo paso tendríamos que ubicarlo en la exposición que Denise René le organiza en 1967, y donde las varillas invaden gran parte del espacio, más allá incluso de lo que sucedía en Venecia. 

En realidad fueron dos exposiciones, una en la galería de la rive gauche, la rivera izquierda del Sena, y otra en la galería de la rive droite, la rivera derecha. En la primera, la de la rive gauche, expuse mi primer penetrable, aunque no tenía más de un metro de ancho. Era pequeño, pero las personas podían entrar y se divertían mucho, jugaban adentro. Era un penetrable metálico que iba de piso a techo. Las varillas eran alambres sin pintura, lo que les daba un color plateado muy bello. Al entrar, como eran varillas metálicas, producían un sonido así (Soto baja la cabeza y hace un gesto con las manos, como si quisiera describir un sonido envolvente, como de lluvia).

No deja de ser significativo que su primer verdadero penetrable tenga como forma matriz una cruz negra y ancha, exactamente como aquellas cruces negras de Malévitch. Es como si su obra nos dijera que, al entrar en ella, al penetrar en ese pequeño ámbito de luz y sonido, penetrábamos también en el ámbito plástico e histórico definido por la obra de Malévitch, un ámbito que tiene también una evidente dimensión religiosa. ¿No sugeriría este hecho la posibilidad de una lectura bien particular del penetrable, en el sentido de que nos permite pensarlo como un dispositivo doblemente redentor, a la vez histórico y, por decirlo de alguna manera, místico?

Nunca lo pensé de esa manera, pero me parece una lectura sorprendentemente seductora. En todo caso, lo que yo buscaba era crear obras verdaderamente envolventes. Yo las llamaba así, obras envolventes. Fue Jean Clay quien comenzó a llamarlas penetrables; quizás porque yo le decía que siempre había querido penetrar en ese mundo plástico de mis plexiglás. Y por eso intenté hacer en esa primera exposición un muro envolvente, como un medio óvalo en torno a ese primer penetrable. Recuerdo que el director de la Marlborough vino a ver la exposición, y como las varillas terminaban muy cerca de la vitrina, me dijo sorprendido: parece un sueño.

En la otra exposición, de la rive droite, expuse varias obras, algunos plexiglás y un volumen suspendido que era en realidad la maqueta para el gran volumen del Pabellón de Venezuela en la Exposición Universal de Montreal, ese mismo año. Su soporte era un cuadrado blanco, pero donde se inscribía, en diagonal, una cruz. Era una cruz más estrecha que la de Malévitch… Le gustaba mucho a Villanueva. Esa cruz dibujaba una curva por sus lados. Allí hice también una obra envolvente, pero que partía del techo y cubría uno de los muros de la galería.

Luego de ese primer penetrable, hice otro más autónomo. Lo hice para la exposición de la Fundación Maeght, en Saint Paul de Vence, en 1968. Era como un gran cubo virtual con los muros transparentes y rayados. A ese gran cubo se entraba por una torre penetrable que estaba en una de las esquinas y, al interior del cubo, se llegaba en un espacio circular formado por las varillas que cubrían las paredes y los ángulos del cubo. Ese círculo estaba descubierto, no tenía techo. Después hice otros penetrables, antes del que presenté en mi retrospectiva del Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, en 1969, pero no los recuerdo con precisión.

¿Y cuál era su intención? ¿Por qué pensó en una torre para la entrada de ese penetrable? ¿Por qué dejó el centro descubierto, como una cúpula sin techo?

Creo que lo que había intentado hacer −eso creo− era unir la torre de la cruz, la de mi primer penetrable, con un espacio envolvente.

¿Por qué no hacerlo de la misma altura? 

Para indicar la entrada…

¿Se ha dado cuenta de que esa estructura es esencialmente la misma de una iglesia barroca, con su entrada claramente marcada y su cúpula interior abierta metafóricamente hacia el cielo?

No, no lo había pensado. Pero eso me recuerda una experiencia que tuve en Roma, durante mi primera exposición en la Marlborough, en los años sesenta, después de hacer estas obras. Recuerdo que un amigo mío, Sergio Tosi, me llevó al Panteón romano diciéndome… ven para que veas algo cercano a tu mundo.

Cuando entré, me sorprendió ver el espacio de aquel edificio perfecto dominado por esa apertura del techo por donde bajaba un chorro de luz… y por donde podía verse el infinito… Era algo como uno de los penetrables que hice en 1971, y donde una serie de varillas penetran un plano abierto en su centro, como un chorro de luz que bajaba del techo, o ese chorro que parecía salir de la Espiral, de 1955; era como un chorro de luz que salía de la pintura, perpendicular a los dos planos de plexiglás… porque la luz, yo la concibo así, es como una especie de intermedio entre la energía y la materia. La energía es lo absolutamente sublime, mientras la luz es como una primera pérdida de velocidad… es como si la energía fuera haciéndose cada vez menos sublime, hasta llegar a la materia, su estado menos sublime. Lo que no entiendo es por qué lo sublime llega a desublimarse hasta llegar a la materia… pero creo que algún día volverá a su estado originario, sublime.

Luis Enrique Pérez Oramas me hizo observar que de los penetrables se ha hablado de dos maneras diferentes, o bien para insistir en la posibilidad de materializar o hacer evidente eso que usted llama la plenitud del espacio, esa gelatina de la que a menudo me ha hablado; o bien insistiendo en su capacidad para desmaterializar ópticamente los cuerpos que penetran en ellos. Ahora, ¿qué es para usted lo más importante en el penetrable, esa posibilidad de hacer patente lo que usted llama la densidad del espacio, o su capacidad desmaterializadora?

Lo importante es demostrar que el espacio es fluido y pleno, porque siempre se le ha considerado, como en el Renacimiento, como un sitio donde pueden ponerse cosas, más que como un valor primigenio y universal. Yo siempre te he dicho que a mí no me importan los elementos, que ellos solo están allí para hacer evidentes las relaciones. Entonces lo que más me interesa en el penetrable es la densidad del espacio… y la gente lo siente así, cuando entra en un penetrable siente que ese es otro espacio, y se ponen a jugar, a moverse. Yo lo discutía mucho con Yves Klein, porque para él lo más importante era el vacío. Claro, él lo decía desde la perspectiva de la sabiduría oriental, pero yo insistía en que para mí lo más importante era la densidad del espacio, su plenitud.

Los penetrables son concebidos como estructuras que podrían abarcar el espacio todo. Ahora, ¿si usted tuviera que realizar un penetrable en un espacio irregular, lo haría cubriendo todo el espacio existente?

Por supuesto, porque el penetrable no es ni siquiera una obra, es más una idea del espacio que puede materializarse en cualquier situación y a cualquier escala… si fuera posible, podrías incluso hacerlo cubriendo el planeta entero, eso no tiene importancia.

Sin embargo, cuando tiene la oportunidad de hacerlo en un espacio abierto, siempre recurre al cubo…

Sí, porque es lo más evidente, si no, el público lo percibe como algo dibujístico acordándole a cualquier otra forma un valor estético que no tiene para mí.