Papel Literario

Contra la impostura del pensamiento

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Por DAVID NORIA 

La libertad reservada sólo a los partidarios de un gobierno, sólo a los miembros de un partido –sean tan numerosos como se quiera– no es la libertad. La Libertad es siempre la libertad de aquel que piensa de otro modo.

Rosa Luxemburgo

Vivimos bajo el engaño de que ya no existen ideologías totalitarias o bien de que somos inmunes a ellas. Por el contrario, hemos recibido esta herencia del siglo XX sin discrimen y nada indica que sus embates fundamentales sean meros resabios. Incluso cuando se denuncian los crímenes actuales como los campos de concentración del gobierno comunista chino en Xiangjian, priva un silencio cómplice entre los Estados liberales y sus intelectuales, dispuestos a desentenderse de ello “por razones económicas y de real política” (adviértase la jerga). El otro lado de la moneda es nuestro régimen de oligarquías enajenadas por el imaginario capitalista al frente de poblaciones pauperizadas y aún sin una noción enraizada de ciudadanía, laicidad ni democracia. Los defensores de esta realidad no pasan de simples “justificadores de lo que existe”, inteligencias atrofiadas y domesticadas: aquí juegan un papel importante los grandes medios de comunicación, prensa, televisión y aún el cine, cuya característica común es la superficialidad. Así, la discusión política acusa una amnesia senil de las que debieron haber sido las lecciones capitales del siglo pasado.

Entre estos intelectuales de Occidente están los que perpetúan, no sin color local, los hábitos mentales del estalinismo. Llaman “pensamiento crítico” a la cartilla dogmática y “democracia” a la plaza vacía por acaparar al infinito. Son los escritores, periodistas y artistas medianos que buscan convencer a las masas con el prestigio de la cultura. No sólo se asumen depositarios de la razón, sino de una razón ya bien elucidada y lista para repartir, pues ésta se presume científica, histórica y urgente. Además de siempre moralmente superior. Seducen amedrentando y amedrentan seduciendo. En efecto, quien no está del lado de su causa, que por principio es siempre justa, resulta en el acto su enemigo o, mejor aún, el enemigo. Ellos no escuchan, sino oyen astutamente para volver a perorar. Su característica es el desprecio, más refinado cuanto más ascendemos en su castillo. No es poca la gente que cede ante ellos por el miedo de ser hallado prescindible, inculto, atrasado, cómplice e incluso culpable de perpetuar el mal por quienes se presentan como vanguardia de la sociedad. Habría que releer con atención La broma de Kundera. Las víctimas se llaman alternativamente activistas y estudiantes universitarios que a la vuelta de los años son los nuevos intelectuales y artistas que reproducen el patrón impuesto sobre ellos –y en este sentido no dejaría de ser interesante una sociología de la impostura–. Es de todo punto asombroso cómo, para estos fines, las universidades públicas han fracasado en erigirse como espacios de reflexión: el “estudiante crítico” promedio aprende a manipular con mayor o menor eficacia fragmentos genéricos de discursos domesticados. Se los reconoce porque dicen mucho la palabra “fascista”, demonizan a los Estados Unidos, niegan o restan importancia a las atrocidades del siglo XX –cuando han oído hablar de ellas–, y juzgan a los autores por su “posición política”. Por otro lado, los mismos estudios universitarios se han rendido ante los tiempos: el capitalismo ha convertido a la universidad en una empresa calificadora al servicio de un imaginario banal y autodestructivo del consumo y la producción ilimitados, al paso que ha introducido, paradójicamente, los “estudios culturales”, que no ven más que posiciones sociales que alabar o condenar en una obra de arte dada, excluyendo todo criterio estético, es decir, precisamente artístico. He aquí que tenemos una generación joven incapacitada para reflexionar por su cuenta y para admirar la belleza. La gran mayoría de estos nuevos conversos no llega nunca a sospechar ni siquiera los postulados que subyacen a las consignas que repiten. Y se apresurarían a responder que “no importa el pensamiento sino la acción”. En cambio, los viejos ideólogos de la intelligentsia conocen bien las implicaciones de los lemas que enseñan a coro, pero prefieren callarlas. No sin verdad podría pensarse hoy en aquella ley ateniense que consideraba como delito grave el corromper a la juventud.

Para los intelectuales de la ocultación las opiniones y decisiones políticas nos definen totalizadoramente, puesto que en su opinión “lo privado es público”. De este modo, al pretender destruir el fundamento mismo de la democracia moderna, que es la separación de estas dos esferas de la vida dentro de la comunidad política, se arrogan la facultad de salvar y condenar al disidente, como también hacen los políticos y líderes que frecuentemente defienden.

Hay que recordarles a estos ideólogos, como lo está haciendo con asombrosa entereza Marcel Gauchet en Francia, que el concepto de encarnación que regía durante las monarquías absolutas fue abolido en 1789. Antes, al estar divinizada toda la persona del soberano, su sustancia era incuestionable en tanto participaba del orden divino. No podía separarse su función de su cuerpo y de su mente: siempre bueno y siempre justo, el monarca además era infalible. Y lo mismo valía para el clérigo en tanto mensajero de este orden incuestionable. La Modernidad nace en el momento en que se crea el concepto de representación política. Así, ni el presidente ni el clérigo moderno, es decir el intelectual, pueden ser sacralizados. Esto implica por un lado, que 1) no son ni pueden ser buenos ni infalibles, sino, en el mejor de los casos, responsables y eficientes en situaciones concretas (no “para la historia”) y 2) que por lo tanto no tienen derecho a referirse ni a censurar públicamente la moralidad de nadie, mucho menos de la parte de la comunidad política que no piensa como ellos y que representa, cuando menos, la mitad. Esto implica que no puede haber “un lado correcto de la historia”, proposición de que suyo llama a la guerra civil.

El civismo y la civilidad son categorías públicas, pero la moralidad es privada. Nuestra época, marcada por la confusión de estos dominios y, para acabar pronto, por el abandono de la educación letrada como ideal, no es sino la reanimación de una nueva Edad Media con sus concomitancias de autoritarismo político y analfabetismo espiritual, observación esta última que ya apuntaba María Rosa Lida hace más de sesenta años.

La arrogancia intelectual de las voces insumisas no puede, por definición, ser el antídoto ni propiciar la civilidad y el respeto a la pluralidad entre aquellos que, por otro lado, reafirman sus tradiciones provincianas, infantiles y seguras, es decir, los reaccionarios, dispuestos a apoyar líderes y medidas de corte fascista una vez presentada la ocasión. Ambos, revolucionarios y reaccionarios no dudan. Y el odio que produce la certeza es la única instancia que merece el ostracismo de nuestra ciudad. El enemigo de la sociedad no es el otro, sino la violencia, la guerra civil bajo todas sus formas. El desafío y la tragedia de la democracia consisten en dominarla. Y en cuanto a nuestra sociedad fascinada por las “posiciones de avanzada” conducidas por la intelligentsia con sus lemas y argumentos prefabricados a costa de la reflexión individual y solitaria (esto es, la única reflexión), debería penetrarse una y otra vez de aquello que dijo Pericles a los atenienses cuando más necesitaban saber qué los diferenciaba de los espartanos: “Para nosotros la palabra razonada no está en perjuicio de la acción”. Esta palabra razonada, cuyas huellas hay que buscar en rincones empolvados y marginales, es enemiga de la impostura que camina a media calle. Por suerte, nuestra tradición también está marcada por el deseo de la verdad. Decía con orgullo el lema de una vieja revista libertaria congregada precisamente en los márgenes de París –la impostora París– en los años setenta:

Para empezar, devolver al pensamiento la libertad que nace de la interrogación de las cosas mismas. Figuras inéditas de lo social, desconocidas de la historia, rostro perturbado del hombre: todo queda por pensar de lo que nuestro tiempo trae al presente.

La libertad, se trata aquí de encontrarla contra la ceguera de la intelligentsia, contra la negación mayor que sus discursos falsamente subversivos engendran y reproducen. Porque tomando el relevo de una ideología burguesa sin aliento y de un marxismo convertido en lengua muerta de los poderes, se desarrolló una empresa nueva de ocultación del lazo social, del proceso histórico y del ser de la cuestión.

La crítica de la sabia impostura no va sin un redescubrimiento de la cuestión política. En efecto, es a partir del rechazo de considerar el hecho fundamental de nuestra época: el totalitarismo, fascista o comunista, que se establecen formas avanzadas de mentira social.

El deseo de verdad no se separa de la voluntad de una sociedad libre.

(Libre, 1977)