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Constancia de la poesía venezolana

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Por ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

Si todo libro tiene, para usar un término de Unamuno, una intrahistoria, la gestación de esta Antología de poesía venezolana del siglo XX tuvo mucho que ver con el repentino deceso del gran crítico y ensayista venezolano Carlos Pacheco, acaecido en Bogotá hace cuatro años, en marzo de 2015. Carlos murió de un infarto fulminante, sentado en una butaca del Teatro Colón. Siempre me ha parecido que su partida, que nos dolió a todos, fue una afirmación de lo que fue en vida: un curioso espectador y un gran analista de la escena cultural hispanoamericana. Evoco esta noche su figura porque Miguel Gomes y yo, editores junto con Gina Saraceni de estos Rasgos comunes, emprendimos otro proyecto antológico en 2007, pero en aquella ocasión dedicado al relato venezolano, que desembocó en una hermosa edición hecha por Alfaguara en 2011 bajo el título La vasta brevedad. Fue tanto el empeño que le pusimos a ese libro, fue tanta la intensidad de nuestros intercambios, que al final, cuando la criatura ya estuvo en nuestras manos, solo pensábamos en cómo seguir trabajando en nuevos proyectos. Y así, como un atisbo, la idea de antologar la poesía venezolana de todo un siglo se nos antojaba como el reto siguiente. Hasta que la muerte de Carlos frustró el proceso y Miguel y yo caímos en una especie de letargo. Pasaron los años hasta que Gina apareció en el horizonte. Su nivel de especialización y su devoción por la poesía venezolana fueron señales suficientes para retomar un proyecto que creíamos perdido. Cuando menos lo esperábamos, Gina trajo luz a estas páginas y su empuje fue determinante para llegar a buen puerto.

En Venezuela, la poesía ha sido un género muy sólido, muy constante. Hay una ilación que se ha mantenido a lo largo del tiempo, sin mayores discontinuidades. Esto es aún más cierto durante el siglo XX, pues a partir de allí, y quizás desde Ramos Sucre, podemos hablar de poesía moderna. Asombra ver la profusión de poetas, la fuerza de la vocación poética. Si sumamos el cuento, que también es un género que ha gozado de buena salud en el siglo XX, estamos hablando de dos géneros rectores, que han marcado y siguen marcando la literatura venezolana. Muchas veces me he preguntado sobre las razones históricas o culturales para que esta vocación haya sido tan vigorosa entre nosotros, pero las respuestas no son tan obvias. Tan solo me atrevería a decir que Venezuela, desde tiempos coloniales, ha sido siempre un país muy musical, y que con la música siempre llega la versificación. La música tradicional venezolana está llena de poesía, pero tristemente no la conocemos lo suficiente. En 1921, el etnólogo y cuentista Juan Pablo Sojo pudo presenciar un canto de lavanderas en el río San Pablo del estado Yaracuy. En su libreta de viajes anotó estos versos pronunciados a cappella en la polifonía natural que enhebraban abuelas, madres y nietas mientras lavaban la ropa: “Agua que corriendo vas / por el campo florido / Dame razón de mi ser / mira que se me ha perdido”. Cada vez que releo esta hermosa cuarteta, pienso que un presocrático como Heráclito, por aquello de ver en el flujo del agua el tránsito de la existencia misma, bien ha podido ser oriundo de Yaracuy.

Esta antología la hemos hecho a seis manos con Miguel Gomes y Gina Saraceni. Miguel, que es un gran narrador, aparte de notable crítico y ensayista, es también hoy en día uno de los profesores titulares de Estudios Hispánicos de la Universidad de Connecticut; y Gina, por su parte, que se ha especializado en poesía hispanoamericana, ha estado asociada siempre al muy prestigioso Departamento de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Simón Bolívar de Caracas, si bien hoy ejerce la docencia y la investigación en la Universidad Javeriana de Bogotá. En cuanto a criterios de selección, en nuestro estudio introductorio hemos trazado algunas líneas de fuerza que son determinantes: una tiene que ver con la cartografía de sujetos y cuerpos; otra con los espacios y paisajes de la nación; otra más, con la construcción de realidades alternas; una cuarta, con los desplazamientos culturales. Fueron como líneas orientadoras para ordenar la vasta creación poética del siglo. En todo ejercicio antológico, es bueno recordarlo, siempre son menos los que entran y más los que quedan por fuera. Una antología no es un álbum de fotos, sino un ensayo de selección razonado y discutido. Y, sin embargo, para mayor consenso, determinamos que nuestras decisiones fuesen todas por unanimidad. Reducir cien años de creación poética a 87 nombres podría verse como un parecer rígido, pero para otros quizás sea más bien generoso. No me extrañaría que otros antólogos, enfrentados al mismo reto, hubiesen optado por un número inferior. En todo caso, nuestro empeño ha estado más bien centrado en dar cuenta de la diversidad de la poesía venezolana: diversidad de referentes, de temas, de técnicas, de propósitos, de lenguajes o de raíces culturales, pues está comprobado que, a mayor diversidad, mayor vitalidad.

En cuanto a cómo nos distribuimos el trabajo, que es una pregunta recurrente, yo tiendo a responder que, en principio, todos hicimos todo. O, mejor dicho, que cada uno estaba muy al tanto de lo que estaban haciendo los otros dos. Este libro lo gestamos entre 2014 y 2018, y durante todo ese período nos intercambiamos innumerables correos y nos visitábamos virtualmente al menos una vez por semana. A veces nos hemos dicho que, cuando nos toque reeditar el volumen, convendría agregar un apéndice con todos los correos que nos cruzamos, porque allí están compilados, esencialmente, todos nuestros juicios de valoración y selección. En todo caso, durante todo el proceso de trabajo, que fue extenuante por lo minucioso, estuvimos exaltados, por no decir conmovidos, porque no hay otra manera de leer la gran poesía venezolana. Hemos hecho una relectura del siglo, y toda relectura cambia los pareceres. Nuestra antología no está a salvo de omisiones, y creo que ninguna lo está, pero en la nuestra yo destacaría más bien los redescubrimientos y las revalorizaciones. La selección la hicimos por etapas, y en la fase final los tres interveníamos hasta lograr la unanimidad en torno a cada poeta. En cuanto a las notas, nos las repartimos en tres bloques, pero al final todos interveníamos en la revisión y redacción. Y para el prólogo, esbozamos una especie de frankenstein al que cada quien le arrancaba un brazo o una pierna para engordarlo a adelgazarlo. Al final logramos ensamblarlo, no sin obligarlo a entrar en cintura en sucesivas ediciones y reescrituras.

Esta antología de 1.200 páginas ofrece un mosaico de temas y constantes. Como temas, deberíamos advertir la fascinación por el paisaje, que se extiende desde la generación del 18 hasta las últimas promociones del siglo; la irrupción de la ciudad como nuevo escenario del sentido, muy presente en la generación del 58; el cuerpo como superficie, que se advierte desde la precocidad de María Calcaño, pasando por Miyó Vestrini, hasta llegar a las poetas de los años 80, como Yolanda Pantin o María Auxiliadora Álvarez; también algo que, a falta de mejor nombre, llamaría terredad, para usar un término de Eugenio Montejo, presente desde Enriqueta Arvelo Larriva, hasta Ramón Palomares en los años 60 o Igor Barreto en los 90. Podríamos mencionar muchos más, hasta llegar a verdaderas singularidades: el sentido de extrañamiento, la subjetividad quebrada, el noctambulismo, el pasado visto como territorio de la orfandad. Pero si me preguntaran por constantes, yo mencionaría el tratamiento del lenguaje, ya sea para hablar desde la exaltación, ya sea para reducirlo en pos del silencio. Siento que los poetas venezolanos, consciente o inconscientemente, han entendido desde muy temprana edad que la forma es el fondo, es decir, que tanto importa lo que se dice como la forma en que se dice. Las palabras son siempre peces muy vivos, que el poeta pone a nadar en un estanque en el que, sin quererlo, se refleja y lo reflejan.

En el compendio, el lector podrá reconocer a los grandes poetas del siglo: Ramos Sucre, Gerbasi, Sánchez Peláez, Cadenas, Sucre, Montejo, Pantin, Barreto, que son los árboles altos del bosque, pero yo diría que lo más importante es el bosque. Esta antología permite entender que nuestros grandes nombres son inexplicables sin esa tradición, o mejor dicho, que nuestros grandes poetas forman parte de una tradición: no salen de la nada. Y lo importante es tenerlos a todos allí, para que el lector reconozca, justamente, los rasgos comunes, que son muchos. En el bosque también hay singularidades, obras que son mundos propios, como las de Hanni Ossott, o Armando Rojas Guardia, o Edda Armas, o Santos López, o Carmen Verde Arocha. Hay mucho por descubrir, por reconocer, por validar. Mi impresión, al ver el libro ya editado, es que la poesía venezolana, y en esto quisiera ser lo más objetivo posible, es de las más importantes poesías del universo verbal iberoamericano. De esto no me cabe ninguna duda.

El lector también reconocerá las etapas más significativas del siglo. La generación del 18, por ejemplo, incluyendo a Ramos Sucre, es de las más importantes: se abrieron al mundo, fueron cosmopolitas, leían a los románticos alemanes, pero a la vez fueron grandes paisajistas verbales. Ellos se apartan de los tardomodernistas, muy europeizantes, y comienzan a hablar de nuestros árboles autóctonos: samanes, bucares, apamates, araguaneyes. Paz Castillo o Moleiro son poetas a los que regresamos porque fijan el rostro de la geografía nacional, pero no haciendo un inventario de especies, sino urdiendo una emocionalidad en torno al paisaje, esto es: el paisaje somos nosotros mismos. Luego, hacia mediados de siglo, nos hicimos vanguardistas, con obras como las de Luz Machado o Juan Sánchez Peláez. Un libro como La casa por dentro, de Machado, exige una relectura, que aquí proponemos, porque el ámbito de la domesticidad, donde se ha querido recluir a la mujer, explota en mil pedazos, por no decir en mil versos. En paralelo, la lujuria verbal de Sánchez Peláez, a mi manera de ver, parte el siglo en dos mitades: ya nunca se escribirá de igual manera a partir de su obra, que tiene la virtud de fijar un antes y un después en nuestro discurso poético. Si seguimos caminando por el siglo, llegaríamos a la generación del 58, que fue prodigiosa en muchos sentidos: allí están los nombres de Cadenas, Calzadilla, Silva Estrada, Pérez Perdomo, Sucre, Palomares, Montejo o Barroeta, poetas que marcaron a todas las promociones siguientes. Y como etapa final, yo señalaría la promoción que irrumpe en los años 80, que bien podríamos llamar del 78, con un protagonismo envidiable de mujeres poetas, como Yolanda Pantin, Edda Armas, Blanca Strepponi, Laura Cracco, Ana Nuño, María Auxiliadora Álvarez o Verónica Jaffé.

En cuanto a influencias, toda la poesía hispanoamericana moderna, incluyendo la venezolana, mira primero hacia Francia, que es de donde provienen movimientos tan importantes como el simbolismo o el surrealismo. Esas corrientes de influencias recíprocas están bien estudiadas, y sobre todo en un libro que me parece capital: Los hijos del limo, de Octavio Paz. Los siglos XVIII y XIX de España no fueron importantes para Hispanoamérica. Todo lo importante venía de Francia: desde el pensamiento del Siglo de las Luces, que nutre las corrientes emancipadoras, hasta los poetas románticos, que siembran la poesía amorosa en el continente. Hay que esperar hasta el surgimiento de la generación del 98 para volver la cara hacia España, y esa renovación literaria peninsular provoca del otro lado del Atlántico un movimiento medular, que es el modernismo. Luego, como otro eco, los poetas del modernismo son una influencia determinante para la generación española del 27. Es decir, García Lorca es inconcebible sin Rubén Darío. Octavio Paz demuestra que, a partir del modernismo, la literatura escrita en castellano comienza a contrapuntear de una orilla a otra, sin cesar, y me parece que ese danzón lo mantenemos hasta hoy, para fortuna nuestra. En Venezuela, ya la generación del 18 leía a los simbolistas franceses, y de alguna manera rozaba los primeros brotes del surrealismo. Pero hay que esperar hasta los poetas de la vanguardia, como Sánchez Peláez, para que ese lenguaje de la libre asociación que postulaba el surrealismo se asumiera a fondo, con profunda convicción. La influencia surrealista llega hasta la generación del 58, y se ve claramente en las primeras obras de García Morales, Cadenas o Pérez Perdomo.

Más allá de la antología, cuando se quiere indagar sobre el presente, me han preguntado sobre la salud de la poesía venezolana en lo que llevamos del siglo XXI. Y al respecto he dicho que se trata de una generación que mira hacia todos lados. Leen por igual poesía hindú o náhuatl, poesía griega o rusa. Están sujetos a todas las influencias, y en gran medida porque este mundo interconectado lleva información hasta las más lejanas fronteras. Son muy universales, y viven el mundo como una gran casa. Tienen por detrás una tradición que ya es muy vigorosa, y me parece que se relacionan con ella con mucha curiosidad y devoción. También son muy maduros, serios, precoces. Desde el punto de vista de la edición, circulación y promoción de obras, es cierto que estamos en uno de los peores momentos de nuestra historia, sencillamente porque no hay políticas públicas en el campo cultural. Pero en cuanto a creación poética, es un momento muy auspicioso, muy renovador. Los jóvenes poetas se organizan para convocar a concursos, montar recitales, hacer ediciones artesanales, colgar portales de poesía. No se amilanan con nada; más bien siguen con una energía que no se apaga. Han crecido en el peor país posible, en el país que les ha negado toda ayuda, y sin embargo persisten, porque la fe es inquebrantable. Se trata de una generación admirable, que dará mucho que hablar en los tiempos venideros. Se trata de una generación que, más que contestataria, cultiva otras persistencias. Una es la reconstrucción de la memoria, en tiempos en que el discurso oficial la quiere borrar; otra es la persistencia de la subjetividad, en tiempos en que todo se mide en términos masivos; otra es la vigilancia del lenguaje, en tiempos en que se nos quieren imponer neolenguas; otra es la afirmación de la libertad expresiva, en tiempos en que se censura; otra es la pulsión estética, en tiempos en que el lenguaje se corroe; otra es el hambre de universalidad, en tiempos en que se cierran fronteras; otra es la reivindicación ética, en tiempos en que el poder es un nido de corrupción; y una última podría ser la apuesta ciega por recuperar los legados culturales, en tiempos en los que se nos quiere llevar a la anonimia.

Quisiera cerrar con la sensación de que Carlos Pacheco nos ha acompañado, con la convicción de que sin formar parte de la antología sí estuvo presente. Alguna guía suya nos ha llegado, algún aliento nos ha insuflado. Siempre nos estuvo esperando del otro lado, no en la butaca en donde cesa, sino del lado del proscenio, donde las obras culturales se muestran y se someten a debate. Esta antología es tan suya como nuestra. Que por favor la reciba, a cuatro años de su despedida, esté donde esté.

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