Papel Literario

Con un mudo abrazo eterno. Centenario Juan Sánchez Pélaez (1922-2003)

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Por ARTURO GUTIÉRREZ PLAZA

A Malena Coelho

Juan Sánchez Peláez representa, sin lugar a dudas, una de las figuras centrales de la poesía venezolana del siglo XX. Su legado constituye hoy patrimonio inestimable para las sucesivas generaciones de poetas que a partir de los años cincuenta del pasado siglo han transitado el oficio poético entre nosotros. Su labor se caracteriza, a la par, por un alto emprendimiento estético y por una mesura y un rigor autocrítico poco frecuentes dentro de nuestra tradición lírica. No más de 250 páginas conforman la totalidad de su obra publicada: siete poemarios en el lapso comprendido entre 1951 y 1989.

Ya es un lugar común, al referirse a Juan Sánchez Peláez, decir que durante su adolescencia vivió en Chile, donde estableció contacto con los integrantes de Mandrágora, agrupación militante del surrealismo, promotora de la denominada por ellos “poesía negra”, declarada enemiga de los valores de la sociedad burguesa y defensora de la magia, la irrealidad, el placer y la libertad como elementos irrenunciables de su práctica poética y vital, además de revolucionaria en el orden social. El grupo estuvo conformado por Teófilo Cid (1914-1964), Braulio Arenas (1913-1988) y Enrique Gómez Correa (1915-1995), a los cuales se sumó luego su miembro más joven, Jorge Cáceres (1923-1949).

Ponderada en perspectiva la cuantía de su legado, habría que afirmar, sin embargo, que más allá de su beligerante activismo verbal, propio de muchas iniciativas de ostentación vanguardista, Mandrágora terminó siendo absorbida en el campo de la consuetudinaria “guerrilla literaria” chilena, sin logros relevantes en cuanto a obras individuales y sin más significación que la que como gesto disruptivo dentro de la poesía chilena y latinoamericana se le quiera asignar. Lo cierto es que mientras duró la estadía de Sánchez Peláez en Chile, que fue de menos de dos años, entre 1940 y 1941, en Venezuela también ocurrían cosas de interés en el mundo literario tras la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, en diciembre de 1935. Al año siguiente, en 1936, se forma una agrupación llamada Viernes, en cuyos postulados también se reclamaba la urgencia de renovar la poesía venezolana, en consonancia con las tendencias de la época y con las iniciativas que a la par venían dándose en otros países del continente y de Europa. En Viernes, más que el surrealismo, se promovió una apertura bastante plural, nutrida esencialmente del legado del romanticismo alemán, inglés y francés y de las vanguardias en general, bajo la prédica de fomentar una mayor libertad imaginativa, asociativa y simbólica, no ajena tampoco a los dictámenes del inconsciente. No obstante, el marco de su actuación fue distinto, pues desde su origen se hizo expreso, además del deseo de buscar caminos de renovación estética, un llamado a la reconciliación, la amplitud y la tolerancia, como urgencia nacional al iniciarse el largo período de transición política hacia la democracia de la era postgomecista. Tanto Mandrágora como Viernes contaron con revistas. La primera publicó 7 números, entre julio de 1938 y octubre de 1943. La segunda, 22 en sólo dos años, entre mayo del 39 y del 41. De entre la larga lista de colaboradores de diversas partes del mundo que publicaron en ella, estuvieron, por mencionar sólo a los chilenos: Vicente Huidobro (1893-1948), Eduardo Anguita (1914-1992), Rosamel del Valle (1901-1965) y Ángel Cruchaga Santamaría (1893-1964).

Fue en las postrimerías de Viernes, y sobre todo en la etapa posterior registrada por la historiografía literaria venezolana como la de la reacción antiviernista, la cual abarcó buena parte de las décadas del 40 y 50, que Juan Sánchez Peláez ya de vuelta en Venezuela (quien en realidad nunca participó ni tuvo interés en formar parte activa de agrupación alguna, ni en redactar o proclamar manifiestos estéticos) siguió trabajando silenciosamente en su poesía, hecho que fue advertido en aquel entonces por muy pocos, entre ellos, precisamente,por una figura centralísima de Viernes: Vicente Gerbasi. Él será el primero que hará mención pública de Sánchez Peláez, entre nosotros, y pondrá de relieve tanto la singularidad de su proceder como la de su ardua exigencia en el campo de la poesía.

Al respecto afirmó, en una nota publicada en el Papel literario de El Nacional el 25 de junio de 1950, ocho años después de la vuelta de Sánchez Peláez a Venezuela, lo siguiente:

Juan Sánchez Peláez, uno de los jóvenes venezolanos mejor dotados para el ejercicio poético, viene trabajando desde hace más o menos diez años en un silencio que resulta sorprendente en nuestro medio, donde toda persona que escribe un soneto, una copla o una crónica periodística quiere lanzarse en la carrera literaria con la publicación de un volumen.

Juan Sánchez Peláez, que a mi entender es uno de los mejores poetas con que actualmente cuenta Venezuela, apenas es conocido por un reducido grupo de poetas, escritores y artistas de Caracas […], y de Santiago de Chile, donde estudió y fue asistente a las peñas del grupo «Mandrágora» […] Sánchez Peláez trabaja diariamente, infatigablemente su poesía. Hay en este joven artista una verdadera pasión creadora. Desde hace años acumula cuartillas, cuadernos, libros. Sin embargo, hasta ahora no le ha sido posible publicar ni siquiera una «plaquette» (i).

El hecho de que el poeta de Canoabo —quien tras la publicación de su libro Mi padre, el inmigrante, en 1945, se había consolidado como una presencia central e indiscutible en la escena poética nacional— haya sido el primer mentor de Juan Sánchez Peláez no es un detalle menor. Como tampoco, que en ese año de 1945 se hubiera publicado otro libro que vendría a iniciar el proceso de redescubrimiento y rescate de la obra de José Antonio Ramos Sucre, Las Piedras Mágicas: hacia una interpretación de José Antonio Ramos Sucre (Caracas: Suma, Artes Gráficas), de Carlos Augusto León. Sin lugar a dudas, las obras de ambos poetas van a ser nutrientes fundamentales de la poesía de Sánchez Peláez y lecturas reveladoras de una forma distinta de hacer poesía en Venezuela, que descubrirá al poco tiempo de su vuelta de Chile.

Un año después de la nota de prensa en la que Gerbasi hacía mención de los rasgos poco comunes de Sánchez Peláez, aparecerá su primer libro, Elena y los elementos. Sin pancartas ni carteles que lo avalaran, este poemario se incorporará a la tradición poética venezolana como la expresión de una búsqueda divergente y una voluntad manifiesta de ruptura, mediante la asunción de una imaginería desbordada, penetrada por un evidente afán surrealizante que intenta darle vigor al sustrato onírico del que procede y en el que la experiencia verbal aspira ser encarnación de la misma pasión erótica que en el ámbito temático da cohesión al libro. De este modo, la apuesta lírica de Sánchez Peláez adquiere una tonalidad y una dimensión anímica sin antecedentes en la poesía venezolana, que se afilia de modo indudable con las búsquedas poéticas emprendidas y promovidas varios años antes por algunos miembros de Viernes, entre los cuales jugó un rol fundamental, como ya hemos señalado, el propio Gerbasi. Sus concepciones de la poesía y del poeta, desde este primer libro y a lo largo de toda su obra, no ocultarán su cercanía con las nociones románticas del vate demiurgo y visionario que responde ante el poema como una suerte de médium capaz de verbalizarlúcida y lúdicamente, a modo de ráfagas asombrosas y alucinantes, revelaciones trascendentes.

Vistas las cosas desde la inevitable distancia histórica, podríamos afirmar a estas alturas que Elena y los elementos constituye una puerta de entrada a la modernidad poética venezolana, al inicio de la segunda parte del siglo XX. En ese libro se constata tanto la precoz madurez con que Sánchez Peláez asimila el aprendizaje de la breve salida al mundo —tras el rápido contacto con otros campos literarios y otras motivaciones poéticas, específicamente durante su vivencia chilena— como del legado de la propia tradición venezolana y en particular de las obras de los dos hitos fundamentales de la primera mitad del siglo XX. Me refiero a La torre de Timón, Las formas del fuego y El cielo de esmalte, de José Antonio Ramos Sucre, publicadas entre 1925 y 1929, y Mi padre, el inmigrante, de Gerbasi, de 1945. Podríamos decir incluso que esa puerta es en dos direcciones, pues a través de ella las generaciones posteriores a Sánchez Peláez pudieron acceder con otra mirada y leer de otro modo las obras de esas figuras tutelares de la primera mitad del siglo pasado.

Ese parentesco entre las figuras de Ramos Sucre y Sánchez Peláez tiene varias aristas. Una de ellas es la derivada de la extrañeza de las obras de ambos y de la poca receptividad con que fueron acogidas inicialmente. La de Ramos Sucre tuvo que esperar 15 años, después de la muerte de su autor, para comenzar a ser revisitada y estimada desde otros presupuestos. La de Sánchez Peláez se vio beneficiada, tal vez, del hecho de que su aparición coincide con el momento de reivindicación del raro Ramos Sucre y de las huellas dejadas por la experiencia viernista, más allá de la reacción en contrario que en una parcela del campo poético venezolano sus planteamientos produjeron. Ante las dificultades de la crítica para abordar estas singulares y extrañas obras, claramente rupturistas dentro de la tradición poética venezolana, aunque desprovistas de manifiestos confrontativos, se ha acudido al abuso de las etiquetas clasificatorias, incompetentes en definitiva para alcanzar una comprensión cabal de su naturaleza, pero útiles para la confección de manuales e historias literarias. La obra de Ramos Sucre ha sido clasificada de romántica, modernista, vanguardista, pre-surrealista y hasta surrealista, al tiempo que su condición de poeta ha sido relativizada por quienes lo han leído como cultor de narrativas breves (ese ha sido uno de los costos de haber introducido el poema en prosa en Venezuela). En el caso de Sánchez Peláez el remoquete de poeta surrealista ha predominado en la crítica, aunque su obra también ha sido vista como neorromántica y existencialista.

Ocho años después, en 1959, aparecerá su segundo libro, Animal de costumbre, en el que nos encontramos ante un hablante poético más diáfano y directo, menos proclive (y también más alerta) a la adopción de las fórmulas retóricas artificiosas, al uso de los epígonos de un pretendido surrealismo asimilado sólo en sus aspectos más superficiales y codificados, como ocurre ocasionalmente en Elena y los elementos. De este modo, sin desentenderse de los tópicos e intereses centrales de su primer libro (i), se evidencia un cambio significativo: el logro de una forma expresiva más íntima y personal que derivará también en el orden temático en una mayor apertura e intensificación de la propia experiencia vital. Esta progresiva y consecuente reacción a toda modalidad expresiva que lo alejara de una dicción que no sintiera como propia, determinará la autenticidad verbal de su toda su apuesta poética y la singularidad de su obra no sólo en Venezuela, sino en el más amplio conjunto de nuestra lengua.

En ella se articulan una serie de campos temáticos, isotópicamente, en distintos planos: la dislocación de la relación yo-tú-ella, sometida a múltiples enmascaramientos; la invocación a la amada y la pasión erótica; la infancia, el entorno afectivo familiar y la continua nostalgia por los paraísos perdidos asociados a ellos; la urgencia del amor y la ternura como imperativos vitales; el tenso conflicto entre el ser y las imposiciones del deber ser; la percepción de un permanente exilio existencial y su consecuente sensación de extrañeza en el mundo; la elección consciente de una búsqueda expresiva signada por la lucidez, el rechazo a la impostura, la veracidad de la palabra inmediata y el rescate de una oralidad entrañable; la concepción de la poesía como don y ritual que hace del poeta un visionario capaz de alcanzar atributos proféticos, mediante la enunciación de inusitadas y oscuras simbologías. Todos estos asuntos estarán presentes en el conjunto de su obra, dándole más énfasis a uno u otro en determinadas zonas de su producción poética, pero siempre apostados en un lenguaje caracterizado por su condición enigmática, balbuceante, hermética, fragmentaria, lúcida, lúdica y lujuriosa.

Sobre esto último habría que precisar que el impulso erótico en esta obra se encauzano sólo en la celebración y posesión del cuerpo femenino, sino también del lenguaje mismo, de la palabra revelada, de “ese vocablo que falta” como cuerpo deseado y urgido. Por eso, en un poema de Lo huidizo y permanente (1969), dice: “Aunque la palabra sea sombra en medio, hogar en el aire, soy otro, más libre, cuando me veo atado a ella, en el alba o la tempestad.//Por la palabra vivo en aguas plácidas y en filón extranjero, fuera del inmenso hueco”, o en otro del poemario Rasgos comunes (1975), afirma: “Suenan como animales de oro las palabras.//Ahuyentando los límites mojarás el todo y la nada para sofocar el vértigo, y ellas se convertirán en muchachas de algodón”. Ese erotismo que es alcance, realización en la otra y en lo otro, en la palabra y en lo femenino, se vuelve integridad, absoluta totalidad, disolución de límites, amor, ternura, transparencia y despojamiento, siempre desde una mirada ganada por la inocencia y el desamparo. En un poema de su último libro, Aire sobre aire (1989), dedicado a su esposa, Malena, compañera insustituible en la vida de Juan, quien falleció hace muy pocos días, el pasado 28 de septiembre de este año, sólo tres después de centenario del natalicio de Juan, lo expresa así:

Yo no soy hombre ni mujer

yo sólo tengo resplandor propio

cuando no pierdo el curso del río

cuando no pierdo su verdadero sol

y puedo alejarme libre, girar, bogar,

navegar dentro de lo absoluto y el mar blanco

 

entonces sí soy

el hombre rojo lleno de sangre

 

y sí soy la mujer: una flor límpida, un

lirio grande

 

y también soy el alma

 

y clarean los valles hondos

en nuestro mudo abrazo eterno,

amor frío

 

—y qué más

qué más por ahora

piragua azul

piragüita.

Baste la lectura de este poema para finalizar estas palabras, ahora en homenaje y celebración de la memoria de ambos. Quisiera pensar, entretanto, que ese poeta llamado así mismo “el ungido de amor”, aquel que decía haber “conquistado el ridículo” con su “ternura/Escuchando al corazón”, ese niño-poeta-profeta, el único capaz de dibujar “signos y cábalas misteriosas”, el único que sirviéndose de sí, nos hablaba “Como si tuviera revelaciones que comunicar “, navega ahora con su amada Malena en esa piragua infatigable, en esa piragüita azulen la que siempre los recordaremos, a la distancia, con un “mudo abrazo eterno”.