“¿Cómo empezó el cine, papá?”. La pregunta de un hijo inicia el guion que lee el director de una escuela de cine. ¿Es adecuada una pregunta para iniciar un relato? ¿Sirve como una provocación? En la memoria del atareado lector fue el disparadero de un viaje. Artículos, libros y películas compusieron una prolongada conversación en la que escritoras, guionistas o ensayistas, liberados de obediencias y certidumbres, intervienen a voluntad. Y todo empieza… por un guion
Por ALBERTO GARCÍA FERRER
Escrituras
“En los años de la dictadura, un grupo de jóvenes juntábamos dinero para que un librero nos trajera guiones de películas, que la censura nos impedía ver”. Con dolida ironía, José Luis Borau agregó: “Queríamos leer las películas…”. El guionista, director, productor y profesor conversa con su amigo —admirador de Furtivos (1975)—, en un pequeño restaurante de alguna esquina fronteriza entre los distritos madrileños de Argüelles y Moncloa. Era un temprano año de la década de los 90, previo a que el amigo de Borau partiera para dirigir una escuela de cine.
“Una pieza literaria —y el guión lo es, pese a cualquier otra apariencia— solo puede ser conocida, y no digamos analizada como tal, a través de su lectura”, escribe Borau en su admirable revista Viridiana, creada, precisamente, para publicar guiones.
Su breve, tal vez por eso, intenso texto En busca de la letra perdida opera —más allá de ser el prólogo del guion de Furtivos— como la permanente reflexión de un viajero que explora las fronteras de la creación, la escritura y el cine.
Cita al lector Jean Luc Godard, que, cuando lee un libreto —Borau utiliza aquí esa denominación, cercana a la expresión de copione, habitual en Zavattini— y disfruta con su lectura, lo encuaderna y lo coloca en su biblioteca: “No es para rodar, no necesita ser convertido en imágenes”.
Borau navega entre calificativos: “Novelistas y dramaturgos actúan como cronistas inmediatos y fieles”. “El escritor cinematográfico, antes de escribir, ha debido reducir hechos inventados a imágenes concretas”.
Señala que el guionista se propone contarnos una película que sólo ha visto él, “preestrenada en la sala de su mente”. Es el primer adaptador de su propia fábula y el primer realizador que se adelanta a convertirla en imágenes, todavía imaginarias. Es tarea del escritor cinematográfico: “Inventar el argumento y luego las imágenes que lo reflejan o definen”.
Borau advierte que al describir e interpretar los planos realizados, “es el director el que dejará caer su peso sobre el contenido literario del guion definitivo”.
En este punto, libre y autónoma, la memoria salta tiempo y distancia. Cesare Zavattini, uno de los padres del neorrealismo italiano, maestro guionista, le dice a la escritora mexicana Elena Poniatowska, que lo entrevista para la revista de la Universidad Autónoma:
“Ser director no consiste en traducir o comunicar, sino en recrear. La película nace por segunda vez, tiene dos nacimientos. Por ejemplo, yo puedo escribir en un copione sobre un jardín, puedo hablar de flores, pero Vitorio De Sicca logra que las flores se oigan y que su perfume estalle en la pantalla: pone el sabor y la sal a las cosas. Un director de cine no es un intérprete o un traductor ni el hombre que sólo pone en comunicación la imagen con la palabra”.
Borau interviene para dirigir una mirada crítica a “quienes pretenden averiguar la estricta participación (en la película) de un escritor importante, por contenidos no cinematográficos (adaptaciones)” y señala la existencia de “Filmes pusilánimes desde un punto de vista creativo… por su condición de ilustradora de un texto”.
El guionista Zavattini, ante los elogios por el guion de una “obra maestra del neorrealismo italiano”, agradece a Elena Poniatowska el cumplido y observa: “Ladrones de bicicletas no sería lo que es sin la mirada de su director, Vitorio De Sicca”.
Retornamos a la frontera de Argüelles y Moncloa, mesa y café. El productor Borau: “No hay película sin guion. El guion es la preparación literaria del rodaje, herramienta sin la cual no es posible conformar el presupuesto de un film, o emprender su realización”. El acto creativo siempre baila en torno al maestro, guionista, escritor, director y productor… “Sólo en el caso de que ambos cometidos hayan sido cumplidos en su integridad por la misma persona podría hablarse, en rigor, de autor único…”. Y se pregunta: “¿Eso es importante?”.
Entra en escena el guionista y escritor Senel Paz (Fresa y Chocolate, 1993, de Tomás Gutiérrez Alea, Juan Carlos Tabío). Como el niño que preguntaba a su padre, Senel empieza su relato con una pregunta. ¿Les cuento cómo es la relación de un director con su guionista?: “El guionista termina el guion, con sus correcciones y observaciones. Se lo entrega al director, que lo ojea, le agradece el trabajo y le entrega, de regalo, un pasaje de avión para Hong Kong, vuelo que saldrá dos días antes de que comience el rodaje de la película. ¡Cruzar el océano más grande del mundo! El guionista le agradece, sorprendido, por ese viaje a oriente. Pero está silenciosamente turbado: no estará en el rodaje de su guion. Acompañado por el productor, el director, camina a paso decidido, para abandonar el cuarto. Su imaginación le permite ver al avión, que transporta a su guionista, precipitándose en vertiginosa caída, hacía una de las grandes fosas oceánicas del Pacífico. Ferozmente desatada la imaginación —¡también hay imaginaciones feroces!— mueve, en la caída, la caja negra del avión, como un asteroide deslizándose por la cabina de pasajeros para incrustarse en el pecho del azorado guionista. Fin del viaje. Antes de salir de la sala vuelve la cabeza para dirigir una mirada de apenada ternura a su guionista”.
El auditorio celebra el relato y el humor negro. El salón de actos está colmado de estudiantes que serán montajistas, productores, directores de fotografía o de sonido, futuros directores. Y guionistas. A ellos se dirige el cineasta Andrei Tarkovski, que ha salido, momentáneamente de su libro Atrapad la vida, para decirles, “Pido disculpas por adelantado a los guionistas profesionales, pero, en mi opinión los guionistas no existen”.
Movimientos
Apartadas las controversias en torno a guiones y guionistas y conducidas por el deseo de conocimiento de un niño: ¿Cómo nació el cine?, la memoria introduce al director/lector en las controversias de un nacimiento. Recibe una primera advertencia por parte del científico Jacques Ducom que manifiesta “La preocupación de los científicos por la responsabilidad moral que asumían al dotar al mundo de esta máquina (el cinematógrafo), que reproduce las manifestaciones externas y permiten interpretar, también, los sentimientos más íntimos del ser organizado y pensante que somos” (Cinématographe scentifique et industriel. Son évolution intellectuelle, sa puissance éducative 1923).
La nacionalidad de la invención: controversia expuesta, entre otros, por el francés Georges Potonniée que expresa el temor que Norteamérica, Alemania e Inglaterra reivindiquen la invención del cinematógrafo (Los orígenes del cinematógrafo).
”El cinematógrafo nació en la quietud del laboratorio”, afirmó Lucien Bull, discípulo del fisiólogo francés Etienne Julies Marey en su libro La cinematographie (1928). El documentalista británico Basil Wright, en su libro Long View, expone su mirada personal de la historia del cinematógrafo, al que define como “El hijo del laboratorio y de la máquina.” Y precisa “La investigación y los experimentos que llevaron a su desarrollo fueron obra de científicos que deseaban analizar el movimiento”.
A los convencidos de que el cinematógrafo nació para facilitar el estudio del movimiento les pareció una “curiosidad”, que se proyectara sobre una pantalla, para permitir analizarlo.
A finales del siglo XIX era extendida la convicción de que el cinematógrafo podría ser explotado en cualquier momento como una curiosidad científica.
El teórico e historiador del cine Jean Mitry, en la pasada década del sesenta, afirma que el científico E.J.Marey concibió su aparato para analizar el movimiento y no resolvió el problema de la proyección “porque a él no le interesaba”.
El astrónomo Janssen fue el primero en realizar tomas cinematográficas y más tarde Muybridge y Marey desarrollaron el “auténtico cine científico” sin pensar en ocuparse de las posibilidades espectaculares del medio ya que su principal objetivo era la “búsqueda del movimiento”.
Cronofotografía y síntesis del movimiento, descripción técnica de aparatos y materiales; discusión del problema, de las “ilusiones” cinematográficas, el color, el relieve, aplicaciones del cine a la ciencia, en la investigación y documentación, temas que ocupaban a los investigadores.
El médico de Zurich Dr. Nicholas Kaufmann, en un número monográfico de Cinematografía y medicina, de Revista Ciba dirigida a médicos (1919), afirma que el nacimiento de la cinematografía está íntimamente ligado a la investigación fisiológica. Lo documenta citando la definición de cronofotografía suscrita en el Congreso Internacional de Fotografía (París, 1889): “El conjunto de investigaciones científicas referentes a la deambulación del hombre y de los cuadrúpedos, sobre el vuelo de las aves y de los insectos y sobre el movimiento de los peces inclusive sobre la caída y las vibraciones de los cuerpos inanimados”. Observa, también, que Auguste Lumière era, precisamente, médico.
¿La cuna del cine fue un Laboratorio y el movimiento el sentido y destino de la “criatura” naciente? ¿Dos “matrimonios” para la gestación de la criatura?: “El cine producto de la unión del analista y el ilusionista” y “El cine producto del cruce del laboratorio con las carpas de feria”.
Bricolage creativo
Investigador y director de cine, el italiano Virgilio Tosi argumenta —y fundamenta—, en su libro El cine antes Lumiere, la preexistencia del cine científico, a lo que él denomina “cine espectáculo”.
Elogia el trabajo de Georges Sadoul y la sucesión cronológica que propone pero observa que, a su juicio, Sadoul no afronta la cuestión de fondo y no tiene una respuesta a una pregunta clave: ¿Por qué científicos y técnicos de diversa orientación y diferentes países se plantearon el problema de construir y hacer funcionar mecanismos que sirvieran para registrar y reproducir las fases y la dinámica del movimiento?
George Sadoul, en su monumental Historia del Cine, rechaza el mito del inventor solitario, explica la invención del cine como parte de un proceso de desarrollo tecnológico y social y establece una sucesión cronológica de invenciones: en 1832, establecieron los principios del cine el físico belga Joseph Antoine Ferdinand Plateau y Simón Riter von Stampfer, matemático y topógrafo austríaco creador el disco stroboscope, conocido también como Zoetrope (un siglo y medio después así llamará a su productora Francis Ford Coppola). Eadweard Muybridge, fotógrafo e investigador inglés, realiza las primeras tomas en 1872. Etienne Julies Marey, médico y fotógrafo francés, crea la primera cámara, 1874. Charles-Emile Reynaud, dibujante, pintor, fotógrafo e ingeniero francés, crea en 1892 el Teatro Óptico dando lugar a la proyección animada y los primeros espectáculos. Tomás Alva Edison, norteamericano, inventor, emprendedor, ingeniero, matemático, guionista, director de cine, crea y dirige del primer filme en 1893, también registra, en una de sus primeras películas, el primer beso cinematográfico. Sadoul apunta que “decenas de inventores intentaron proyectar cine pero fueron los hermanos franceses Louis y Auguste Lumière, emprendedores e inventores, quienes lograron hacerlo mejor que todos” en 1895. El cineasta, ilusionista, actor y fabricante de juguetes francés George Meliés avanzó sobre las otras artes, particularmente el teatro, para transformarlo en un espectáculo y proyectar sus primeras películas en su teatro Robert Houdin en abril de 1986.
Parece evidente que la creación del cine fue un trabajo de bricolage interdisciplinario, resultado de diversas y, a veces, simultáneas invenciones —el investigador Steven Johnson explica en su libro Las buenas ideas el sentido del bricolage de los procesos creativos: “Merece más la pena conectar las ideas que protegerlas”.
El cine —como la perspectiva, por citar sólo un ejemplo—, cambió la manera de mirar el mundo, a los seres humanos, la vida, los rostros, gestos y movimientos. El movimiento identificó al cine y el cine otorgó identidad visual al movimiento.
El director/lector recuerda su salida de una Sala de Cine con su compañera de jurado de un Festival de Cine Ecológico, en alguna ciudad de la costa mediterránea. Acababan de ver una fascinante película rodada en alta velocidad que permitía observar, estudiar y disfrutar de los movimientos precisos, complejos y elegantes de enormes o diminutos animales. La memoria recupera el momento, el gesto y las palabras de su compañera, bióloga de profesión. La recuerda señalando el nutrido grupo de aves que volaban a la distancia sobre el tranquilo azul del mar “Emigran… se mueven, como seguramente lo estarán haciendo los peces de este mar, o los seres humanos que pasean por esta costanera… sin el movimiento y las migraciones no existiría la vida en la tierra… el cine nos devolvió la belleza del movimiento… y desde la butaca de una sala, hacemos uso del derecho a emigrar, también con la imaginación”.
László Foldenyi escribió en Elegía por el cine, capítulo de su libro Elogio a la Melancolía: “El cine debió avanzar muy rápido venciendo incluso al tiempo, mientras las otras artes necesitaron siglos, porque el pecado original del cine fue no haber nacido como arte”.
Observa Foldenyi que, en Amarcord (1973), Federico Fellini no sólo evoca su juventud sino también a las salas de cine, cuya desaparición es el símbolo de una era definitivamente extinguida.
La memoria sienta, ahora, al lector/director en una sala de cine, que había dejado de serlo para adquirir una identidad más prestigiosa: salón de conferencias. La sala recuperaba su identidad original esporádicamente. Conservaba una gran pantalla abatible y sobre todo una cabina de proyección con los equipos originales, que un anciano mantenía lustrosos e impecables, para celebrar las eventuales proyecciones como una fiesta personal. Asistía, esta vez, de jurado de una Semana Internacional de Cine Médico. Las tres primeras películas del día abordaban la situación, estado y tratamiento de víctimas de grandes quemaduras. La memoria le devolvió la advertencia del científico Jacques Ducom sobre: “La máquina que reproduce manifestaciones externas y sentimientos más íntimos del ser organizado y pensante que somos”. Pensaba el lector/director en el estrago destructivo recibido por los cuerpos que veía en la pantalla y comprendió que dolor y estremecimiento no eran resultado de la fotografía sino del movimiento, la fotografía es imagen de un tiempo detenido, el cine es movimiento, imagen del tiempo que transcurre, como transcurre la vida. Permanecía aferrado a los apoyabrazos de su butaca reprimiendo cualquier gesto o movimiento que revelara la profunda impresión que le causaban aquellas imágenes, rodeado de estudiantes de medicina, médicos y profesionales de la sanidad, cuando sintió el ruido seco producido por la caída de algún cuerpo. Ruido al que siguieron gritos pidiendo “Un médico, un médico”. Se encendieron las luces, la última imagen quedó inmovilizada en la pantalla abatible. Él pudo seguir con su mirada la imagen de aquellos o aquellas sanitarias que salían en angarilla de una sala que había dejado momentáneamente de ser sala de conferencias para volver a ser una sala de cine.
Novelistas, periodistas y guionistas, ¿falsedades y mentiras?
“De manera que un novelista es lo mismo que un periodista. ¿Es eso lo que usted quiere decir?”. Pregunta hecha por el Juez William J. Rea durante el juicio MacDonald-MacGinniss el 7 de julio 1987. Epígrafe del libro El periodista y el asesino en el que Janet Malcolm, periodista y escritora, relata el juicio: un condenado por triple asesinado, demanda judicialmente al periodista que escribió la historia de ese crimen. Previamente a la publicación del libro hubo un acuerdo entre condenado y periodista: exclusividad del relato y porcentaje económico en la recaudación de ventas.
El inicio de El periodista y el asesino ha sido —y sigue siendo— repetido hasta la náusea por articulistas, periodistas, profesores y profesoras en las carreras de periodismo. Inquietos por esa primera página en la que Janet Malcolm afirma que la actividad del periodista entrevistador es moralmente indefendible. Entiende que el entrevistador debe llegar cargado de recelos, dudas y suspicacias para relacionarse con el entrevistado. Si no es así, no es un periodista sino un publicista. Algunos periodistas temen encontrarse a sí mismos en el libro. Otros releen la clasificación con la que la autora ordena la tríada de periodistas: “Los pomposos, los menos talentosos y los más decentes”, portadores de esa particular condición traidora en el ejercicio de su profesión.
El epígrafe citado pone de manifiesto la reflexión central de El periodista y el asesino. Janet Malcom avanza más allá de la crónica y el relato o del análisis jurídico y psiquiátrico de culpabilidades profesionales no asumidas (Janet Malcom al relatar aspectos del juicio que condenó por asesinato a MacDonald subraya que fueron tantos los psiquiatras convocados por la acusación o la defensa y tan intenso el debate psiquiátrico que el juez tuvo que advertir al jurado: “No están aquí para investigar por qué mató, sino para determinar si es culpable o inocente”).“El periodista y el asesino” es un ensayo en el que la escritura de Janet Malcom desborda las fronteras del trabajo periodístico y permite percibir señales de la condición infiel de la creación para hacernos repensar la dimensión de los procesos creativos, desde los murales prehistóricos hasta el cine.
Vidas propias y películas vivas
Entre los sesenta y setenta del siglo XX se cimenta una década en la que periodistas y escritores escriben para que los éxitos de sus libros muden en exitosas películas. La industria de escribir, dirá con irónica displicencia el abogado del demandante MacDonald, condenado por asesinato, al interrogar al acusado, el periodista y escritor MacGinniss.
El periodista y el asesino alberga dos películas. El libro de MacGinniss se editó en 1983 y fue película en 1984: Fatal Visión, dirigida por David Greene, contó con la actuación, entre otros, de Eva Marie Saint y Karl Malden. En 2017, Nicholas McCarthy dirigió una nueva versión de la novela. En 2020, el juicio por el triple asesinato fue serie documental: A Wilderness of Error, cinco capítulos escritos y dirigidos por Errol Morris.
Josep Wambaugh, expolicía, escritor de la novela The onion field, editada en 1974, fue citado por la defensa del periodista acusado MacGinniss. Su exitosa novela fue película en 1979: Campo de cebollas —en la versión española—, dirigida por Harold Becker, con los actores John Savage, James Woods y Ted Danson, entre otros. Wambaugh fue también el guionista de la película.
La respuesta de Wambaugh a una de las preguntas del abogado de la acusación revolvió el juicio y a los jurados: “Embaucar a las personas entrevistadas es una especie de sagrado deber de los autores”.
“Les digo una falsedad si es necesario… Al escribir El campo de cebollas uno de los asesinos me preguntó si yo le creía cuando dijo que no había disparado contra el policía. Yo había entrevistado a muchos testigos y tenía gran acopio de información de manera que no le creía… pero le dije que sí porque deseaba que el hombre continuara hablando…”.
“Mi trabajo consistía en llegar a la verdad a fin de poder narrar una historia coherente, por eso tenía que alentar a la persona para que hablara. ¿Puedo describir la diferencia entre falsedad y mentira?”: una mentira es algo que uno dice con mala voluntad o de mala fe en tanto una falsedad es parte de los ardides de que uno puede echar mano para llegar a la verdad.
“Mi responsabilidad última no era con una persona, mi responsabilidad era con el libro”.
En el discurso final dirigido al jurado, el abogado de MacDonall dijo con tono burlón: “Wambaugh estuvo interesante. Me intrigó su definición de mentira y falsedad y la manera en que dio la definición es algo que me hace pensar que ustedes también podrían quedar intrigados”.
Janet Malcom escribe en su libro: “Los testigos a favor de MacGinniss sufrieron un desastre, por la invariable insistencia de la defensa: ‘No me eches la culpa, pues todo el mundo lo hace”.
Días después de su comparecencia, Janet Malcom entrevistó a Wambaugh:
Wambaugh le dijo: “Un libro es una cosa viva. Cuando llega uno al punto en que lo ha entregado todo a ese libro, ese libro es algo más vivo que cualquier persona que haya conocido, de manera que tiene uno la obligación moral de proteger esa vida y no permitir que muera antes de nacer. Si tengo que decir una falsedad para proteger esa cosa viva, para permitir que nazca, ahí está pues mi obligación moral”.
Janet Malcom le dice: “Se ha dicho de personajes de novelas que parecen más reales que las personas vivas”
“Sí, sí”, la interrumpe Wambaugh. “Parecen obrar por su propia voluntad sin ayuda de uno”.
Janet Malcom le advierte: “Pero eso es ficción. En las obras sobre hechos reales, que son las que escriben usted y McGinniss, los personajes no tienen por qué ‘asumir una vida propia’. Ya tienen una en realidad”.
Afirmación incisiva
La duda de que el guion que estaba leyendo fuera una “cosa viva” se cruzó en la memoria del lector/director con la afirmación que recordó haber leído, enmarcada, en las paredes del laboratorio de un amigo físico, que solía educar su conocimiento observando la curiosidad y el comportamiento de los visitantes del museo científico que él había diseñado. La afirmación enmarcada se repetía en su memoria con infinitas variaciones, evitando, siempre, la firma del autor porque la autorización de un aserto disminuye la fuerza de su sentido.
La memoria, que no consulta ni pide permiso, lo regresó a la Semana de Cine Médico. No está en la Sala de Proyecciones, ahora comparte placentero encierro con el resto del jurado, en un restaurante de provincia. Entre broma y broma, el médico, director del festival, les dice antes de clausurar la puerta de la sala: “No salen de aquí si no es con el acta de las películas ganadoras, acordada y firmada”. Siete miembros, seis médicos y el lector/director. Disponen del equipo necesario para volver a ver aquellas películas que les planteen dudas. Para el lector/director la medicina y sus especialidades son un campo de nuevos conocimientos. Los acuerdos se toman con precaución y algunas disidencias. El encierro, las discusiones y el inquieto andar de alguno de los jurados en torno a una mesa ovalada le recuerda vagamente a Doce hombres sin piedad (1957. Sidney Lumet). ¿Cuál de sus compañeros de jurado sería Henry Fonda?. Acordados los premios por especialidades. Hay que decidir el Primer Premio, obviamente el más codiciado. Está en pugna el trabajo en las múltiples especialidades de la medicina, y su cine. Cruce de opiniones, preferencias y apoyos. Tal vez el médico Auguste Lumiere hubiera sido de una gran ayuda, pensaba el lector/director, con una sonrisa en la que se unían curiosidad e ironía. Atardece. Toma la palabra un cirujano, enfundado en costoso traje de muy finas rayas grises sobre fondo negro, chaleco, camisa blanca con gemelos color oro, corbata morada con grueso nudo. Sonríe con un toque de controlada prodigalidad, propone ver nuevamente la película de “gran cirugía”, que defiende como gran Primer Premio: quirófano, blancos inmaculados, manos enguantadas, bisturís, hilos de sangre… El cirujano pide detener un momento la película y les dice: “Por favor observen la belleza de esa incisión”. En ese momento, la frase leída en el laboratorio de su amigo físico se posó con suave insistencia en la memoria del lector/director: “La imaginación es más importante que el conocimiento porque es infinita”.