Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS
De la obra de Orlando Albornoz (1932) pudiera decirse que cubre la biografía de las ciencias sociales en Venezuela. Sociólogo de formación, su gestión académica se extiende en esa amplia rama denominada en la vida universitaria francesa ciencias del hombre. El desarrollo de su actividad profesional coincide con la importancia que la sociología alcanza en el país en la era académica, y en medio de coyunturas de la sociedad señalada ya no como un proceso sino como sujeto de estudio. Sus estudios eligen siempre un objeto pero anclados en una generalización y esta nos da una perspectiva no solo de la disciplina, sobre todo construye la genealogía del entorno.
En su libro La familia y la educación del venezolano, publicado en 1984, Albornoz hace una profecía que luce liberada de las presiones de la sociología, como un Orwell de los tiempos urgentes sugiere como imperativo la necesidad de producir cambios drásticos para llegar sin terrores al 2001. Ese capítulo, “Venezuela 2001: el futuro comprometido”, nos propone la perspectiva de un niño cuya vida escolar se inicia en septiembre de 1983 —la fecha resulta al menos sibilina—, en 1998 la sociedad ductora de aquel niño había tomado una decisión temeraria. La rutina se cumplirá sin sorpresas, las pausas y las etapas no mostrarán nada irregular en el plan de los burócratas, y la programación se ejecutará sin mayores sobresaltos. Pero la felicidad de ese niño es causa de angustias, todo “está comprometido para él, salvo que ocurran cambios bruscos a nivel social”. Paradójicamente, se habla de la escuela como el escenario donde evolucionará su vida mientras se forma para la sobrevivencia, detrás de ella ruge la desolación. No es el análisis de un académico buscando verificaciones, tampoco la conclusión de quien ha juntado muestras aquí y allá y confronta datos. Es más bien el punto de vista de quien necesita situar conflictos en un afán de ver más allá de una esperanza demasiado retórica, y también del formulismo ofrecedor de seguridades desde la oficina de contabilidad. Cuando señala que “se daría un enfoque equivocado al asunto si se va a lo inmediato que es el propio sistema escolar”, deja abierta las posibilidades del debate orientándolo a un examen de la sociedad en términos de arqueo, de balance ontológico, de mea culpa si se quiere. Estas libertades se las puede tomar el sociólogo que no se fía en exceso de los procesos públicos y responde a la seducción de la eficacia intelectual, y sobre todo no desdeña la cultura como fondo regular del análisis. De todos modos es significativo cómo Albornoz reivindica el expediente del enfoque de los ritmos, tan característico del ensayo venezolano de la identidad: juicios, balances escépticos y alguna revelación no prevista desde el contexto.
Esta escritura representa una forma de albergue o nicho donde el discurrir sociológico ha encontrado su mejor contrapunto, en él se concilian tiempos y elementos anteriores a la formalización, y esto no sólo habla de la fertilidad de la abundancia. También sirve para confrontar un legado de exposición donde la atomización no había llevado sus rigideces a la propia disciplina. Esta hallará sus rigores en la aptitud que sus cultivadores exigen para ella, y cuando una fuerza fundadora se muestre más allá del prestigio de los métodos, y hablamos así de un rigor permanente. Quizás sea nuestro Augusto Mijares, mal olvidado hoy, el sintetizador de este estilo, después de todo se trata de una tradición no desdeñable en absoluto: ella interroga no desde lo que somos sino desde lo abandonado, aunque no desvanecido. (Hemos tenido exceso de culto a la realidad, desde un gobernante en su visita al pueblo preguntado por el nombre de las plantas hasta el novelista en su gira por el país para fijar su prospecto. Sin saberlo, la llamada investigación de campo —prende como novelería en la sociología académica— cuanto ha estado haciendo es reeditar el realismo positivista de Gallegos). Mijares se sumerge en la ilustración de datos y procesos para desde allí dar con manera fluida de lo académico sin entregarse a sus comodidades.
La equidistancia de Albornoz resulta significativa porque se trata quizás de nuestro mayor académico actual, representante de la comunidad científica en su expresión más normativa, cumplidor sin pausa de sus exigencias. Que se atreva a derivar opiniones desde el tratado no significa tanto apelar a licencias y sí el reconocimiento y ejercicio de una tradición esencial en Hispanoamérica: la del intelectual hacedor y deshacedor de la sociedad. Este ensimismarse, una actitud desdeñada como divagación en lo enunciativo científico en nuestros países, es la mayor fuerza explicativa de que disponemos, él mismo le ha dedicado alguna descripción tangencial, y si lo ejercita ya no debemos preguntarnos por su valoración. Sus descreencias soterradas de lo científico instrumental le ha descubierto la veneración por el buen decir, algo poco usual en la escritura académica de las ciencias sociales de hoy. Si Thorstein Veblen y su Teoría de la clase ociosa son una sola expresión, el sujeto corpulento y huraño que descubre el consumo ostentoso casi desde el sarcasmo, ya el Informe Hite ni siquiera es lenguaje técnico; si el Régimen de la encomienda en Venezuela (Arcila Farías) puede leerse como una relación, ya Hacia la democracia (Carlos Irazábal) es un libro colonizado por la vanagloria de una disciplina. Interesan estas elecciones por el gusto de juzgar el buen decir y la elegancia enunciativa, pocos parecen dispuestos a discutir la herencia formal de nuestra saga intelectual, la ciencia como vocero del saber lo subsume todo, esto en sociedades como las latinoamericanas no sólo es un exceso de confianza en la novedad, sino una ridiculez temeraria.
Los arqueólogos de la investigación subsidiada olvidan que Sarmiento tal vez sea el mayor compendiador de instintos y Simón Rodríguez represente al recelador de acuerdos por excelencia. Bello sería así el prospecto donde lenguaje e ideas verifican la sociedad. Y sin embargo el afecto de ciertos investigadores de hoy es capaz de alborozarse más con el hallazgo de un taciturno funcionario de la Colonia que llevaba cuenta de haberes y deberes y anotaba la marca de los productos venidos de ultramar. El pretencioso interés de estos días por el siglo XIX y sus instituciones no sólo exagera el presentismo, también magnifica su objeto: las ciudades.
La obra de Albornoz está desplazándose en unos referentes eficaces para permitirle superar las estrecheces de la formulación académica, lo probatorio cumplidor de sus propios acuerdos, pues cuando no desdeña la profecía es porque sabe cuán frágil puede ser el conocimiento en un medio donde pocos rasgos de aquel saber pericial pueden ser fijados. Un libro como Sociología y tercer mundo es como el resumen de un estilo forcejeado para liberarse de solemnidades ampulosas —el discurso de la sujeción—. Tal vez la especialización de las ciencias sociales sea doblemente sospechosa, porque un sociólogo de la educación, por ejemplo, empecinado en sacar conclusiones reduciendo en vez de ampliar debiera saber que se enfrenta a un escenario de productos finales y en consecuencia tendrá suma de saberes. En Venezuela, especialmente, tenemos esa disposición donde el investigador se torna en validador del cargo más que de la función, esto termina por estimular risitas —económica y socialmente produce algo peor—. Una forma de marginalidad rescatada por el Estado con sus políticas de financiamiento de cualquier cosa marcada con el rótulo de “científica”. Albornoz ha debatido el asunto desde su particular eclecticismo y ha exigido productos poseedores, al menos, de reconocimiento institucional, saber como valor. Y para esto es preciso despejar el camino de tanta pretensión cientificista, esta no acarrea sino aislamiento y el riesgo de la burla callada entre los intelectualmente avisados.
Educación, tema capaz de devorar a cualquiera en una sociedad donde los especialistas en la materia parecen abundar, hacen fila en el Ministerio respectivo y se prolongan en el bostezo de la maestra graduada en la universidad. ¿Qué significa dedicar más de sesenta años a tanta monotonía en un país convencido de que educar es tan solo administrar recursos públicos? Necesariamente se debía desembocar en reflexiones políticas, y estas con frecuencia exponen a Albornoz a la vindicta pública de quienes alardean de haber visto la verdad. Un amigo inteligente se indigna cuando lee su opinión comparativa sobre Cuba, este amigo sin duda incurre en el error del purismo, del reduccionismo para ser más escueto, por lo demás. Como desconoce en realidad el fondo de una saga, Albornoz y su demostración, lo juzga desde la política de los justos e injustos. Otro amigo se escandalizaría seguramente si leyera su epitafio de la llamada investigación acción: está teñida de populismo, les dirá. Y de paso advierte como para los partidarios de la tal modalidad “todos los que hacen ciencia ortodoxa son enemigos del pueblo”, aquí la ironía está muy cerca del sarcasmo, pero ya se ha avisado: el objetivismo no es bienvenido. De hecho la profecía es el hábito de quienes juzgan con los ojos cerrados. Eso hace Euclides da Cuhna en Los sertones, mientras más se aprieten mayor exactitud: sino miremos hacia el nordeste del Brasil hoy. Y sin embargo se confiesa un paria político al haber desdeñado el activismo. Aferrado entre lo signado como estigma y el elogio de la academia, en él pesa como seducción la elocuencia, vuelve con frecuencia a un estado de nostalgia que lo enfrenta a los límites de su saber, la sociología misma como paria de unas ciencias desdeñosas de toda rebelión y ávidas de adscripción, en busca de reconocimiento.
Nutrida de definiciones ansiosas de ceñir lo demasiado amplio en su evasión, la tentativa supone el ejercicio de la paradoja y otros recursos, estos no se hallarían tanto en la sociología de la educación como en la ironía inglesa, es rescatable la suya de la educación como mordaza. En tiempos de su santificación él la descubre en su máxima eficiencia. “De hecho puede decirse que la educación subdesarrolla un país si aquellos que son entrenados no son neutrales…”. Me pregunto qué quiere decir con neutrales, con seguridad no se está refiriendo a la discutida objetividad de los saberes de método. Lo importante es poner en cuestión una función siempre vista como un servicio social; por lo demás, se sabe de la eficacia de algo cuando mantiene la estabilidad de aquello donde opera. Así será más explícito cuando evalúe los alcances generales: bienestar, regularidad del intercambio. “La mejor demostración de la funcionalidad, éxito y eficiencia del aparato escolar y de la maquinaria educativa en la sociedad venezolana es que […] los cambios son relativamente pequeños y estructuralmente imperceptibles”. No deja de ser previsible en un pensador así, disidente por recelo de la disciplina misma, su gesto enfrentado a las novedades políticas, y se le tacha hasta de reaccionario. Se trata de un sospechador de lo gnoseológico, y sin embargo en el país puede ser visto como alguien que discute políticas educativas del gobierno de turno. En el remoto año 1965, y en medio de las exaltaciones de la gratuidad social como motor de la democracia, Albornoz estableció una diferencia entre educación y profesionalización que estaba en el futuro de los horrores venezolanos de casi cuarenta años después. No cuestionó la gratuidad de la enseñanza universitaria, pero sí su naturaleza, y esto valdría especialmente para un universo populista: “La enseñanza universitaria no es solo la de dotar a un individuo con ciertos conocimientos específicos, con los cuales pueda él salir a obtener un lícito estipendio…” (Proceso a la sociología. Pormenores de la vida universitaria). Queda claro, educar no es adiestrar, es sobre todo un acuerdo del cual depende la reproducción del tejido social. Supone una ética de deberes, una reciprocidad. Aquella educación no contuvo ni conjuró el advenimiento del chavismo, por ejemplo, porque era esencialmente tecnócrata y profesionalizante, para no indicar otras asperezas. El cargo mayor sería eso llamado por Briceño Iragorry “desagregación mental”: no obraba en un escenario verificable. Albornoz lo exponía en términos de pura armonía funcional, pero era suficiente —“…el estudiante que egresa de nuestra universidad tiene una deuda con la sociedad que le ha formado como profesional y éste debe contribuir de alguna manera al mejoramiento social de la comunidad” (Idem). Esa deuda suponía un vacío o una fisura en el relacionamiento de los grupos sociales con su propia herencia, no habría acumulación solidaria. El tejido social se cosificaba en la hipertrofia del sector terciario y la magnificación del consumo en desmedro de las relaciones de sustentación: civilidad, reintegro fecundo de la capacitación. La democracia del populismo no estuvo interesada en indagar la naturaleza de la riqueza, en cambio privilegió la indagación de las fuentes gregarias de la pobreza y fortaleció los mecanismos de aclamación.
Muchos años después y en la recepción del Premio Andrés Bello, en Brasilia, y casi haciendo el elogio de Darcy Ribeiro, condena momentos también condenados por los cambios de hoy en Venezuela, pero como lo demás no resulta utilitario, nadie quiere filósofos en una tierra donde abundan los estragados por la indiferencia y el hastío. Asimismo, sus guías (agendas las llama) para la acción liberadora de la escuela donde se redefine la presencia de familia y comunidades son una novedad, más aun, una exhortación amorosa en un pueblo saturado de igualitarismo, cuya variante de moda sería: “Muerte a los sabihondos”. Si se ha dolido del vacío que su obra encuentra en el país, ha sugerido su relevancia en proporción directa a la distancia que se halle de Caracas, y eventualmente relaciona esto no tanto con mezquindades como con un antiintelectualismo, este sería característico de la sociedad venezolana —estaríamos frente a pura negación filistea, y nada más—. Pero el dicho antiintelectualismo, tal y como lo reconoce Hofstadter, y para la sociedad norteamericana, se funda justamente en la pasión por la certeza del empirismo no ya de datos sino del éxito como solución: la humillación —dice— del Sputnik fue una de sus consecuencias, fracasos nacionales de naturaleza gnoseológica, como todo. ¿No es esta la misma fuerza (o abominación) que Albornoz reconoce en el chavismo, aunque en este aún conserva sus rasgos patriarcales? La obra de Albornoz es enciclopédica por lo que tiene de sostenida fe en la potencia intelectual, se salva a sí misma mediante la insistencia, a veces monótona, en dos o tres prédicas. Quizás no ha habido en ella la dosis suficiente de ironía, para estar tan cerca de la tradición del outsider, pues cita novelistas, filósofos y poetas con soltura y sobre todo con entrega, casi con protocolo, diría. Esa obra se ha ocupado de objetos propios de la tradición del ensayo de la identidad y la venezolanidad, pero en una fase ya no descriptiva sino prescriptiva: lo devenido de aquel diagnóstico. Allí se amontonan y atascan las imposibilidades y fracasos del ser y la república, la sociedad gestora buscando el rumbo, lidiando con sus logros y viendo cómo encara una idiosincrasia. Es en este horizonte donde la sociología alborniana aparece como un catalizador en la determinación de esclarecer qué ha pasado con la sociedad del conocimiento y en un tiempo donde las especializaciones también dan un perfil: lo profesional clínico. Si Picón Salas nos deja un panorama de la cultura por agregación, en donde los ritmos del proceso ordenan una personalidad, la biografía de la nación, los estudios de Albornoz amplían una parcela, nos dan la medida de unas responsabilidades cosmopolitas. En ellos resuenan los ecos de ese proceso en la insistencia de cuánto ha ceñido en su autarquía, o podría decirse su hacer inercial, tal vez indiferente pero configurador. Historia, etnología, antropología, política, están compactadas en un examen de la educación venezolana donde coyunturas y diagnósticos sintomáticos han sido superados. Tenemos una anatomía cuyos órganos han sido aislados para mejor oír los latidos de lo sincopado. La disciplina llamada sociología de la educación se hace género epiceno: todo lo refleja y puede nombrarlo. Nunca antes la exploración de un instrumento construyó mejor un objeto, lo modeló hasta revelar su res extensa. La exposición escrituraria debía hacerse no solo obsesiva, monótona, sino titánica, monumental. Estamos hablando de unas cincuenta mil páginas impresas, la insistencia donde podemos resuenan conceptos y categorías, alegorías e indicaciones vaciadas como en piedra, imposible dudar de su certidumbre. Un universo cíclico pero no repetitivo, lo cual parece improbable, pero ahí está. Doy una mirada a su reciente Manual para mejorar la calidad académica de la universidad nuestra (CIH “Mario Briceño Iragorry, Instituto Pedagógico de Caracas, 2021). Allí la innovación es un tour de force con la coyuntura cargada de convenciones, la dispone a fin de exorcizarla. Queda un orden del día, lo secularmente pospuesto, las entradas de un “manual” contendor del rezago, ya sin posibilidad de políticas, solo espacio para visiones.
Evaluar esa obra supone encarar un compendio de largo alcance, va desde la aptitud de nuestros pedagogos coloniales (Simón Rodríguez, Roscio, Sanz) hasta la intuición del ensayo de la venezolanidad, ejecutado en Mijares o Briceño Iragorry, Picón Salas o Enrique Bernardo Núñez. Pesa sobre él un tiempo largo de elaboración y sobre todo un pathos: la condena de la construcción y ansia de la sociedad, muy ilustrado esto, muy de una genealogía del siglo XIX hispanoamericano. Supone evaluar los vacíos, también la continuidad y situar su inserción en el proceso del pensamiento venezolano ya no en términos académicos sino intelectuales. Cuánto de prescindible no hay en la agenda del debate de la escuela venezolana de los últimos cuarenta años. Cuáles nombres de la magnificada era del dependentismo y de los temas de eso llamado por alguien discreto los marxismos imaginarios estarán en la devoción de un lector de cien años después. Pienso ahora mismo en nuestro conmovido y conmovedor Ludovico Silva, hoy parece salvado por la poesía, y ya es bastante. Pedagogos y predicadores al parecer han tenido mejor suerte. A algunos más les valdría darse al debate feroz, a la inquina que estruja pasiones, al menos los recordaría un epitafio áspero. ¿Qué podemos hacer los venezolanos con ese alarde de persistencia? ¿Cuál es el significado de ese esfuerzo de ordenación de la realidad que concluye en un pensamiento interrogador e inconforme? Afranio Peixoto, autor de la presentación de la traducción al español de Los sertones, se quejaba de haberse exaltado en extremo el estilo fabuloso del libro y no se tenía en cuenta las lecciones encerradas en una prosa compacta, las atroces lecciones. Tal vez algo similar ocurre con algunas ejecutorias de nuestro proceso intelectual, se me ocurre que es el caso de Orlando Albornoz. No hemos reparado en la dimensión de su vasta investigación, de su vocación como revelación, pocas insistencias hay en Venezuela como la suya, y en su área es un solitario, y esto no hace sino ampliar su significación como una sombra en el descampado. Se le siente fastidiado a ratos por el análisis empírico, por la verificación que recurre inmune al amparo de los datos, cuestiona las devociones cuantitativas de la ciencia social norteamericana, pero lo vemos volver a emparejar con las seguridades científicas. Lo vemos soltar alguna risita cuando nombra la investigación militante, pero desgrana un ensayo sólido, ruidoso, donde se pone en contrapunto juventud venezolana, alineación y democracia política. Los subtemas no ortodoxos del especialista deparan gratos hallazgos: a mayor estabilidad más alineación, y esto resulta un diagnóstico de largo alcance, vale por igual para sociedades periféricas e industriales. O ese de la clase media importada en los cincuenta con la segunda oleada de inmigración del siglo XX. Plantea el predicamento de la televisión y su impacto en la educación de manera concluyente, y en dos líneas deja atrás el regodeo de los comunicólogos de la teoría de la significación.
En el mencionado libro sobre la familia hay, por cierto, una estrategia para formar espectadores y minimizar los trastornos de la televisión en un medio atrasado, esta va desde el discernimiento de las dos realidades que el niño percibe como una sola, hasta una conversación respecto a la dignidad a propósito de la exposición al ridículo. Son rutas para revisiones que sacuden acuerdos agotados de nuestras ciencias sociales. Su idea de lo por él llamado hipoaprendizaje se prolonga en una visión casi holística cuando señala que expande el mercado laboral pero no tiene ningún impacto en el desarrollo. Esto resulta como una guía para elaborar un posible programa de sociología del tercer mundo, incursión esta cara a quien, sin embargo, vuelve constantemente a las fundaciones teóricas. Por ahora no es posible, pero esa obra deberá ser evaluada más allá de la discusión del día, esa merecedora del honor de los medios. Después de todo ella no se aviene con beligerancias que el público pueda compartir, será necesario esperar el tiempo cuando ya no sea prédica y escape de los manuales. Ni la ciencia ni la academia tienen planes para esta tarea, se han convertido en lugares donde se acogen resultados y hasta se los certifica, pero siempre hay el riesgo de ponderar la extensión de la escritura por encima de la expresión misma. En alguien que se ha permitido las dosis de autarquía de Albornoz es preciso vigilar la arquitectura, el territorio. La validación del saber, quizás menos, la hilación de los argumentos, lleva con facilidad a la duplicación, al hastío de la sobreinformación inocua, al palimpsesto. Digo, pues, hay una escritura vasta y esta fluye como instinto, autosuficiente, contaminante, las ideas aquí ya no tienen carácter pericial, el reino del hedonismo se ha instalado y tal vez ni el propio interesado se haya dado cuenta, el solaz lo afirma y lo conduce, es un ethos que anhela ser lúdico.
Exponente característico de la universidad latinoamericana ilustrada y beligerante, su pasión por el conocimiento lo lleva a descubrir unas relaciones donde se distingue el saber no ya un medio de control de realidad y materia, sino una manera de legitimar el mundo por medio de argumentos intelectuales. Albornoz se prepara para debatir el país, enseña desde las aulas y de cuando en cuando una generación avisada lo descubre como el gran inconforme, y secretamente lo nombran su maestro. Luego de más de sesenta años de una agenda pública, se trasluce una constancia difícil de ponderar: su fe en la investigación y el estudio, su definitivo ejercicio de escritor. El país tiene en él, pues, su emblemático analista de la educación, pero también un humanista, capaz de totalizar desde la prédica. La universidad ha sido un punto focal de su trabajo de indagación, y más allá del debate y la polémica ha construido un claro objeto de estudio, en sus manos ella ha devenido en un tema nacionalizado, caracterizado en su dimensión histórica y cultural.
Debemos a su larga gestión, desde una historia de la sociología en Venezuela (1962, 1970 edics.) hasta el emplazamiento de esa sociología en una dimensión explicativa de la pobreza, actitudes de identidad y en general de elementos caracterizadores de la gens. En medio de la labor del pensador fijando causas siempre ha habido tiempo para advertir, alertar o aleccionar sobre los rumbos de la educación y sus consecuencias. Y no estamos hablando de ruidosas denuncias del maestro moral, sus reflexiones convincentes, eruditas nos llegan en forma de manuales y libros, artículos en revistas internacionales e invitaciones que acepta generoso a eventos de divulgación. Aquella actitud que en 1964 advertía Albornoz del egresado universitario venezolano, asumirse sin nexos ni responsabilidades con la estructura social, incapaz de retribuir con un gesto mínimo el esfuerzo de un orden que lo ha formado profesionalmente, resultaba como una indicación clínica. Hasta hoy esa mezquindad luce como una lápida frente a las posibilidades de construir el bienestar con la sociedad del conocimiento. Ese título el cual cree arrancado a la universidad, suyo y de nadie más, en un acto de vanidad y cicatería se lo queda debiendo para siempre a la viejecita que planchó ropa e hizo mandocas y a la esplendidez del petróleo, anulada por este egresado como redención con su disposición ya no egoísta sino ventajista. La devastación producida por esta esta indolencia, casi infamia, en los vínculos de coexistencia pareciera irreversible. Albornoz, en años recientes, también se malquista con sus colegas cuando parte una lanza por la condición del profesor letrado y su dignidad, verdadera fuente de su seguridad, la cual no se abona con dietas y cestas ticket, dice.
Si la docencia es su estandarte, también ha sabido entender cómo la investigación es un mundo cuyos hallazgos deben ser difundidos desde aquella, su lugar de promoción natural. Para él ha sido una manera trascendente de resolver ese falso dilema de la universidad venezolana, donde se separa una y otra como dos reinos pretenciosos. Y si la educación es su angustia, y si la drena desde la razón y la búsqueda de hitos-guías de explicación de nuestro drama societario, sus disciplinas no lo anclan en los municipalismos, su esfuerzo fluye en las coordenadas de un saber planetario, ecuménico. Es uno de los expertos reconocidos por la Unesco en materias como sociología de la educación y política de la educación superior en América Latina. La suma de su pensamiento, doctrina e ideario recientemente ha sido publicada por la Unesco-Iesal en una edición ciclópea de cinco tomos.
El sociólogo puede ejercer la crítica cuando duda, sin pretender enseñar sino recelar. Es lo que hace Albornoz en su sintética recensión del libro de Antonio Pasquali, El aparato singular (1968), aquí la tesis del comunicólogo se planta en el prestigio de la discusión de clases para abominar de la televisión, es un medio de dominación, sin más, dirá. Al parecer este era el consenso en los días de las rebeliones de la contracultura. Contra este adelanta el recensionista sus argumentos, y no era poca cosa desmentir el clasismo guerrillero y el esplendor francfortiano —Marcuse y Eric Fromm pontificaban sin reproche en la metrópoli norteamericana—. “En efecto, al parecer Pasquali está convencido de que la televisión es la causa eficiente de todos los problemas nacionales…”. De seguidas Albornoz pasa a mostrar cómo la televisión está lejos de cubrir todo el universo nacional, la refutación va así ya ni siquiera contra una doctrina sino como denuncia de inconsistencia intelectual: renuencia o incapacidad de construir objetos. Este descubrimiento pondrá en cuestión todo el marxismo académico de los siguientes 30 años. Desde el puro prestigio de los instrumentos pretendía imponer unos acuerdos sobre la realidad forjando conclusiones al margen de la razón científica. “La condena de Pasquali termina por no atribuirle ninguna bondad al medio”. La condena venía, ciertamente, desde la corrección política y la moda del día. En cambio, Albornoz opone su particular observación de un proceso dinámico de recepción. “Tengo la impresión de que la televisión está jugando un papel importante en el desarrollo político de los venezolanos, así como está creando una conciencia visual de la noticia, que no existía cuando el imperio de la radio”. De la publicidad estigmatizada por los críticos dirá “que la objeción no es tanto a la cantidad de publicidad como a su forma”, pues estos la admiten si “ésta viene hecha por los artífices del pop art”. El balance de la reputada tesis en manos de quien no cede a las condiciones desde donde esta se moviliza no podría ser sino una valoración del estatuto del autor. “Asume Pasquali una posición moral: la televisión es mala”. El aluvión bibliográfico de aquellos años sobre consumismo y publicidad quedaba puesto en entredicho, y a veces ridiculizado, por el disidente que iba contra la corriente.
Su magisterio ha recorrido centros de enseñanzas de primer orden desde la India hasta el Reino Unido. Sus conclusiones y juicios sobre el devenir de nuestros procesos educativos han resultado casi proféticos, se ocupen del rumbo de la vida universitaria o bien de la significación de la educación en la construcción del bienestar. Su estudio pionero de las conductas de los estudiantes norteamericanos en la era de la contracultura y el ascenso de la izquierda viene distinguido con un largo comentario de David Riesman (Estudiantes norteamericanos: perfiles políticos, 1967). En aquel libro de 1984 hace el hipotético ejercicio de un niño iniciando su vida escolar en septiembre de 1983, de acuerdo con las condiciones del país y al modelo de enseñanza, su futuro estaría comprometido para 2001 (cuando debería egresar de la universidad). Las previsiones allí consignadas no fueron atendidas y casi 30 años después las consecuencias se asemejan bastante a una catástrofe.
En 1999 la Biblioteca Nacional de Venezuela organizó la exposición-homenaje Orlando Albornoz en la Biblioteca Nacional, el catálogo, ilustrado con un retrato suyo ejecutado por César Rengifo, consigna 65 títulos, hoy son un poco más de 80. Tenemos entre nosotros, ciertamente, a un profesional moldeado desde los intereses y expectación de la universidad, desde ella ha proyectado un magisterio que va desde la descripción hasta el debate, en un registro de las angustias más recurrentes de nuestra sociedad. Y también a un disciplinado escritor, cuyas tesis insistentes, revestidas de la monotonía de toda certeza, nos llegan en la elocuencia previsible del libro. Pero Orlando Albornoz empareja también con otras tradiciones.
La reciente constitución de nuestras ciencias sociales, y su ascenso a estatuto académico, omite algún recuento. Si para la fase de transición se vindican nombres como los de Salvador de la Plaza, Miguel Acosta Saignes, Eduardo Arcila Farías, Carlos Irazábal, y se los integra al canon heurístico, también suele ocurrir que en nuestras escuelas de sociología los autores fundadores de la indagación de la venezolanidad en el siglo XX a duras penas pueden ser identificados por algún estudiante avezado. En el mejor de los casos se nombra con desgano a alguno de la generación positivista y como para representar un renglón, nunca para estudiarlo. En mis días de estudiante de Sociología oí a algún profesor referirse con desdén al más esclarecido legado intelectual del país, como literatura, me pregunto si el inculto tendría alguna remota idea de cuanto envuelve aquella palabra. Desconocen esos profesores de sociología los diagnósticos de autores como Augusto Mijares, Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Vallenilla Lanz, Enrique Bernardo Núñez, Uslar Pietri, estos constituyen hasta el día de hoy piedra miliar en la comprensión de nuestra sibilina identidad. ¿Será necesario recordar como la Crónica de Indias funda el Barroco, la utopía ilustrada de la Emancipación escribe nuestro primer proyecto civil, y el modernismo deslumbra a España? Asimismo, los estudios americanistas que juntan a nuestro Julio César Salas con Franz Boas y Manilowski, están en aquellos autores como herencia y gestión de una cultura distintiva. En sus trabajos de los más recientes años estos autores aparecen nombrados aquí y allá como en un discreto homenaje. Recuperados por el sociólogo tal vez alarmado del largo descuido, Orlando Albornoz quiere conjurar desde un gesto de simpatía aquella filistea indiferencia. Ojalá en el futuro esos pensadores que sí elaboraron un objeto del país críptico estén en nuestras escuelas de sociología instalados con propiedad con sus esplendidas categoría. Por ahora, quede aquí mi gratitud personal para el memorioso.