Graziano Gasparini. Tanaguarena, 1954 (f. Armando Planchart, 1954. Archivo Gio Ponti Caracas. Fundación Anala y Armando Planchart)

Por BEATRIZ SOGBE 

I

Ver −todo el que puede−, lo hace. Mirar es otra cosa. Mirar es detenerse, reflexionar y analizar. Para el investigador de arquitectura es mucho más que eso. Es precisar analogías y proporciones, profundizar cómo se aprehendió el espacio, pensar en el pasado y su correspondencia con el presente. Es saber los secretos de los materiales y cómo trabajan. Pero además es escarbar en las técnicas constructivas del pasado. Observar cuáles son los elementos existentes, el clima, las plantas, los hábitos. Para mirar hay que formarse, pero si no se posee sensibilidad, el indagar en lo que se observa es poco productivo. Porque mirar es también acariciar y sentir la edificación. Para el investigador mirar es una obsesión. Una pasión que se convierte en una forma de vida. Y si ese hombre es además restaurador debe sentir el monumento y respirar su aire.  De tal manera que para este la mirada tiene un fin superior, ya que de su análisis se podrá llegar a señalar hechos que antes pasaron desapercibidos.

Graziano Gasparini sabía desde niño que ese era su destino. Y se preparó para ello. Formado por grandes maestros de la arquitectura y la crítica de Italia, se convirtió en maestro de maestros.  Un accidente del destino lo trajo a Venezuela. Para nuestra fortuna. Mencionar algunos de sus innumerables éxitos en las diferentes ramas del saber es tan extenso y asombroso, que sería redundante repetirlo, ya que su gran logro lo deja en sus extensas investigaciones de arquitectura prehispánica y colonial; en la publicación de su enorme cantidad de libros, ponencias, edición de revistas y artículos de prensa; en su dilatada labor como docente. No deja de asombrarnos su incansable sed de saber, su capacidad para estar actualizado y defender sus posturas, en sus muy leídos artículos de prensa. Graziano Gasparini dejó una huella indeleble en Venezuela y toda Iberoamérica.

Aquí nos veíamos empequeñecidos ante las otras culturas prehispánicas y la magnificencia de otras catedrales y edificaciones civiles y militares de América. Y él nos enseñó que  en su modesta arquitectura −al lado de otras−, se respira dignidad y el valor de construir con los pocos recursos disponibles, con decoro y honestidad.

En sus últimos años de vida nos volvimos grandes amigos. Todas las semanas iba a su casa. Fui sus ojos. Iba a las exposiciones y les tomaba fotografías que luego comentaba y eran base de sus notas de prensa. Viajaba y tomaba fotos, notas y  traía catálogos de todo lo nuevo que se exponía en museos y edificaciones. Él, que le había dado la vuelta al mundo miles de veces, su avanzada edad se lo imposibilitaba. Pero nunca perdió su capacidad intelectual, su increíble frescura para escribir apasionados artículos, su sensibilidad ante lo hermoso. Y su interés por compartir experiencias vividas y espacios sentidos.

Gasparini siempre fue generoso con su conocimiento. Como profesor emeritus sabía que quien enseña es quien más aprende. Y lo hacía con alegría, con pasión. Tenía el don de la escritura. Y siempre lo hizo en lenguaje sencillo, porque mientras más sabio es un hombre más sencillo es su lenguaje. No le hacían falta oropeles, ni citas. Porque hablar con sencillez no significa que se carezca de profundidad. Y poseía el poder de la erudición y el saber. Graziano como profesor no explicaba, inspiraba. Sus clases se iluminaban de las extraordinarias fotografías de sus viajes. Se viajaba a través de sus imágenes. Por eso me hizo feliz «ser sus ojos» cuando su desgastado cuerpo físico no le permitía mayor movilidad. Era como devolverle parte de lo mucho que me había alimentado con conocimiento.

Viajero trashumante, peregrinó todos los pueblos, desde el Río Grande a la Patagonia. Viajó varias veces por el mundo. Indagó todas las fuentes como el archivo de Indias o el Museo Militar en Madrid. No es más conocedor el que haya viajado mucho, sino quien inhala y reflexiona, cada espacio vivido. Gasparini −recurrente y persistente como siempre−, las señalaba y precisaba.

A pesar de las diferencias de edad nos parecíamos mucho. Ambos apasionados, vehementes. Amantes de la lectura, del arte, la arquitectura y desapegados al dinero. Gasparini nunca cobró por los derechos de autor de sus libros y de las revistas que dirigió. Su único interés era divulgar y crear conocimiento. A ambos nos encantaba rememorar la Alhambra de Granada, el Campidoglio de Roma y las ruinas de Pompeya y Herculano. Resaltaba que lo que más lo impresionó en su largo peregrinar fue la arquitectura inca. Y le dedicó seis años de su vida para desentrañar sus misterios. Tenía una memoria espectacular −que contrasta terriblemente con la mía−, para recordar fechas y eventos. Y era muy chistoso, ameno, conversador impenitente. Además de una gran honestidad, material e intelectual. Hacerle una pregunta significaba que Gasparini buscaría todas las fuentes. Todas las fotos, las fechas. Y en la próxima reunión tenía todas las respuestas con sus evidencias. Nada más halagador para una persona que conversar con un sabio maestro, tenerlo a su alcance. Era como tener todas las respuestas  siempre a la mano.

II

Hiram Bingham descubrió Machu Picchu y se pasó toda su vida narrando su hazaña. Descubrirlo era cuestión de tiempo. Hoy en día, con los satélites, sería cuestión de minutos. Pero quien desgrana y analiza todo su sistema constructivo, su estética, su urbanismo fue Graziano Gasparini. Su obra Arquitectura inka es un clásico mundial. Y no hay nada comparable a caminar esos espacios guiados por ese libro. Gasparini también se da cuenta de que la trama urbana ortogonal maya, azteca e inca son autóctonas y no tomadas de los españoles. En un viaje a las Islas canarias encuentra analogías con los balcones de Lima, La Guaira y Puerto Cabello. Rescatará los templos jesuitas de Paraguay −que estaban en total abandono, desde que los jesuitas fueron expulsados, desde 1767−, en una misión que le fue encomendada por la Unesco.

Se conocía de memoria el cien por ciento de las iglesias venezolanas. Quien las construyó, cómo y por qué. Descubre que el fortín de Araya es una auténtica pieza renacentista. Y que fue construida de la mano de los mejores constructores de su tiempo: Los Antonelli −que fueron los mismos que diseñaron el Fortín de La Habana y de Puerto Rico. No hay manera de estudiar estas fortalezas si no se recurre a las investigaciones de Gasparini.

Valoró lo cotidiano y lo reconoce como excepcional en  las casa-patio y las casas de hacienda −un milagro de manejo de clima y de visuales panorámicas. Narra el origen de las  columnas panzudas y las influencias holandesas en nuestra arquitectura. Documenta, desde su llegada a Venezuela, con su excepcional capacidad como fotógrafo la casa Vegas y Bertodano ( Colegio Chávez) y la del Conde de Llaguno −ambas demolidas en 1953 por Pérez Jiménez−,  y las casas blancas de Villa Marina, en Paraguaná, los portales poli-lobulados de Caracas, San Carlos y el centro del país. Hoy casi todos demolidos. Sin su testimonio serían leyenda urbana.

Se percata de que los ocho siglos de dominación árabe en España también dejan su huella en Venezuela, de manera casi excepcional, en los techos mudéjares. Nadie se había fijado en esos techos magníficos que poseen casi el 100% de nuestras iglesias. Y que es un asunto inédito en toda América. Pero también las casas coloniales, la ciudad colonial de Coro, La Guaira y Puerto Cabello.  Estudia todas las tramas urbanas de las ciudades coloniales y deja invalorable análisis sobre la arquitectura indígena venezolana. Y la valora llamándola arquitectura cuando antes nadie lo había percibido de esa manera.

III

Amaba a Venezuela. Y de todos los honores el que más apreciaba fue ser investido del doctorado honoris causa que le otorgó la Universidad Central de Venezuela (UCV). Se molestaba cuando un arquitecto de la UCV cometía errores. Lo sentía como un sacrilegio.  No había cosa que le doliera más que recordar la felonía de un profesor que había formado y evidenciar que lo había traicionado por la política.

También nos llamaba a la reflexión al recordarnos la consecutiva destrucción de nuestro patrimonio. Porque nos ocupamos de rellenar la memoria con cosas banales y dejamos vacío el entendimiento. Todo el mundo se queja de su mala memoria. Nadie lamenta su falta de raciocinio y de actuar en consecuencia. La memoria se resiste al tiempo y al poder de destrucción de los bárbaros. Por esa razón se lucha contra los que la invocan y la preservan.  Nuevamente Gasparini insistía en nuestros valores. Nos recalcaba la necesidad de que hay que respetar los monumentos. Que cada edificación tiene un sentido y una razón de ser. Que las normas son inútiles porque cada construcción es diferente. No se necesitan normativas sino percepción y sentido común. En una visita guiada −llevada de su man− en el Cuzco, un Pablo Neruda impresionado tocó una enorme piedra Inca y le dijo: Graziano, escucha las piedras que te revelan sus secretos. Y él las oyó.


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