Por PEDRO PLAZA SALVATI
“Una novela es un estado de espíritu”, nos dice Antonio Muñoz Molina en su obra Como la sombra que se va, finalista del Man Booker International y ganadora del Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska de la Ciudad de México. Un estado de espíritu que germinó en el año 2012 al percatarse de que nadie le había prestado atención al hecho de que James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, estuvo en Lisboa del 8 al 17 de mayo de 1968, a pocos días del acontecimiento que ocasionó un operativo con 3.500 agentes del FBI destinados a seguir su pista. Había llegado a la ciudad huyendo de las autoridades, con un falso pasaporte canadiense, un revólver Liberty Chief calibre 38 y una recompensa de cien mil dólares guindándole de la pechera. Ese fue el génesis de la novela, lo que llevó a Muñoz Molina a escribir un esbozo de relato, un esbozo que culminó en una obra de más de quinientas páginas en las que, como de costumbre, despliega su maestría narrativa.
El autor español se sumergió en una investigación obsesiva sobre la vida de James Earl Ray, propósito que fue enriquecido con la afortunada coincidencia de la apertura de los archivos del caso por parte del FBI. Al estilo de los grandes novelistas de no ficción de tradición norteamericana, de la misma manera en la que Truman Capote se trasladó a Kansas para indagar sobre el asesinato de la familia Cutler y dar a luz a A Sangre fría, Muñoz Molina permaneció temporadas en Nueva Orleans, Memphis (lugar del asesinato), Tennesse, Mississippi, Arkansas, y en su entrañable Lisboa, siguiendo los pasos de James Earl Ray.
Lisboa es el punto de conexión geográfica de los tiempos cronológicos en los que trascurre la mayoría de los acontecimientos (1968, 1987 y 2012), bajo la égida de dos narradores que son como dos instrumentistas que se alternan solos virtuosos en las primeras trescientas páginas. La historia del asesino se entrelaza con la del novelista, este último con igual peso dentro de la obra: un narrador confesional que relata cómo se las ingenió para escribir el libro que lo llevaría a la fama, Invierno en Lisboa (1987). Por si fuera poco, al confesar experiencias de su vida íntima, trata al mismo tiempo sobre el uso de técnicas literarias en la escritura de una novela. Asimismo, la inquietante aparición esporádica pero recurrente de una segunda persona y una suerte de narrador más distante pero que a la vez se ancla en la mente de Martin Luther King, enriquece los puntos de vista. Sería infantil pensar que una novela de Muñoz Molina se pudiera radiografiar fácilmente: estamos ante una obra con múltiples narradores y con una estructura compleja, en el buen sentido del logro literario.
El primer capítulo es una obertura donde se muestran las melodías y armonías que constituirán el soporte y desarrollo de la novela. En el mismo se encuentran muchas claves e imágenes que reaparecen a lo largo del libro. Cada frase ocupa una funcionalidad específica que irá emergiendo como una onda expansiva. Es así como en ese primer capítulo los dos narradores que coparán dos tercios del libro se fusionan en uno solo: “El miedo me ha despertado en el interior de la conciencia de otro: el miedo y la intoxicación de las lecturas y la búsqueda… La habitación en sombras es cóncava y de techo bajo como una cueva o un sótano o el interior de un cráneo donde se aloja el cerebro de ese alguien que no soy yo”.
A partir de ese inicio, cada narrador ocupará alternativamente un capítulo. Muñoz Molina intenta penetrar la mente de James Earl Ray, cuyo nombre verdadero no aparece en la novela sino hasta la página 382. Hasta ese punto solo emplea las identidades ficticias creadas por el propio asesino. Un criminal que, luego de hacer una parada en Londres en su periplo de escape, llega a Lisboa para alojarse en el Hotel Portugal, Rua Joas das Regas, número 4. Solo queda como posible testimonio de sus andanzas por la ciudad el informe de un agente de la policía portuguesa que le había hecho seguimiento a los bares y lugares que visitaba, su encuentro furtivo con una prostituta, todo ello sin saber de quién se trataba; lo hacía por simple sospecha sin encontrar nada de particular en aquel ciudadano “canadiense” con aires de profesor. Al haber poca información verificable sobre su estancia en Lisboa, Muñoz Molina acude, suponemos, a los recursos de la ficción: la invención del pasado o la reconstrucción de la memoria, que es también uno de los temas centrales: 1944, 1949, 1959, 1966, 1967 hasta el jueves 4 de abril de 1968, el día que mataron a Martin Luther King.
A la par del hombre declarado como obsesivo-compulsivo y sociópata tras una evaluación psiquiátrica, está el novelista valiente que confiesa y relata episodios de su vida personal o hechos íntimos, algo que no es común en la tradición literaria española o latinoamericana, acercándose más bien al coraje autobiográfico de Patrimonio de Phillip Roth: “Vomité a chorros en el suelo, en la bañera, en el lavabo en la taza de váter, en el espejo en el que no reconocía mi cara”. No solo para los asiduos lectores del autor andaluz resulta fascinante la admisión de facetas de una vida personal que uno pensaría insospechadas, sino que está relatado de una manera tan magnética que hace imposible no quedar enganchado en la lectura. Nos ubica en 1987 en Granada, recién casado de su primera esposa, cuando trataba de que sus mundos no se cruzaran entre sí: su trabajo como funcionario público (no había encontrado otra forma de ganarse la vida), su familia y la escritura. Nos confiesa de su época en los bares flamencos en los que casi amanecía, intoxicado de alcohol, de lunes a jueves, donde “todo parece reflejado o sumergido en un cristal turbio, en una claridad convulsa de luces de aceite”, para luego regresar a pasar el fin de semana con su familia. Cuando decide que la única manera de proveer verosimilitud a la novela que casi finalizaba era trasladándose a Lisboa (“quizás la historia no fluía porque era un calco, un enmascaramiento de la realidad”), lo hace solo un primero de enero. No lo acompaña su esposa con un hijo de un mes de nacido. En su primer viaje al extranjero se sentía liberado, como si se elevara en un aerostático.
Trascurridos unos cuatro años luego de su primera visita a Lisboa experimenta dos días vertiginosos en Madrid que marcarían su vida. Ya reconocido como autor, tiene el deber de hacer la presentación de uno de sus héroes literarios, Adolfo Bioy Casares, que había llegado ese mismo día de Argentina. Pero tiene un conflicto de intereses: él, que se consideraba tímido con las mujeres, se presenta ahora muy seguro y determinado con la presencia de una periodista pelirroja que invita a la cena con los escritores, y a la que luego le pide que se quede en su habitación. Y nos cuenta con humor: “Habrá un purgatorio donde el suplicio sea una sucesión de cenas españolas”.Es allí en la página 345 que entendemos que esa segunda persona que se desliza repetidamente es la voz que le habla a la periodista, la que habría de ser su acompañante esa noche tórrida madrileña y, en apariencia, la misma que emerge a través del tiempo en la Lisboa de 2012. No solo había presentado a Bioy Casares y se había encontrado al amor de su vida, sino que también había recibido una invitación a conocer a Onetti al día siguiente, de parte de Dolly, la esposa de este último que había estado en la presentación de Bioy Casares. Trasnochado y casi en una suerte de continuidad sonámbula y convulsa, Muñoz Molina se dirige a la casa en Madrid de un Onetti maltrecho en su lecho de enfermo, casi inmóvil, con los dedos amarillos de tanto fumar, con el aliento signado por el alcohol, pero con la lucidez que lo caracterizaba. En un par de días conoce a dos de los tres escritores, junto con Borges, que más influyeron en su carrera literaria, así como a su futura esposa.
El novelista nos va aportando, a lo largo de la obra, herramientas y observaciones sobre la creación literaria: “Los mejores nombres se encuentran en las lápidas de los cementerios”; “Equivocarse en el nombre es condenar a un personaje a la inverosimilitud; “Ni un solo día me he sentado a escribir sin una sensación abrumadora de imposibilidad y desánimo”; “La ficción unas veces quiere suplantar a la realidad y otras se conforma con añadirle pormenores secundarios”; “Una novela se escribe para confesarse y para esconderse”; “Escribir una novela es una tarea de fronteras entre la memoria y la imaginación”; “Quizás no hay mejor principio que una enunciación impersonal de hechos muy precisos”; “Escribir es dejar cosas no dichas, indicios que se completarán en la imaginación del lector”.
Al hablar de la imaginación del lector, el mismo no se imagina la forma en que la novela empieza a mutar a partir de la página 287. Ya no es la narración alternada entre el asesino y el novelista, sino que surge la escritura fragmentaria en una Lisboa del 2012, que podría ser la misma de 1968 del asesino o la de 1987 del novelista. Los siguientes dos capítulos están dedicados sucesivamente al asesino, sobre el instante cuando desde una casa de huéspedes disparó hacia la terraza del Lorraine Motel para acertar el tiro que llegaría a atravesar la mandíbula, el cuello y la columna vertebral de Martin Luther King; el error que cometió cuando dejó caer el rifle con sus huellas dactilares, cubierto por una colcha; la fuga en el Mustang. “No recordaba haber oído el disparo”, afirma Earl Ray, lo que trae de nuevo el tema de la invención del pasado o la reconstrucción de la memoria. El siguiente capítulo habla sobre un tema que habrá de aparecer en distintas partes de la novela, como unas semillas sobre un césped, el tema del porvenir. Al hablar del porvenir el novelista admite haberse emborrachado al punto que casi fallece. Este momento marca su vida y deja de beber, solo lo hace de forma moderada a partir de ese momento y descubre que “sin el alcohol la excitación de escribir se sostenía durante mucho más tiempo”.
Cuando se acerca a la página cuatrocientos, el novelista empieza a elucubrar sobre cómo debe terminar la novela. “Una historia exige un final”. Cuando insiste en distintas formas en las que puede darle punto final a la novela, el lector se da cuenta de que sobre sus manos restan unas ciento cincuenta páginas: ¿cómo puede estar hablando del final en este momento? ¿Qué viene luego? “Un final es un reposo”. ¿Pero cómo reposo si falta lo que falta?, insiste en preguntarse el lector. Momento en el cual la obra muta a un animal distinto con una serie de capítulos magistrales, quizás el pináculo de la novela, junto a los de corte confesional del novelista que le preceden.
El asesino toma ahora el lugar del novelista. James Earl Ray escribe en prisión cientos de bosquejos sobre su biografía, una novela que no llega a terminar y que presenta una versión distinta de los hechos, en la que es engañado por un tal Raoul al que señala como el verdadero asesino de Martin Luther King. Ahora James Earl Ray es Antonio Muñoz Molina trabajando en una novela: “Escribía inclinado sobre una mesa metálica…Organizaba series meticulosas de hechos comprobables e introducía en ellas, tentativamente, un dato ficticio”. En su bosquejo de novela, Earl Ray no se presenta como un conspirador y mucho menos como un asesino. De hecho, afirma haberle dicho a Raoul “que no sabía quién era Martin Luther King”. Earl Ray había sido engañado para que estampara sus huellas dactilares en el rifle, y por eso Raoul dejó a propósito en el piso la colcha con el fusil después de accionar el arma, con la única intención de inculparlo. Earl Ray lo esperaba en el Mustang, se monta en el carro y, al poco tiempo, le pide que se detenga para lanzarse fuera del mismo y dejarlo solo en la huida. (De acuerdo con informaciones que se pueden obtener en Internet, los sucesores de Martin Luther King no consideran a Earl Ray como el asesino. Dexter King se reunió con este en 1997 y le dio apoyo con la esperanza de que consiguiera un juicio justo, todo ello aunado a las numerosas teorías conspirativas urdidas en torno a la participación del gobierno americano en el abominable hecho. En 1979 el reverendo Jesse Jackson, que estaba con Martin Luther King en el Lorraine Motel el día del asesinato, afirmó que no creía que James Earl Ray fuese el responsable de la muerte. Pero todo son hipótesis y especulaciones y el FBI siempre consideró el caso como cerrado. La existencia de Raoul nunca pudo ser comprobada).
El siguiente paradigma narrativo inicia así: “He buscado su rastro en Lisboa y ahora lo busco en Memphis”. El novelista impone acá la autoridad del que ha sido testigo de la reconstrucción de los hechos en el lugar en que ocurrieron. Visita el Lorraine Motel que tanto ha visto en fotos y videos. “La habitación 306 hacia el centro, en la primera planta, se distingue por una corona de flores blancas y rosas colgadas en la baranda, justo donde Martin Luther King tenía apoyada las dos manos cuando sonó el disparo”. Un disparo que se oyó a las 6:01 pm. También visita el museo de los Derechos Civiles. De nuevo el tema de la realidad, la imaginación, la ficción, la memoria, la reconstrucción del pasado. La bala, el rifle, la habitación 5B de la casa de huéspedes desde donde se efectuó el disparo, el revólver Liberty Chief 38: “Todo lo reconozco y sin embargo nada es exactamente como lo había imaginado”.
Hacia el final, Muñoz Molina toma una nueva voz narrativa, más distante y objetiva, más testimonial si se quiere, sustentada de la investigación y la lectura abundante. El novelista ahora se aferra, como si se tratara de una novela breve independiente del conjunto que ha arrojado al lector ya casi 450 páginas, al punto de vista de Martin Luther King en ese fatal día de la historia de los derechos civiles americanos. Se transfiere el punto de atención del victimario a la víctima. Narra de manera magistral los acontecimientos del día en que muere el Doctor King, y lo humaniza, lo hace palpable al lector: un personaje deprimido, cansado, sin muchas ganas de asistir a la convención de huelguistas que lo había llevado a Memphis; que planea el encuentro furtivo a la medianoche, luego de la cena a la que debería asistir, con una mujer que llega conduciendo a Memphis y que reserva una habitación en el mismo motel; lo retrata como un pastor al que le encanta la comida grasienta y codearse con los ricos de la Quinta Avenida en Nueva York, el Doctor King, PhD de la Universidad de Boston, que había engordado mucho en los últimos tiempos, no por los placeres de la comida sino por la ansiedad: bebía más de la cuenta, fumaba hasta que le dolían los pulmones, fatigado de una lucha que no se terminaba nunca. Siempre aparecía con su bigote distinguido a la antigua, con su traje impecable. Muñoz Molina lo convierte en un personaje con el que uno se siente cercano bajo un férreo apego a los datos reales de ese día histórico. Y afirma: “No hay figura pública que no sea la de un impostor”.
La novela culmina de manera fragmentaria, se pasea el novelista en el presente en Lisboa, entre él mismo, James Earl Ray y Martin Luther King, sobre las reacciones de las masas enardecidas, las especulaciones sobre la supuesta inocencia del asesino, se entremezclan las realidades, los sonidos del tranvía de Lisboa que se parecen a los sonidos del tranvía de Memphis. Nada es nunca como uno se lo había imaginado. Al tomar ese tranvía nos dice: “He salido de la casa pero no del libro en el que llevo tantos meses viviendo”.
*Como la sombra que se va. Antonio Muñoz Molina. Editorial Seix-Barral. España, 2014.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional