Papel Literario

Ciudadano Wilmito

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Por OSCAR MARTÍNEZ

Como debe ser todo buen libro sobre un criminal de renombre nacional, este también es un libro sobre una nación en decadencia. Como debe ser todo libro sobre cárceles convertidas en centros de poder criminal, este es también un libro político.

En decenas de notas de prensa, Wilmito ha sido una simplificación de sí mismo: un líder criminal, uno de los primeros pranes que en Venezuela controlaron las cárceles, el dueño de una prisión.

En este libro, y gracias a la perseverancia de su autor, Wilmito es mucho más que eso: un niño común, un adolescente boxeador, un delincuente como otros tantos, un mentiroso, un hombre con ínfulas humanistas, un asesino despiadado, un “pacificador”, un benefactor, un mafioso piadoso, un mafioso desalmado, un hombre con un discursillo político que apestaba a campaña electoral barata, un hombre de acción, no de amenaza.

En este libro, como en todo buen libro sobre un criminal —sobre cualquier persona quizá— Wilmito aparece siendo terrible, capaz de justificar por qué otro reo fue obligado a meterse un desodorante por el culo y pasear por toda la cárcel llamándose a sí mismo “la reina del arroz con pollo”, antes de ser obligado a hacer una felación a otro reo que luego lo violaría; Wilmito aparece también siendo un hombre común —amoroso, incluso—, besando a su hija con parálisis. Eso sí, y ahí está la clave de estas vidas dislocadas, siendo un hombre común en circunstancias extraordinarias: su hija, al igual que la madre de esa niña, vivían con él en el penal.

En ese penal que él gobernaba, en la fachada de los edificios de celdas, había dos imágenes: la de Nelson Mandela y la de Wilmito. Al lado de la de Mandela, una frase: “No se puede juzgar a una nación por la manera que trata a sus ciudadanos más ilustres, sino por el trato brindado a los más marginados, sus presos”. Cuando usted termine de leer este libro sabrá que también está el otro extremo: es posible juzgar a una nación por el poder desmedido que sus reos acumulan. En medio de eso, la gran disyuntiva en la que Latinoamérica se debate actualmente: represión o derechos humanos. Como si en medio no hubiera nada más.

El autor se interna en un mundo fuera de control, al menos del control que hemos pactado socialmente. Porque adentro hay control, uno férreo, criminal. Y adentro hay todo lo que no debería haber: fiestas, conciertos de salsa, alcohol, mujeres, motocicletas, niños, armas largas, armas cortas, emparedados de pollo con salsa rosa, reos durmiendo en el techo, una piscina en construcción.

Alfredo Meza, un periodista experimentado, persistente, fraguado en el fuego intenso de la dictadura venezolana, ante la que nunca ha cedido y la que paradójicamente ha parido una de las generaciones periodísticas más potentes del continente, visitó durante años a Wilmito, el primer pran venezolano. Esa palabra, cuyo origen tiene varias versiones, está en el centro de uno de los fenómenos criminales que más ha crecido en los últimos años en el sur continental, que tiene su epicentro en las cárceles venezolanas y su mayor expresión actual en la organización llamada El Tren de Aragua, que atormenta a poblaciones en su país, pero también en Colombia o en Ecuador.

Alfredo, como buen reportero que sabe que para entender hay que permanecer, visitó al pran en sus dominios durante tres años seguidos. Alfredo, como buen reportero que sabe que una voz siempre es poco, habló con los acólitos del criminal, con quienes lo veneraban en las calles, con quienes lo padecieron. Algunas de esas personas, como la jueza Mariela Casado, lo padecieron hasta el punto de querer borrar parte de sus vidas: “De hecho, no quiero recordar que fui abogado o juez. Eso es una historia que la tengo como suspendida y a veces quisiera enterrarla para siempre. Digamos que está guardada dentro de un armario viejo y cerrada bajo llave. El armario sigue ahí, a la vista, recordándome el precio que se paga en Venezuela por desafiar a los matones”. Alfredo, como buen reportero, sabe que uno nunca reproduce, que uno siempre contrasta, y logra pillar al pillo en algunas de sus mentiras. Por sobre todo, Alfredo, como buen reportero de la violencia, tiene claro que el verbo de uno allá en medio de la podredumbre no es justificar ni juzgar, que el verbo de uno es entender. Y Alfredo entiende. Y Alfredo explica.

En el prólogo del libro Los Malos, Leila Guerriero, maestra de este oficio, cierra con una línea: “El malo como bestia. Pero como bestia humana». El malo desmitificado, porque el mito es un relato falso y porque ocurre fuera del tiempo. El malo como malo, claro que sí, pero también como humano, claro que sí. Como Wilmito: el asesino que antes de empezar a asesinar entrenó arduamente para ir a las olimpiadas de Atenas, el líder carcelario al que la madre del autor de este libro pensó que se podía recurrir para recuperar el carro robado, el ladrón que salvó de la extorsión a una familia, el asesino que fue asesinado. Solo así se puede aspirar a contestar las preguntas importantes: ¿cómo se hizo bestia ese humano? ¿Qué hizo esa bestia humana? ¿Por qué pudo hacerlo?

Alfredo da respuestas profundas a esas preguntas en el libro que están a punto de leer.