Vuelve Arturo Almandoz a su gran tema, La ciudad en el imaginario venezolano, del que he sido seguidora fiel desde que leí el primer volumen De los tiempos de Maricastaña a la masificación de los techos rojos (2002); continuando con De 1936 a los pequeños seres (2004) y De 1958 a la metrópoli parroquiana (2009), hasta este cuarto –y confiadamente espero que no último– también signado por la rojez, Del viernes negro a la Caracas roja, pasando por algunos caminos colaterales: Urbanismo europeo de Caracas (1870-1940) (2006) y Crónicas desde San Bernardino (2011). Son muchos años los que este urbanista y escritor (¿o al revés?) ha dedicado al asunto, en medio de una vasta obra especializada. Sus libros me proponen siempre la misma pregunta, ¿hay algo que no haya leído Almandoz en cuanto al imaginario de la ciudad desplegado en la literatura venezolana? Seguramente, pero cuando creo estar a punto de reconocer un vacío se completa páginas después, y es que trabaja con la parsimonia y la prolijidad del investigador para quien todo puede ser de interés para ampliar, circundar, iluminar el objeto propuesto, y así, con una prosa detallada (y elegante) va poco a poco penetrando en los terrenos que ha decidido urbanizar literariamente. Los nombres de ensayistas, novelistas, cuentistas y cronistas saltan entre las páginas componiendo el retablo de la escritura venezolana del último tercio del siglo XX, pero no a modo de panorama o de recuento sino de voces que hablan desde la ciudad, y asimismo la ciudad –la polis, podría decirse– habla desde ellos. No es un crítico literario reescribiendo la literatura venezolana, ni un experto en ciudades describiendo Caracas, ni un historiador recontando los tramos de nuestro pasado, ni un sociólogo estudiando la venezolanidad. Es la labor de entretejido la que verdaderamente cuenta aquí. Almandoz se coloca en ese mirador de varios caminos desde el cual interrogar el imaginario venezolano –concepto que a mí personalmente me apasiona, pero que no trae consigo definición fácil y desde luego no me propongo explicar.
El período histórico considerado comienza en 1983, cuando el 18 de febrero, fecha conocida como “viernes negro”, se decretó la devaluación de la moneda, cuya estabilidad había sido un signo de la economía venezolana desde las primeras décadas del siglo XX. Esa devaluación no era solo monetaria, hería también una de las narrativas esenciales del imaginario venezolano: somos ricos y siempre lo seremos porque el petróleo lo garantiza. Varias generaciones crecimos en esa creencia que de alguna manera los modos del progreso urbano y de la reciente democracia corroboraban. Venezuela era el país más moderno de la región; sus autopistas, sus puentes, sus represas y universidades estaban allí para asegurarlo. Era, además, el país con la democracia más confiable y la mayor movilidad social de América Latina, quedan las cifras para demostrarlo; de allí que la devaluación del bolívar no era un mero trámite cambiario, interrogaba nuestra identidad y nuestro futuro. La noción de que Venezuela avanzaba hacia la superación del subdesarrollo para muchos quedó destrozada un viernes por la tarde. Sin embargo, el optimismo democrático del que estoy hablando venía siendo contradicho por voces muy disímiles entre sí, políticamente antagónicas en ocasiones, pero concordantes en su descreimiento. La primera que el autor nos trae a la palestra es la de Rafael Caldera en Reflexiones de La Rábida (1976). Allí sugería el debilitamiento de la fe en el sistema democrático y la insuficiencia de los mecanismos de participación de las masas, signos en los que presentía la búsqueda de fórmulas políticas más directas y quizás autoritarias (como, en efecto, ocurrió). Le sucedería en la presidencia Carlos Andrés Pérez, protagonista principal de la Gran Venezuela, y entonces la crítica novelada de la descomposición de la también llamada Venezuela Saudita no se hizo esperar. La Caracas disco de los años setenta se convirtió en el blanco de los ataques. Desde Miguel Otero Silva, en la denuncia de los contrastes de la marginalidad, el ascenso social y la riqueza que representaban los tres Victorinos de Cuando quiero llorar no lloro (1970), hasta la mordaz y erosiva sátira con la que Luis Britto García irrumpe contra la picaresca crecida en los años de bonanza, todo parecía indicar que el imaginario literario tomaba la senda de la crítica social para convertirse en un vehículo de expresión política (no sé si antidemocrática pero sin duda anti democracia venezolana). No hay reconciliación en esta narrativa con el derroche y el lujo que marcaron este tiempo. En uno de los apartes encontramos la genealogía narrativa de la fiesta burguesa: desde El Cabito, de Pío Gil (1909); La casa de los Abila, de José Rafael Pocaterra (1921); Allá en Caracas, de Laureano Vallenilla Lanz (1948); Los platos del diablo, de Eduardo Liendo (1985); Ojo de pez, de Antonieta Madrid (1990); y El exilio del tiempo, de mi autoría (1990), a las que muy bien podría añadirse el capítulo inicial de Juegos bajo la luna (1991), de Carlos Noguera, o la posterior Morir de glamour (2000), de Boris Izaguirre; hay un regusto en la novela venezolana por el tema, quizás porque la fiesta sea un componente importante de nuestro imaginario.
Pero no es esta la única visión de la ciudad. Otros seres, nuevos pequeños seres, dice Almandoz, la pueblan. Los noctámbulos de Luis Barrera Linares en sus Beberes de un ciudadano (1985) que reeditan La mala vida garmendiana (1968); el imaginario televisivo de José Balza en D (1977), los rescoldos de subversión relatados en las novelas de Victoria de Stefano (La noche llama a la noche, 1985) y de Carlos Noguera (Inventando los días, 1979). En suma, una “Caracas acechante y congestionada, adolescente y monstruosa, densificada y consumista, donde los malestares capitalinos laten físicamente, de noche y de día”.
Habría que plantear aquí un tramo generacional. Los autores antes citados hablan y describen lo que ocurre en su ciudad, que aman y odian a un tiempo, y que expresan en sus malestares capitalinos, pero hay otros que presentan un problema ideológico en términos de concepción de la ciudad, y de país. En cierta forma el tema planteado por los positivistas de la primera mitad del siglo XX venezolano parece mantenerse y el autor lo pone de relieve por si lo habíamos olvidado. Confieso que yo sí. Las polaridades cultura versus civilización, universalidad versus localidad, o ciudad versus terruño, quedaban localizadas en mi imaginario personal como pertenecientes a la ciudad de los techos rojos, pero la lectura obsesiva del investigador demuestra lo contrario; es más, pensando en el final (de este libro, no de la historia) no pocas premisas de la llamada revolución bolivariana vuelven al mismo punto, o quizás no vuelven, siempre habían estado allí y lo pasamos por alto. Dos voces resaltan en el capítulo “Entre cultura y desmemoria”: Juan Liscano y Arturo Uslar Pietri. Este último considera –y con esta opinión podríamos coincidir– que el gran aporte latinoamericano a la civilización occidental reside en su literatura de creación, pero luego –y aquí terminan las coincidencias, al menos las mías– arremete contra la ciudad de los centros comerciales, el metro, el Parque Central, el complejo Teresa Carreño. Toda esa ciudad que pretendía la universalidad, el cosmopolitismo, es en la visión uslariana una aglomeración cancerosa; para Liscano el símil es el mismo, Caracas es un cáncer urbano. Uslar piensa que París es París y los parisienses son parisienses, pero en su imaginario Caracas no es Caracas y los caraqueños han perdido su identidad. ¿La causa?, la transformación desordenada de la ciudad. No sería justo simplificar su argumento que, en un sentido amplio, dice Almandoz, obedece a una crítica política, urbana y urbanística basada en el reproche al populismo, por una parte, y a una falta de control y planificación, por otra; en suma, una incivilidad que rompe las formas culturales de Occidente y que en su descomposición natural y cultural conduce al caos. Para Liscano, en una suerte de “fundamentalismo ecologista”, la desconexión con la tierra ha traído la deshumanización.
Y es que asistimos a la reedición de polaridades nunca abandonadas (y que se reencarnan en los presupuestos “endógenos” de la revolución bolivariana) entre lo propio y lo universal. Para Ángel Rosenblat, otra voz que irrumpe en el foro, en Venezuela la cultura es la herencia española, y la civilización y el progreso, cosmopolitas. Pero he aquí que para el poeta Liscano, creador de La Fiesta de la Tradición –espectáculo que organizó para la toma de posesión del presidente Rómulo Gallegos en 1948–, la cultura es sin duda el folclor, del mismo modo que los valores nacionales humanistas son lo contrario de la urbanización y la tecnificación. El investigador nos está presentando aquí los argumentos de una disputa intelectual, política, casi que religiosa, fundamental para comprender el imaginario venezolano. Está trazando un capítulo esencial en nuestra historia de las ideas de la mano de los que denomina argos y aristarcos, detrás de quienes asoma la crítica feroz, sobre todo en Uslar, de la democracia de partidos (después mal llamada “puntofijismo”). Otras voces literarias del ensayo y la novela, Luis Beltrán Guerrero y José León Tapia, se unen bajo estos argumentos, según los cuales la patria es lo que era y no lo que quiere ser. Sin duda, aunque no es el tema de este cuarto libro, el petróleo sobrevuela en el imaginario como ave del mal y el excremento del diablo subyace a toda la polémica, porque es finalmente la riqueza petrolera (bien o mal administrada, ya eso es otra discusión) la que permitió los cambios que, para algunos, como puede desprenderse, fueron el detrimento de la venezolanidad.
En esta controversia José Balza apunta una posición conciliadora de los extremos. Lo propio, la creación venezolana, no es solamente una virtud de la “tierra”, es también una contribución a los valores universales, y enumera los nombres que lo manifiestan en la música, el arte, la cultura en general. Otros autores en esta postrimería de la Gran Venezuela, como Salvador Garmendia, Adriano González León, Orlando Araujo, Igor Delgado Senior, desarrollan también en sus ficciones y ensayos el deterioro urbano y el crecimiento de la marginalidad que viene ocurriendo sin remedio, pero sus miradas no se dirigen a una Venezuela rural e idílica, poseedora de la nacionalidad y de lo autóctono, sino hacia la crítica irónica, a veces sarcástica, otras netamente política, de lo que viene ocurriendo en este desplome de los sueños de grandeza que nacieron y murieron en el transcurso de dos décadas. Ofrecen, dice el autor, “metáforas del país mutado y babélico, nuevo rico y urbanizado a empellones”. Será José Ignacio Cabrujas quien de alguna manera pone fin al debate entre cultura, civilización e identidad. Acepta el dramaturgo la desmemoria y “la arqueología del derrumbe” como una nueva naturaleza urbana y cultural en su visión desconcertada de la identidad y sentido patrimonial. Ante ese desconcierto la suya es una mirada que habla de resignación y permisividad. Una manera de decir esto somos, esta es también nuestra identidad, de la que partirán las generaciones posteriores.
No fueron solamente la acelerada urbanización y la expansión de la economía petrolera los factores que transformaron el paisaje, y por consiguiente abrieron fracturas en lo que podríamos llamar la identidad idílica rural venezolana; también actuaron los cambios sociales de la Venezuela de la segunda mitad del siglo XX. La literatura recoge los movimientos de la inmigración foránea y provinciana, los tours internacionales, los viajes y mudanzas del lar provinciano, desde los cosmopolitas a los “tabaratos” de la Gran Venezuela. El país expande sus fronteras imaginarias y los escritores dan cuenta de ello, son ellos mismos, en su errancia y retorno, parte de esa expansión. Las fronteras de la imaginación abren nuevos territorios, y al mismo tiempo la ciudad, que siempre es Caracas, deja de ser un núcleo sólido y compacto. Es lo suficientemente urbana, valga el pleonasmo, para que se produzcan procesos migratorios intraurbanos, cónsonos con el ascenso social que caracteriza la época, y se consoliden arraigos comunitarios que despiertan nostalgia por el lugar abandonado. Las parroquias tradicionales, las nuevas y novísimas urbanizaciones (como se denomina en Venezuela a lo que en otros países llaman barrios residenciales y comerciales), las montañas que rodean el valle, todo, a excepción de El Ávila, único bastión permanente, sigue un ritmo constante de mutación, y adquiere identidades que tampoco serán muy duraderas. Caracas es lo suficientemente grande para que contenga distintas Caracas, que también ocupan sus locaciones literarias. Así el San Bernardino judío espejado por Elisa Lerner en sus crónicas, o Alicia Freilich en su novela Claper el marchante (1987), pero también La Candelaria y sobre todo Chacao, como enclave de los emigrantes mediterráneos en mi novela El exilio del tiempo (1990), para quienes la modernidad todavía en esplendor, con sus autopistas y automóviles último modelo, causa cierto asombro. O La Florida, Altamira, La Castellana en las referencias burguesas de Federico Vegas.
Se ensancha también el imaginario del mundo con los escritores viajeros, antes muy contados (Picón Salas, Uslar, Liscano, Díaz Rodríguez, de la Parra); ahora encontramos los textos de Elisa Lerner, Adriano González León, Victoria de Stefano, Antonieta Madrid, Antonio López Ortega, Ednodio Quintero, mezclando sus vivencias cosmopolitas con los recuerdos caraqueños y provincianos. Es muy interesante el contraste, y muy visible en los tres trujillanos (Adriano, Antonieta y Ednodio), pero también en otros escritores venidos de la provincia, como Balza. Hay un inevitable retorno a las raíces en su escritura, y al mismo tiempo una voluntaria y decidida escapada de ellas. Así vemos en Madrid el recuerdo intacto de las visitas a las tías, en González las huellas del caserón arruinado y los parientes fantasmagóricos, en Quintero la niebla “en un lugar agreste de la alta montaña”. O el permanente regreso a los orígenes deltanos de Balza. Son ellos, quizás, la última generación de escritores que tuvo que vérselas con esta dualidad ciudad aldea. Los que siguen son ya caraqueños sin remedio que tienen como recuerdo rural un tinajero del que hablaba la abuela. O simplemente son escritores que viven en la provincia, y ni sienten el desarraigo ni la tensión de la huida; por ello escriben los imaginarios de sus propias regiones, como sería el caso de Rubi Guerra en las costas de Cumaná.
Pero hay otros movimientos a registrar, son los testimonios humanos de la modernidad truncada. Como una respuesta a Casas muertas (1955) y Oficina No. 1 (1961), las novelas del petróleo de Miguel Otero Silva, Memorias de una antigua primavera (1989), de Milagros Mata Gil, vuelve al pueblo fundado por y para la extracción petrolera, pero ahora en su decadencia, en las ruinas en que se han convertido los sueños en busca del vellocino de oro para los que llegaron arrastrando la nostalgia provinciana y el desgaste de la trashumancia. Son, quizás, las “gentes nómadas y escoteras” de las que hablaba Picón Salas. Son, en fin, la otra cara del milagro venezolano, que paulatinamente en estas décadas de la Gran Venezuela traen masas migrantes de la provincia (y pronto de otros países de la región) que vienen a sustituir los traslados de los antiguos estudiantes de pensión y de las familias interioranas para progresar en la capital, que podrían relatar un Alfredo Armas Alfonzo o un Salvador Garmendia. Lo que ocurre ahora es una enorme explosión de pobreza que desemboca en los cerros de la ciudad y constituye la marginalidad urbana en busca de un autor que la lleve a la literatura. Y así se presenta Cerrícolas (1987), título del primer volumen de cuentos de Ángel Gustavo Infante. Hay en este tema –señalaba Manuel Bermúdez– una línea de continuidad que va desde los juanbimbas del gomecismo, pasando por los pequeños seres garmendianos, hasta llegar a los joselolos de Infante, que los lleva al cuento, como Román Chalbaud al cine, Rodolfo Santana al teatro, Salvador Garmendia a la telenovela, el grupo Madera a la música, y Pedro León Zapata al dibujo. Aparece entonces lo marginal en el imaginario literario, y se entronca con lo popular en la próxima entrega del mismo Infante, Yo soy la rumba (1992), y desde luego en Calletania (1991), de Israel Centeno. En esa novela, cuyo escenario principal es Catia, podemos leer una parroquia popular tradicional mutada en un núcleo de barrios y subculturas que viven en el triángulo de la droga, la delincuencia y la prostitución. No es, por supuesto, esa sumatoria la que define a sus habitantes, pero es el lastre que ocupa el imaginario que captan los escritores.
El párrafo que cito a continuación de Después Caracas (1995), novela de José Balza, es un “diagnóstico fulminante” de la ciudad posterior al Caracazo de 1989.
“La avalancha petrolera, el despilfarro, la desvergüenza alcanzarían sin embargo alturas increíbles. La riqueza unilateral olvidó al país; comenzaron a paralizarse y colapsar los servicios e hizo su entrada triunfal la delincuencia diaria. El boato gubernamental y la publicidad (autos, trajes, cosas, licores) en vastos cinturones de marginalidad (Caracas creció en dos décadas inmensamente) sintieron como suya aquella riqueza y aquel poder a los cuales no tenían acceso. La violencia se convirtió en vehículo adecuado para vivir”.
Se cierra así lo que Almandoz califica de “fresco sombrío de aquella metrópoli contrastante y descompuesta, azotada y tercermundista”, que contiene el final de un ciclo social y político. Comienzan entonces los tiempos signados por dos sacudidas de efectos irreversibles: el Caracazo de febrero de 1989 y los golpes de Estado del 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992, con una consecuencia política también traumática, la expulsión de Carlos Andrés Pérez de la presidencia por un juicio administrativo (1993). Nada será igual a partir de estos acontecimientos. En ese clima social, dice el autor, comienza a romperse el contrato social roussoniano en su versión venezolana, el pacto de Punto Fijo pierde vigencia. A partir de los años noventa la coexistencia de barrios y urbanizaciones sin mayores conflictos se transforma en un escenario de urbes fracturadas y violentas en las que los saqueos se hacen frecuentes, la criminalidad crece desmesurada, los limites urbanísticos se desdibujan y los vendedores informales irrumpen en los espacios públicos de Catia a Sabana Grande, la seguridad se privatiza, y ahora no solamente las casas se enrejan sino que las calles se cierran al paso libre en casi todo el sureste de Caracas, al tiempo que aparecen los centros comerciales metropolitanos (Sambil, Tolón, El Recreo) como lugares de seguridad para la vida ciudadana que no puede, o no quiere ya, vivir en la calle. Es un remedo de los suburbios norteamericanos con sus gated communities y sus malls en una ciudad en la que se instala la “carrocracia”, la subcultura motorizada y la delincuencia. Ya estos temas de la ciudad criminosa venían incluyéndose en novelas como La noche llama a la noche (1985), de Victoria de Stefano, pero ahora se hacen más patentes en Salsa y control (1996), libro de cuentos de José Roberto Duque, o en el relato ganador del Concurso de Cuentos de El Nacional el año del golpismo: “Boquerón” (1992), de Humberto Mata.
Esta nueva identidad capitalina de la ciudad fracturada y en decadencia precoz, se imagina en novelas como Si yo fuera Pedro Infante (1989), de Eduardo Liendo, ficción premonitoria del héroe justiciero que vendría a redimir a los humillados; y desde luego en Latidos de Caracas (2006), de Gisela Kozak, en la que la protagonista, profesional fracasada, recorre la ciudad dando cuenta del proyecto frustrado de modernidad. Es, sin embargo, el momento en que la ciudad encuentra su proyección hacia el universo fotográfico, artístico, filosófico y de crítica arquitectural. La ciudad, en su empobrecimiento, en lo que llamo decadencia precoz, es cuando paradójicamente alcanza un mayor rango en el estudio de sí misma. Caracas no solo se relata, ahora se multiplica en libros, artículos, foros, fotolibros –acciones en las que sin duda tuvo un papel fundamental la Fundación para la Cultura Urbana. Arquitectos (William Niño Araque, Federico Vegas, Marco Negrón, Hannia Gómez, Guillermo Barrios, Nicolás Sidorkovs, y por supuesto el autor de este libro); filósofos (Juan Nuño, María Elena Ramos), estudiosos, fotógrafos, artistas y editores “propician cierta conceptuación y rescate de la vida urbana, así como una puesta en perspectiva con el patrimonio y el pensamiento histórico”. No dejo de pensar que esta valorización de lo urbano en la que Caracas comienza a ser objeto de los estudios culturales y literarios (Miguel Gomes, María Elena D’Alessandro, Sandra Pinardi, la misma Kozak) coincide con el tiempo en que la ciudad emprende la travesía de su caída, y creo que es probablemente esa caída, que ya presentíamos, uno de los elementos en juego en este surgimiento del pensamiento urbano y en la revalorización de las imágenes recobradas (Tito Caula, Alfredo Cortina) de sus espacios perdidos y de su debilitado patrimonio ancestral (Carlos F. Duarte, José Rafael Lovera, Paolo y Graziano Gasparini). La ciudad deja, por fin, de ser un cáncer, un engendro deshumanizado y caótico, para ser un centro que atrae la mirada de la investigación y el pensamiento.
Cónsona con este renacimiento la novela finisecular también se renueva y recobra estratos rurales y provincianos, históricos y míticos del patrimonio y la memoria capitalina, pero no son ya los tradicionales recuentos o descripciones del pasado, sino la captura del legado caraqueño desde la memoria de un sujeto urbano que reconstruye su pasado personal y lo inserta en lo colectivo. La voz rural de Maricastaña, dice Almandoz, se urbaniza y vuelven las voces de recuerdos provincianos, pero ahora para una memoria de cuño capitalino. Sirvan los ejemplos que cita el autor: El round del olvido (2002), de Eduardo Liendo, mi Malena de cinco mundos (1997), Viejo (1994), última novela de Adriano González León, así como Ojo de pez (1990), de Antonieta Madrid, y aunque un tanto anterior, Cartas de relación (1982), de Antonio López Ortega. Habría que agregar los nuevos imaginarios que surgen de la ciudadanía mediática y cosmopolita que llega del cine, la televisión, la música, los países visitados, y que se integran como ciudades intertextuales en la vieja Caracas. Es la cultura pop que registran Elisa Lerner o Boris Izaguirre, o Carlos Noguera en Juegos bajo la luna (1991).
Una modalidad de este fin de siglo son las postales retro de la Caracas cosmopolita. Cita el autor dos ejemplos estupendos en las crónicas autobiográficas de Silda Cordoliani, “Luces de neón” (1990), y de Celeste Olalquiaga, “Autobiografía íntima de la plaza Altamira” (1999) –y de nuevo una novela mía, Vagas desapariciones (1995)–, que reflejan al mismo tiempo el fulgor del neón y el desengaño. En este registro sin duda es emblemático el cuento “Residencias Pascal” (2000), de Stefania Mosca. Allí puede leerse el desarreglo de la Caracas finisecular de la clase media. Perdido ya el deslumbramiento sesentista de mi personaje Pepín –que era también el mío– cuando contemplaba las luces de neón desde las oficinas de un edificio de Bello Monte o el de Cordoliani en su llegada a la capital en los años de su infancia, la narradora que autoficciona Mosca mira desde los balcones enrejados de un apartamento en Los Palos Grandes la ciudad violenta y fracturada, al mismo tiempo que sufre el deterioro físico y social de su vivienda, un magnífico regalo del esfuerzo de sus padres emigrantes llegados en el esplendor y deslumbramiento de la ciudad moderna.
Y sobreviene la Caracas roja. Quizá sea la colección de ensayos El país que siempre nace (2008), de Gisela Kozak, la obra que mejor recoge lo ocurrido en el imaginario literario, y para ello recurre a dos personajes de ficción: Andrés Barazarte de don Adriano, a quien conocimos tiempo atrás, en 1968, y el general Pardo, aparecido en 1999, de quien esto escribe. Ambos reivindican su genealogía de héroes rurales, trujillano uno, y central el otro, para guiar al pueblo que busca su redención en el caudillo decimonónico, que finalmente se presenta, como predecía Eduardo Liendo, y acoge la prédica revolucionaria para desconocer la institucionalidad, la democracia, la urbanización y la modernidad de la segunda mitad del siglo XX venezolano. Pero sus pasos literarios serán motivo de otro volumen.
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Arturo Almandoz Marte es es investigador, ensayista y profesor universitario.
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La ciudad en el imaginario venezolano. IV: Del viernes negro a la Caracas roja
Arturo Almandoz
Fundación para la Cultura Urbana
Caracas, 2018
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