Por EVARISTO MARÍN
Son muchos los recuerdos de mi época de corresponsal en Ciudad Bolívar. Ahora, entre lo poco que ha podido sobrevivir en mis viejos archivos, me veo joven, de paltó y corbata, fotografiado con el gobernador Horacio Cabrera Sifontes, en 1958. Estaba yo allí, desafiando el calor, que en Ciudad Bolívar no da tregua, ni en los días lluviosos cuando el Orinoco es más turbulento. En los meses de fuerte sequía, frente a Soledad y la Piedra del Medio, el río y sus arenales se pueden admirar, a simple vista, de una a otra orilla. No es así, más allá de Barrancas, hacia el Delta, donde es más inmensa y sobrecogedora su presencia, en la ruta final hacia su encuentro con las aguas del Atlántico, más allá de Curiapo, más allá de más nunca, como escribiría Gallegos.
Con sus empinadas calles de admirable arquitectura, Ciudad Bolívar atrae grandemente por su historia y la grata y espontánea simpatía de su gente. Aún vivo la emoción de conseguir amigos que me parecía conocer desde siempre. Eso me ocurrió con Joaquín Latorraca, corresponsal de la agencia de noticias de El Universal y también con el médico Said Moanack, con Malvina Rosales —suerte de espontánea guía turística, no oficial— y el bachiller Ernesto Sifontes, acucioso cronista del Orinoco y personaje de lo más pintoresco, con su flor de clavellina en el ojal de la camisa y siempre con su sombrero explorador de corcho, al estilo de aquellos que los muchachos de mi época veíamos en las películas de Tarzán. En su terraza, el bachiller Sifontes, desde una suerte de improvisada estación meteorológica, podía medir las direcciones del viento. Desde ese lugar, la antigua Angostura ofrecía una espectacular vista del Orinoco en todas las épocas del año.
Desde que nos conocimos, Latorraca hizo suya la tarea de pasar en mi búsqueda por el hotel Angostura y en su camioneta Volvo Penta, los dos hacíamos una rápida ronda por la Comandancia de Policía y el Hospital Central Ruiz y Páez, antes de irnos al aeropuerto a escribir lo de última hora. El sobre con textos y fotos para El Nacional se iba por Avensa hacia Maiquetía, muy puntualmente, a las 11 y 30 de la mañana. Muy cerca de las escaleras de la torre de Control, nosotros, los periodistas, solíamos entrevistar a los pasajeros de mayor notoriedad y nunca faltaban en la tertulia mañanera las historias de Marcos Sarcos —piloto zuliano, experto en el manejo de avionetas en todas las rutas de Guayana— sobre sus andanzas en Canaima y otros lejanos parajes selváticos. Narrar las aventuras de Jimmy Angel por las selvas de Guayana era para Sarcos una predilección. Uno lo oía y lo sentía, sin serlo, cercano protagonista en aquella histórica excursión en la cual el legendario aviador norteamericano, en una maniobra de aterrizaje sobre la meseta del salto que lleva su nombre, clavó de trompa su avioneta Flamingo Río Caroní, sobre un terreno muy fangoso, el 9 de octubre de 1937. En ese terrible siniestro, Angel, su esposa Mary y dos amigos venezolanos tuvieron la suerte de escapar con vida, pero bajar a pie, por entre aquellos abismales desfiladeros, hasta el campamento de donde habían despegado cerca de los raudales de Canaima, les llevó casi una semana. En 1958, Sarcos se lamentaba del todavía reciente fallecimiento de Jimmy Angel en Panamá (en diciembre de 1956) y recordaba que en algunas oportunidades, en Ciudad Bolívar, el recordado aviador contaba sus aventuras, “en busca de oro”, incluso en la época cuando le estaba prohibido hacer excursiones por Guayana durante la Segunda Guerra Mundial. “En algunas ocasiones, Angel entraba directo a la selva, desde Trinidad y Curazao, con su avioneta repleta de pipotes de combustible, sin tocar por el aeropuerto de Ciudad Bolívar”, refería Sarcos con la mayor seriedad del mundo.
En junio del 58, cuando El Nacional me trasladó hacia Guayana, eran días de mucha euforia política, tras la caída de Marcos Pérez Jiménez y la vecindad de las primeras elecciones libres en más de diez años.
Puedo decir que Ciudad Bolívar fortaleció mucho mi oficio periodístico. Era yo para entonces el corresponsal más joven del periódico de la familia Otero. Tenía apenas 23 años. Me sentía ufano de trabajar con uno de los diarios de mayor circulación y prestigio de toda Venezuela. No solo era la belleza de sus mujeres, la exquisitez de su dulces de merey y su gran fama por el Amargo de Angostura, tónico infaltable en muchas bebidas y comidas, Ciudad Bolívar también me sedujo por su buen gusto europeo —familias italianas, españolas y alemanas prevalecían en su comercio—, su cautivante música y poesía y su pesca de la sapoara, convertida en la fiesta fluvial de agosto y septiembre.
Llegando a Ciudad Bolívar/
me dijo una guayanesa/
que si comía la sapoara/
le botara la cabeza.
Esa divertida canción le dio fama al músico margariteño Francisco Carreño.
No olvido que en Ciudad Bolívar tuve la oportunidad de entrevistar —por primera y única vez— a Rómulo Betancourt, el carismático líder y candidato presidencial de Acción Democrática. A don Rómulo se le daba la primera opción para ganar las elecciones de ese año, a pesar de la resistencia que se le atribuía en el estamento militar. También los sectores económicos lo veían con recelo. En el Club del Comercio, se debatió si lo aceptaban o no para una conferencia sobre Petróleo y Futuro Económico del país. A su regreso del exilio, Betancourt era un político de lo más cercano con los periodistas. Como candidato presidencial y de eso puedo dar testimonio, se mostraba muy amable y chistoso. Por dos años, entre 1945 y el 47, se había desempeñado como presidente de la Junta Revolucionaria que derrocó al presidente Isaías Medina Angarita, tras el golpe militar y civil del 18 de octubre de 1945.
En noviembre del 58, cuando clausuraba su campaña en El Mirador del Paseo Orinoco, Betancourt me invitó a subir a la tribuna para que no me quedara duda de la espectacular concurrencia congregada para respaldarlo. “Este periodista es el corresponsal del importante diario El Nacional y lo he invitado para que sea testigo de esta gran multitud”. Era así. Le oí su discurso, a menos de tres metros. Como presidente, a esa distancia solo pudieron situárseles, excepcionalmente, los reporteros del Palacio de Miraflores. Durante su mandato, nunca dio declaraciones a los periodistas del interior del país. Sus ruedas de prensa siempre fueron exclusivamente en Caracas.
1958 fue un año muy político. La censura desapareció con la caída del régimen militar, el 23 de enero. Se acabaron las persecuciones. La prensa y la radio daban cabida a las opiniones, sin restricciones, tras diez años de partidos y sindicatos ilegalizados. La CTV desapareció.
Personajes tan notorios como Jóvito Villalba, Luis Beltrán Prieto, Raúl Leoni, Gustavo Machado, Wolfgang Larrázabal, Rafael Caldera, lo primero que hacían al llegar a Ciudad Bolívar o alguna otra de nuestras ciudades interioranas era ofrecer declaraciones al corresponsal de El Nacional. Compartí con todos ellos los sabrosos desayunos con queso guayanés, carne mechada y caraotas refritas, que le dieron fama a la Negra Suterland, fina cocinera de ascendencia trinitaria.
Para mí, aquella conmoción electoral era totalmente inédita, luego de vivir (desde 1954) mis comienzos como periodista en el semanario Antorcha, de El Tigre, en el sur de Anzoátegui. A lo largo de todo el régimen militar que siguió al derrocamiento del presidente Rómulo Gallegos, en 1948, tras un breve mandato civil de ocho meses, estaba prohibida la noticia política. Con los adversarios del gobierno en la cárcel o en el destierro eso no era posible. En el régimen de Pérez Jiménez , el ejercicio del periodismo era algo bien riesgoso, aún sin que el periodista estuviera involucrado en la política, tal como era mi caso.
Me veo con Cabrera Sifontes, el gobernador transitorio —protagonista de una noticia que tuvo llamado de primera página: el MOP tenía listos los estudios para el puente sobre el Orinoco entre Ciudad Bolívar y Soledad, en 1958— y recuerdo que por esa época era habitual andar con muy buen atuendo, porque frecuentemente El Nacional publicaba las fotos con el entrevistado al lado del corresponsal. Algo más, a los tribunales (en esa época de tantos juicios contra los esbirros del régimen depuesto) no se permitía entrar en mangas de camisa. Eso era obligatorio para abogados y periodistas. En camisa solo dejaban pasar a los tribunales a los presos.
En esa época lucía bigotes, al estilo del actor mexicano Pedro Armendáriz. Flaco y alto, con 60 kilos y mi estatura de 1,75 estaba en un peso ideal. Hasta tenía dientes de oro, por lo que mi sonrisa —como es de suponer— era muy luminosa. Estaba en los inicios de mi carrera, pero ya había sido corresponsal exclusivo en el Delta Amacuro y me había desempeñado, temporalmente, como corresponsal interino por seis meses, aproximadamente, en Barcelona, una de las principales oficinas del diario El Nacional en el interior del país.
Dos momentos inolvidables
La Corresponsalía de Ciudad Bolívar fue mi primer gran ascenso profesional. Mi joven figura, mi fino vestir, me hacían lucir muy elegante.
Tampoco debo olvidar, de manera alguna, que en Ciudad Bolívar, durante mi ejercicio como corresponsal, viví en 1958 dos momentos muy azarosos. Tengo la suerte de poder contarlo.
Yo estaba como periodista, mezclado entre una multitud que amenazaba con linchar a dos esbirros de la Seguridad Nacional, llevados a declarar ante los tribunales por sus crímenes y torturas durante la dictadura de Pérez Jiménez. Ante la dificultad para sacar a los presos y regresarlos a la cárcel, la Guardia Nacional solicitó y obtuvo apoyo militar y cuando hizo acto de presencia un contingente de la Guarnición, uno de los enfurecidos manifestantes congregados frente al bar España lanzó una botella de cerveza contra el casco de un soldado. El jefe de la Guarnición, comandante Silva Niño, gritó “! Fuego!”, y la conmoción se generalizó, mientras los torturadores eran sacados en una patrulla, en medio de un cerrado tiroteo.
Una maestra que presenciaba los acontecimientos cayó abatida por un proyectil en lo alto de una azotea de la calle Dalla Costa. El propietario de Radio Bolívar, José Francisco Miranda, y yo logramos refugiarnos en el zaguán de una casa. “Abran, soy Fitzí Miranda”, gritó en voz alta el radiodifusor, y logramos resguardarnos en lugar seguro, en medio de aquel tiroteo.
También logré salir con vida, cuando de regreso desde la Isla del Dreguedo, a donde habíamos ido a la colocación de la primera piedra para el Puente Angostura, dos de las embarcaciones que transportaban a funcionarios, invitados y periodistas naufragaron en el Orinoco, en medio de un inesperado y tormentoso aguacero. Desde el bote en el cual iba yo con el periodista Latorraca y otros tres invitados, presenciamos cuando la lancha donde iban el gerente del Gran Hotel Bolívar y un sacerdote se hundió sobrecargada en las aguas del río.
Recuerdo que en el bote donde yo iba, el banquero Natalio Valery Agostini, gerente del Banco Regional de Guayana, se apoderó, revólver en mano, de los únicos tres salvavidas disponibles y gritó desaforado y amenazante. “El que intente quitarme este salvavida lo mato”. Yo estaba a su lado. En pocos instantes, nuestro bote alcanzó la orilla con todos sus ocupantes a salvo. No olvido a Valery Agostini armado con su enorme Smith and Wesson, calibre 38, hasta que fue bajado de la embarcación. Los tragos del brindis en El Dreguedo lo convirtieron en una gran amenaza.
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