Por MARCO AVENDAÑO
Casi 11.000 kilómetros ha viajado un libro dedicado a 30 películas, para que el fanático del cine que soy descubra a otro fanático que vive en las dos veces milenaria ciudad de León, España, cuya fundación se produjo el año 29 a.C. Allí vive el escritor, periodista, curador de exposiciones, estudioso cervantino y cinéfilo Eduardo Aguirre Romero (1958), quien se ha juntado con el artista, investigador y profesor universitario Rafael Carralero Carabias (1977). De la alianza de estos dos creadores surgió Cine para caminar, publicado por la Asociación Cultural La Armonía de las Letras, en León.
Aguirre Romero y Carralero Carabias produjeron 30 capítulos, uno por cada película. Carralero Carabias dedica un trabajo plástico a cada película. Un conocedor de las artes visuales seguramente tendrá mucho que decir del trazo fuerte, la riqueza de colores utilizados y de las tan variadas aproximaciones que el artista hace, a veces figurativas, a veces abstractas, pero siempre cargadas de evocaciones y símbolos. Algunas de las obras me hicieron sentir como si estuviese frente a una escena extraída de un sueño. Que cada capítulo —cada película— haya merecido una propuesta visual de Carralero Carabias demuestra el celo con que Cine para caminar fue escrito y pintado. No digo más al respecto de las pinturas, porque no me siento debidamente capacitado.
Si el trabajo de Carralero Carabias fue arduo, el de Aguirre Romero también. Además de una sinopsis y una ficha, está el texto que le dedica a películas de distintas épocas. La más antigua es Sombrero de copa, de 1935, y la más reciente es Lucky, de 2017, ambas producidas en Estados Unidos. Hay algún caso, como el texto que le dedica a El arpa birmana (1956), que tiene mucho interés para los latinoamericanos, porque se trata de una película japonesa que no se ha exhibido en esta parte del mundo, aunque no puedo asegurarlo. Al menos, no recuerdo haber visto nunca este nombre en programación alguna, ni en Chile, ni en Argentina ni en Venezuela.
Este dato nos coloca ante preguntas sobre las políticas de distribución y exhibición del cine fuera de los circuitos comerciales: ¿cuánto del buen cine, especialmente del cine anterior a los años noventa, podemos disfrutar en Chile, en Colombia o en Perú? ¿Desde hace cuántos años mis compatriotas venezolanos no disfrutan de un buen festival de cine que no sean los que organizan algunas embajadas? ¿Por qué en los países latinoamericanos, salvo unas producciones de México y Argentina, en rara ocasión tenemos la oportunidad de ver en salas películas de Perú, Ecuador, Colombia y Uruguay?
Dos clases de crítico
En mis conversaciones con amigos cinéfilos tenemos una primera clasificación de los críticos: están los grandes memoriosos del cine, periodistas que uno imagina rodeados de enciclopedias, fichas, biografías e historias del cine, que son capaces de ofrecer abundantísima información de toda la industria cinematográfica, géneros, directores, actores, versiones de una misma historia, guionistas, premiaciones y mucho más.
Este tipo de críticos, como Ernesto Garratt Viñes, en Chile, o como Alfonso Molina, en Venezuela, y como muchísimos profesionales activos en Argentina, son como las guías necesarias que los fan del cine necesitamos para luchar por un boleto durante un festival, o para, en la comodidad del sofá, conectarnos a HBO o a Netflix para seguir una determinada recomendación. Me imagino que, en alguna medida, todos estos críticos son buenos alumnos del más grande maestro de la crítica cinematográfica que ha tenido América Latina, Homero Alsina Thevenet, que sabía cómo reconvertir la información de cada filme o de cada creador en un artículo inteligente y de sabrosa lectura. Alsina siempre captaba algo en la pantalla que los simples espectadores no habíamos ni siquiera imaginado.
En mi caso, no tengo pudor en confesar que, por lo general, he seguido sus sugerencias sobre el cine de Estados Unidos que están en sus libros y que nunca me ha defraudado. Desde 2004, cuando salí de Venezuela, he procurado ver las películas recomendadas por Alsina, en los dos volúmenes de Algo sobre cine, publicado en Uruguay en 2013. Puede uno tener una diferencia de criterio con lo leído, un sentimiento distinto, pero en lo que no fallan, ni Alsina ni sus pupilos, es en los comentarios sobre la calidad: cuando dicen que una película es buena, así resulta.
La otra raza de críticos que me interesan son los más literarios. De lo que hablan sus artículos, es del gusto o del disgusto que les producen las películas. Del placer o de su falta de placer. De las reflexiones que les surgieron a causa de una frase, un diálogo, una escena o la trama de la película. Este tipo de crítico me gusta porque comparten sus emociones. Hablan de su relación con cada película.
El estilo de Aguirre Romero
Aguirre Romero habla del cine de un modo muy personal, como si estuviera en una tertulia entre amigos. Sus comentarios comienzan con frases como “No todos los fantasmas son malos”. “¿De qué ático del corazón le irrumpió a Orson Welles esta obra maestra, basada en piezas de Shakespeare?”. “De nuevo, intentar explicar una comedia a partir de su argumento es una tarea ímproba”. “Esta película de Woody Allen lo tiene todo, incluso esa rara flor llamada piedad”.
Los suyos son los comentarios reflexivos de un fan que se hace preguntas sobre el contenido menos obvio de las historias. Reconoce que, en la creación del gusto cinematográfico, intervienen elementos no cinematográficos. Su lectura de La vida es bella es, por ejemplo, una lectura ética. Al final de su comentario sobre Los santos inocentes, la película de Mario Camus, suelta esta frase: “Largo es el camino recorrido por España para liberarse de los demonios del pasado”. A propósito de Medianoche en París, se pregunta si nuestra risa de hoy es la misma de hace 40 años. El cine no deja indiferente a Aguirre Romero. Sus crónicas son, como decía Alsina Thevenet, de “un espectador tocado por la pantalla”.
En la llamativa selección de películas comentadas en Cine para caminar, la mitad son estadounidenses. Entre ellas, una selección sorprendente que no hubiese esperado encontrar en alguna antología, Gran Torino, hermosa película de Clint Eastwood, que no fue recibida como merecía, afectada por los prejuicios que producen los personajes duros que ha interpretado. Otra presencia para mí inesperada en esta antología es Fat city, uno de los filmes menos populares de John Huston, que cuenta una historia muy típica del cine norteamericano, de soledad y derrota, en un mundo de boxeadores.
La lectura de estas 30 reflexiones deja la sensación de que Aguirre Romero se inclina hacia esas películas que superan los objetivos del entretenimiento, y nos colocan en la obligación de pensar y debatir el contenido de las historias y las repercusiones que tienen sobre nuestras vidas y los tiempos que vivimos. Son breves y hermosas crónicas, no tanto de un crítico, sino de un fan cautivo del cine.
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