Por MARIO VALERO
Donde hay poder hay resistencia
Michel Foucault
En su último libro de crítica cinematográfica, Cámara, acción, reacción. Cine e intolerancia en Iberoamérica, Alejandro Varderi reflexiona en torno a cómo se instrumentalizan y reproducen diversas formas de abuso de poder, tal cual se representan en el cine iberoamericano actual. Este estudio cubre un amplio espectro de películas producidas en los últimos veinte años a ambos lados del Atlántico, que registran la arbitrariedad del poder a través de diversas formas de hegemonía ideológica; desde la inveterada institución religiosa hasta las mezquindades y tragedias nacionalistas más recientes.
El texto está organizado didácticamente en diversos capítulos donde se examinan minuciosamente escenas de películas dables de exponer el complejo entramado de discriminación y abuso sufrido generalmente por los grupos más vulnerables. Sin embargo, la marca del Estado vigilante, ese Estado que según Max Weber se arroga el patrimonio de la violencia en el contrato social, es mostrado en cada caso ya sea como garante o ejecutor del abuso.
A pesar de sus aparentes cambios de forma y contenido, el poder disciplinario se reproduce y perpetúa a través de las creencias y valores de todo orden. Nacemos seres ideológicos, aseguraba Louis Althusser. Nuestro lugar en el mundo está condicionado por una intricada red de formas de sumisión. Desde nuestro género sexual hasta nuestras creencias religiosas o políticas se fundamentan en una serie de restricciones y prohibiciones, configurándonos como seres civilizados. Y es precisamente en tal nudo ideológico donde se ubica esta interpretación crítica que Varderi propone, desde los excesos del poder en un siglo de fronteras líquidas, y realidades virtuales y difusas.
Por su misma naturaleza dialéctica, el poder depende para ejecutarse de una resistencia que se oponga a su ejercicio, como lo sugirió Michel Foucault. Si el horizonte último del poder es el control absoluto de la población dominada, la resistencia sirve para legitimar su dinámica y medir su eficiencia. El poder requiere de un espacio simbólico de confrontación, donde la palabra “tolerancia” mide su eficiencia como estrategia ideológica. Para Pier Paolo Pasolini la tolerancia era solo una forma más refinada de condena; una posición hipócrita y profundamente inmoral, que en el capítulo que el libro le dedica a la religión resuena sordamente a través de películas puestas a tratar el tema del abuso sexual, y la complicidad de instituciones religiosas y laicas en el acto de perpetrarlo. El desmesurado número de casos de abuso sexual en instituciones educativas constituye una de las formas más despiadadas de ejercer el poder, sobre todo porque lo asociamos con la formación física y espiritual durante una etapa crucial de nuestro desarrollo síquico y, especialmente, porque en su gran mayoría los perpetradores quedan impunes.
Resultaría excesivo tachar de intolerantes a estas instituciones, pues el principio mismo de su existencia es precisamente su naturaleza prescriptiva, represora y excluyente. Llámese colegio, seminario, convento, gobernación o juzgado, todos representan espacios reales y simbólicos del despliegue del poder. De su monstruosa distorsión y de la tenaz resistencia que se erige ante sus arbitrariedades surgieron películas como Camila (1984) o Yo la peor de todas (1990) de María Luisa Bemberg. El Club (2015), del cineasta chileno Pablo Larraín, se hace eco de estas denuncias, mediante la historia de un puñado de exsacerdotes recluidos en una especie de retiro espiritual vitalicio, vigilados celosamente por una monja delirante. A los vericuetos barrocos de Agnus Dei (2010) o la sátira metafísica de El apóstata (2015) analizadas en este estudio, la película de Pablo Larraín responde exponiendo los delirios de una razón religiosa que produce monstruos disfrazados de predicadores.
El poder ha alcanzado por los nacionalismos, erigiendo fronteras políticas e ideológicas, ha obliterado comunidades ancestrales, forzado convivencias, causado migraciones masivas y promovido la confrontación permanente. Para nadie resulta paradójico que la globalización financiera y económica haya generado nuevas formas de nacionalismo. El “daño colateral” causado por la expansión global del capital financiero no es sino un eufemismo para etiquetar nuevas formas de represión e intransigencia. El resplandor de lo instantáneo lo oscurece todo y el presente se desvanece en lo inmediato tecnológico.
La gran mayoría de los personajes en las películas analizadas comparten una extranjería innata; una marca social, racial, sexual o de género que los aísla de su entorno. Contra el horizonte crepuscular del Imperio Austrohúngaro, Georg Simmel confrontó la figura de the stranger, que identifica lo “extraño” con lo “extranjero”. El stranger es ese ser humano cuya “diferencia” resulta ser, paradójicamente, su carta de integración al grupo del cual forma parte; su extrañeza reafirma y garantiza la semejanza que caracteriza a su grupo.
En Cine e intolerancia, los personajes habaneros de Chamaco (2010), con sus avatares sexuales y sus inútiles escarceos laborales, comparten con los negros noctámbulos del documental P.M. (1961) de Saba Cabrera el haberse quedado “fuera” del curso de la historia; son antisociales apenas tolerados por el régimen, la resistencia indispensable para que el Estado Revolucionario justifique su actuación.Tan extraños sonestos cubanos a su entorno como lo es Marina, la transgénero superviviente de Una mujer fantástica (2017) del chileno Sebastián Lelio o los amantes virtuales de Fin de siglo (2019) del argentino Lucio Castro, aunque integrados socialmente a través de su adecuación a los nuevos valores de “tolerancia” sexual. En su análisis de la película de Castro, Varderi menciona cómo la integración del homosexual a la vida social ha pasado por su reafirmación como homo consumens. De hecho, existe ya todo un género de películas dables de mostrar, generalmente de forma positiva, este proceso.
Una vez eliminada la resistencia, el otrora poder represor se disemina en formas de control reguladas y debidamente internalizadas por sus usuarios: casarse, adquirir bienes, adoptar, heredar. Sin embargo, tales relaciones normativizadas terminarían por destruir el potencial revolucionario del ser queer, radicalmente diferente a la norma social, como lo vaticinó en 1969 al anarquista Paul Goodman. Las relaciones descritas en estas películas, puestas a convertir la homosexualidad en una opción consumista, tampoco describen adecuadamente la compleja cultura homofóbica hispanoamericana; un fenómeno transversal que atraviesa todo el espectro político y las diversas corrientes religiosas a través del continente.
Ya en 1983 el documental Conducta impropia de los cubanos Orlando Jiménez Leal y Néstor Almendros revelaba cómo el ideario de la Revolución se estructuraba a través de una homofobia delirante. La perversa cientificidad social a la cual acudían para justificar los campos de reeducación, solo podrían salir de una forma de perversión máxima del darwinismo social de Herbert Spencer. Una década después Tomás Gutiérrez Alea, el director emblemático del régimen castrista, quiso reflejar en Fresa y chocolate (1994) un supuesto cambio en la ideología revolucionaria con respecto a la homosexualidad con resultados más bien lamentables. La película propone personajes retóricos y predecibles, dedicándose a vocear lemas y anatemas hasta que el homosexual se “integra” debidamente anulándose. En este sentido, los nuevos directores hispanoamericanos parecen estar más cerca de las osadías estéticas del Querelle (1982) de R.W. Fassbinder que del cine comercial gay. Pienso aquí en películas como Desde allá (2015) del venezolano Lorenzo Vigas o la oscura épica Tengo miedo torero (2020) del chileno Rodrigo Sepúlveda, donde la identidad de género muestra plenamente su dimensión política encarnada en la figura de Pedro Lemebel, el incendiario autor de la novela en la cual se basa el film.
Uno de los rasgos más sobresalientes del cine hispanoamericano es su tendencia a transgredir las convenciones de los géneros tradicionales, y nada resulta más eficiente que esta práctica para generar formas creativas de resistencia al abuso del poder y denunciar su aparición. Otra de las películas incluidas, Trauma (2017) del director chileno Lucio Rojas, puede verse entonces como un estudio de terror psicológico, precisamente por sus referentes históricos al régimen de Augusto Pinochet y a cómo trastornó la psique colectiva de toda una generación. Inaugurando el siglo, el director argentino Fabián Bielinsky creó un thriller satírico Nueve reinas (2000) que desnudaba a una nación compuesta de ciudadanos corruptos y cómplices, anticipando ya el desplome de 2001. Igualmente, la película La cordillera (2017) dirigida por el también argentino Santiago Mitre, sobre la cual reflexiona Varderi, relata el obituario de las políticas neoliberales en Latinoamérica desnudando a un estado nacional, vacío en este caso, que ha sido ocupado por el mercado.
El género documental, como ningún otro, ha sido el más experimental en estos últimos veinte años de cine iberoamericano. Ya desde Las Hurdes (1933) y Los olvidados (1952) Luis Buñuel propuso un tipo de cine dable de cuestionar las limitaciones impuestas por el género y cuya influencia aún persiste. Varderi analiza películas como La vergüenza (2009) del español David Planelly Más fuerte que el muro (2019) del mexicano Manuel Ramírez, que sin ser documentales stricto sensu aprovechan recursos propios del género para crear un “efecto de verdad”. Simples estrategias como incluir actores no profesionales junto a los actores de carrera, aprovechar locaciones externas y seguir un libreto lo suficientemente flexible, que permita cambios en tanto se avanza en la filmación, han servido para reinventar el género. Y aquí cabe destacar el trabajo de directores tan diversos como Felipe Casals en México o Patricio Guzmán en Chile, hasta los filmes más recientes de directoras como la argentina Lucrecia Martell o la chilena Maite Alberdi.
Las mencionadas películas analizadas por Varderi se enfocan en lo que representa quizás el mayor problema global de este siglo para los estados nacionales: el flujo constante migratorio, producto en su mayoría de ese “daño colateral” causado por la expansión irreversible de la globalización. Un extenso número de películas recientes que tratan sobre la migración humana, interna o transnacional, ha creado un nuevo género de cine, el llamado “cine de frontera”. Un género puesto a integrar estrategias propias del documental con otros géneros como el thriller, el horror o, incluso, la comedia satírica.
Vale entonces recordar, entre otras, la obra de la directora salvadoreña Tatiana Huezo, con documentales como Tempestad (2016) o su primera película de ficción Noche de fuego (2021), en las cuales aborda el problema migratorio y su impacto sobre los grupos más frágiles pero que han demostrado ser los más resilientes: las mujeres y los niños, pese a las amenazas e injusticias extendiéndose, como los virus, globalmente. Citando a Alejandro Varderi: “Solo la criminalización de los actos de intimidación contra los más vulnerables podrá alterar este estado de cosas, y generar un mayor entendimiento y comprensión dentro de nuestras y otras naciones, para la tercera década de un milenio en el cual tantas esperanzas de paz y prosperidad pusieron quienes lo vieron nacer”.