Campanas
Está sonando la campana que mide el tiempo
Margaret Atwood
Nací una noche en que nada ocurría. El aire era una lenta alimaña de calor. En el bosque un pichón caído del árbol fue devorado por un zorro famélico. Nací una noche pesada, sorda. A tres esquinas de la taberna, un mendigo ciego murió a puñaladas. Apenas llevaba un mendrugo que se llevó el asesino tras el asalto. No hubo fanfarrias, no hubo risas, sólo silencio. Silencio y muerte, y mi nacimiento,
ese otro silencio, esa otra muerte.
Hubiera preferido una viñeta con campanas. La luz y la mañana girando en la luz, las mujeres apresuradas, sus pañoletas, las cuentas de los rosarios curvándose en el aire, la oración en sus bocas, yendo de prisa al llamado de la torre alta. Pero mi pueblo era una derrota de Dios, sin campanario y con padrecito borracho.
Alguna tarde, ya en la ciudad, sí las escuché. Desnudo con amante a la sombra de una cama, río lejano de una vida que no era mía. Afuera, los perros no hacían más que olfatear mi rastro de semen y manos.
Ahora sus repiques me hacen compañía.
Suenan como grilletes, anuncian,
dicen de mí, de mis crímenes.
Estas son las campanas que merezco.
Las gané, son mías, me hacen digno
de la grieta que soy.
**
Cúpulas
Las cúpulas doradas están tatuadas en mi pecho,
pero son azules y no de oro que están hechas.
Mihail Krug
Recuerdo al hombre en la plaza roja, miraba absorto las cúpulas de San Basilio. Recuerdo su barba canosa y descuidada, su cayado. Me acerqué, hacía tiempo que no me sentía vivo. “Es usted un santo y me da luz”, así fue mi estúpido halago. El hombre, sin dejar de mirar las cúpulas, levantó la mano,
los dedos extendidos hacia las torres,
o hacia el cielo, no sé.
Sus dedos, sus dedos
llenos de nudos
y surcos de sequía.
“Me lo mató”, murmuró.
“La revolución mató a mi hijo”.
Pensé que yo hubiese podido estar en el lugar de aquel muchacho,
ese hijo que seguramente se negó a ser uno más. O a dejar
de ser, que es lo mismo.
“No vendrá a devorarme”, le juré. “La revolución no vendrá a devorarme. Su hijo seguirá vivo en mí”. Fui grandilocuente y de nuevo estúpido, lo sé,
pero a veces el dolor es así,
es necesario que así sea.
El hombre tampoco volteó a mirarme,
y yo, sin más, me alejé,
pensando en las cúpulas,
en todos los jodidos monasterios
convertidos en colonias de trabajo,
en todas las condenas que pagaría,
en todas las veces que saldría
para resistir de nuevo,
en los cientos de miles de putas veces
que no les daría el placer
de verme caer muerto.
**
Un poema
(en trapecio de convicto)
“Un poema,
como tatuaje,
como dibujo.
Los dibujos saben
la insuficiencia
de las palabras,
así los poemas,
como los dibujos,
como los tatuajes”.
**
Mariposa
Soy de la casta
de los que sienten el tiempo
como una crecida de río
que arde en la piel
y en la vida.
Soy de los que no pueden
estarse en ningún lugar.
De los que se van más temprano que tarde,
de los que saben que se irán
más temprano que tarde.
Soy un temblor,
un temblor suspendido
sobre el agua quieta de la luz,
un asombro que aletea
hacia la ventana
y deja atrás el encierro.
**
Alexei Morozov,
recluso de la colonia de trabajo forzado de Omsk, Siberia, portaba en su pecho una frase de Pessoa acompañada de su rostro aguileño oculto entre los característicos anteojos huidizos, el bigote timorato y el sombrero de ala ancha. Solía decir que los poetas alcanzaban con su escritura algún lugar oscuro que correspondía al mismo lugar oscuro de todos y cada uno de los hombres. Solía decir que debíamos agradecerles sus palabras de horizonte, de luz, de ajuste de brillos. No sabemos si sólo había leído a Pessoa. O solo un libro, o solo esa frase. Tampoco podría asegurarse que hubiera comenzado a vivir en paz con él mismo después de tatuársela. Ha de decirse, sin embargo, que sus sueños dejaron de atormentarlo, que no volvió a temerle al vértigo de sus vuelos sobre el mar (él, que nunca conoció el mar) y a las caídas sin fondo desde altísimas cúpulas. Se dice que, mientras agonizaba por causa de la fiebre hemorrágica, repetía la frase, la plegaria, una y otra vez, al tiempo que acariciaba, en su pecho, el rostro del poeta.
“He sentido en sueños mi propia libertad”.
Esa era la frase.
______________________________________________________________________________
Fedosy Santaella (Venezuela, 1970) es autor de libros de relatos y novelas publicados con editoriales como Alfaguara, Ediciones B y Bid & Co. Sus dos novelas más recientes, Los nombres y El dedo de David Lynch, fueron publicadas por editorial Pre-Textos (España). En 2009 fue becario del programa internacional de escritura de la Universidad de Iowa. En 2010 quedó entre los diez finalistas del Premio Cosecha Eñe de España. En 2013, en Venezuela, ganó el concurso de cuentos de El Nacional. Ese mismo año estuvo entre los nueve finalistas del premio de novela Herralde, en España. En 2016 obtuvo el premio internacional Novela Corta Ciudad de Barbastro. En 2017 obtuvo mención de honor en poesía en la I Bienal Eugenio Montejo (Venezuela). Algunos de sus textos han sido traducidos al chino, al esloveno, al japonés y al inglés. Tatuajes criminales rusos (Oscar Todtmann Editores, 2018) es su primer libro de textos poéticos.