Por CHRISTIANE DIMITRIADES
Septiembre trae consigo el otoño y exhala su aliento sobre tierras lejanas, las hojas caen de los árboles y cubren de rojo el asfalto como despedida de la plenitud del año. Debajo de la línea ecuatorial comienza la primavera: los pájaros regresan a sus antiguas moradas, todo vuelve a renacer. En el trópico solamente existen dos tonalidades del tiempo: el breve e intenso gris de las nubes que en su descarga inunda las calles y la radiante la luz que enceguece la visión, tiñe de blanco el paisaje y nos obliga a mirar de nuevo los objetos, a enfocarlos en su justo centro, a salir del espejismo que duplica el resplandor y nuestras experiencias sensoriales. Los pintores bien saben cómo la incandescencia disgrega y desmaterializa el entorno.
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La claridad se exhibe con tanta impudicia que camufla su
verdad.
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Pienso en «el sol negro» de Georges Bataille, en su profundo
«deseo de la noche».
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El centinela que me custodia, en un momento de descuido, ha
dejado escapar mi sombra.
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Por mis venas corren más de seis mil años de mitología, cinco
mil setecientos ochenta y cuatro años judíos, dos mil veintitrés
años del calendario gregoriano y una anemia fulminante.
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El verde se impone desde las minúsculas raíces de cualquier
especie vegetal hasta la exuberante frondosidad de los
corpulentos árboles. Desconozco sus nombres, tal vez por
indiferencia, o porque rehúyo las escenas silvestres. Mi
relación con la naturaleza, que a veces percibo como extraña y
hostil, se me ha dado únicamente a través del artificio, de la
copia, vale decir, de una segunda realidad: toda reproducción
es menos cruel y menos riesgosa.
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En un gesto audaz la sombra se anuncia, al verla el viajero
manifiesta su sorpresa: «No te he dicho aún cuánto me alegra
oírte y no sólo verte» (Nietzsche).
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El ir y venir de las olas me produce un efecto contrario al de la
densa espesura del bosque o de la selva. Con el mar sostengo
una íntima relación. Reconozco cuánto hay de inexplicable en
su vasta extensión, como si fuera la irónica respuesta a
nuestras ingenuas interrogantes. Sus peligros quedan
mermados cuando en un acto de humanidad y de buena fe, sin
vencedores ni vencidos, acoge por igual a náufragos y a
suicidas para engullirlos en la profundidad de su maternal
vientre.
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Ese animal que nos acompaña hasta el final de nuestra
existencia, que marcha al unísono de nuestras percepciones,
este cuerpo cuyos movimientos son siempre impredecibles,
como los del perro encadenado que, al salir de su encierro,
toma la delantera y nos obliga a ir tras él, a seguirlo por
sendas desconocidas.
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En su duelo los judíos cubren los espejos de la casa, acertado
hábito que oculta el dolor de nuestros semblantes.
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La ingenuidad de Myshkin, el príncipe idiota de Dostoievski,
seguramente ha contribuido a formar la imagen que el vulgo,
no sin razón, se hace en la actualidad de los poetas al
considerarlos privados de astucia, estúpidos tal vez,
seguidores de una voz que sólo emite el eco de las cosas.
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Incluso así prefiero el liviano soplo de la palabra, su extraño
poder sobre el vacío.
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El crepúsculo nos precede: volveremos a ser, brevemente,
antes que la luz nos consuma.
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Lo que llamamos espíritu cobra musculatura a costa de
nuestros desvalidos cuerpos.
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Vergüenza de sólo balbucear palabras entre las sombras, de
girar en círculo sobre mí misma sin poder asir el mundo, este
país en ruinas, convertido en un maltrecho juguete en manos
de la insidia.
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Las llamas de la hoguera proyectan fantasmales figuras ante
los prisioneros de la caverna. En esta alegoría mora una
evidencia que Platón no admite como verdadera. ¿Acaso toda
certeza no es más que el doblez de los hechos, y el bien una
escasa limosna de la existencia?
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«Da a tu proverbio también sentido: dale sombra» (…)
«Verdad dice quien sombra dice» (Paul Celan).
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Un fantasmal cronómetro maniobra las horas a su albedrío y
deja su insistente tic tac al final de la jornada.
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La torpeza de algún demiurgo ha cubierto mi osamenta con la
afligida piel del universo.
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Hay palabras que cortan la lengua, que nunca podré
pronunciar.
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Te acostumbras a la enfermedad como a la presencia de un
pretendiente, debido a su constancia se convierte en el
perfecto marido. Por las mañanas sabe si tomarás café o
alguna fruta, si harás tu habitual caminata, visitarás al médico
o tendrás suficiente fuerza para comenzar a escribir; pero
ignora ese deseo tuyo de quedarte callada, inmóvil, escrutando
las tinieblas.
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«Acaso de mi sombra surgen, fatales e ilusorios, los días»
(Jorge Luis Borges)
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Después de ordenar y limpiar el apartamento, se sienta, me
observa leer como quien contempla un espectro, con su
habitual timidez me extiende papel y lápiz, quiere que la ayude
a redactar una carta para su hijo en el exilio. «Algo bonito,
dice, igual a lo que está escrito en los libros». No, Irma, las
líneas ajenas a veces se convierten en verdaderas telarañas de
las que es difícil zafarse. Estoy segura de que tu voz llegará,
con más acierto, al corazón de las palabras. Díctame, te
escucho…
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Soy dos mitades que se esquivan, ninguna quiere que la otra le
arrebate su lóbrego sol.
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A esta hora de la tarde el impulso de escribir adquiere el brío
de una bestia balanceándose dentro de la cuadra para huir de
su impuesta reclusión, sin embargo, me detengo, no logro
escribir.
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El verbo «asombrar» nació en las caballerías, del espanto de
las bestias ante sus propias sombras.
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No interpretes este silencio como una actitud arrogante.
No es desdén, sólo pretendo volver a mi lengua, mi lengua no
admite traductor.
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Admiro a los escritores que describen al comensal deshojando
los pétalos de una alcachofa mientras cavila acerca de su vida,
a los que logran conciliar ese desacuerdo entre la banalidad de
un gesto y la disertación del personaje sobre algún
infortunado suceso.
*Los textos aquí seleccionados pertenecen al libro Verdad dice quien sombra dice (El Taller Blanco Ediciones, Colombia, 2023).
*Christiane Dimitriades es venezolana, de origen griego. Nace en Egipto, El Cairo (1953), y llega a Venezuela a los tres años de edad. Es licenciada en Filosofía y luego profesora de Estética en la Escuela de Artes (de la que fue su directora entre 1993 y 1996) de la Universidad Central de Venezuela. Ha publicado poesía y ensayos de arte y filosofía en diversos periódicos y revistas especializadas (Revista Imagen, Revista Nacional de Cultura, Lamigal, Revista M, Revista iberoamericana Casapaís, Revista checa Plav, Papel Literario de El Nacional, diario El Universal, entre otros) y ha escrito textos en varios catálogos sobre artistas visuales nacionales. Es autora de los poemarios Del eterno retorno (La Draga y el Dragón, Caracas, 1987) y de Encuentros del poeta con el psicoanalista (Fundarte, Caracas, 1991). En 1997 publica una novela: Sabath (Grijalbo, Caracas). Es la compiladora de Mínima antología de estética (2001, Caracas, Fondo Editorial de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela). El libro Voz de fondo (Oscar Todtmann Editores, Caracas, 2019) reúne tres poemarios escritos entre 2003 y 2019, a saber: Todos los bordes, Hablo una lengua y Voz de fondo. El cuarto jugador es su último libro de poesía publicado por Dcir ediciones (Caracas, 2020).