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Chernóbil: de la mentira a la catástrofe

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Por Narcisa García

Muy buena parte de lo que se escribe sobre Chernóbil (Craig Mazin, 2019) consiste en comparar la serie de televisión con lo sucedido en la ciudad soviética. Al conversar sobre cine, series o libros, pareciesen cada vez más frecuentes los comentarios que defienden y prefieren lo que está basado en hechos reales, esas historias que pasaron de verdad. Desde el tontísimo no me gustan los realities porque son mentira, hasta el yo solo veo/leo cosas basadas en hechos reales, lo que podría señalarse, en principio, es que el gran público, de alguna manera, “busca” verdades.

Sigfried Kracauer escribía sobre la cualidad colectiva del cine, tanto frente como detrás de las cámaras: es así como en él se puede identificar un imaginario común en la sociedad y un periodo de tiempo determinado. Kracauer puede ver venir el nazismo desde el cine expresionista alemán: los signos de los tiempos reflejados en un arte colectivo, presentado a un público que lo hace popular. Los géneros funcionan de manera similar: gracias a ellos podemos tomarle el pulso a las sociedades. Cuando se están estableciendo leyes y límites el western es popular; con las crisis pronunciadas es el musical el que ayuda a evadir y pensar en tiempos mejores. El cine negro surge para dar cuenta del quiebre de referentes morales tras el descalabro de entreguerras, y el cine de terror sube siempre en popularidad cuando las sociedades tratan de identificar aquello que temen, es decir, cuando han tomado el camino equivocado y no parecen (querer) encontrarse.

El documental jamás había sido tan popular como hoy. En el gráfico de IMDb que muestra las curvas de popularidad de los géneros cinematográficos en la historia, la de este es especialmente pronunciada en los últimos diez años. Parecería indicar que,  después del 11-S, deviene un hambre de verdad, entre tanto filtro, photoshop y fake news. ¿Superan entonces los documentales a las ficciones en las taquillas, descargas y visualizaciones? No. Las cintas, series y libros más populares siguen siendo, por mucho, de ficción. Lo que puede estar sucediendo es que se le está exigiendo a la ficción que sea verdadera y no verosímil. Es decir, se está rechazando la representación.

Chernóbil cuenta la catástrofe nuclear de la planta elocuentemente nombrada Vladimir Ílich Lenin, una que pudo haber acabado con todos para siempre, como lo quisiese el propio ruso endemoniado. Dos veces la especie ha escapado de sus garras en los últimos cien años. Inicia la serie con el suicidio del personaje principal y luego cuenta una gran elipsis, desde la noche de la explosión hasta el juicio a los responsables. Boris Shcherbina (Stellan Skarsgard) es un hombre del Partido a quien le ordenan llevar el caso, Ulana Khomyuk (Emily Watson) una físico nuclear ucraniana que ayudará en la investigación de las causas y posibles soluciones para el desastre, y Anatoly Dyatlov (Paul Ritter), el supervisor del turno que trabajaba en la planta al momento de la explosión, acompañan a Valery Legasov (Jared Harris), el principal, científico de prestigio especialista en física nuclear, ordenado por el régimen a desentrañar el accidente. Fotografiada como bajo una bruma ceniza, a la vez resplandeciente y opaca, Chernóbil tiene de banda sonora un ruido de interferencia eléctrica, de aparato de detección radioactiva que pesa sobre el espectador.

Hay momentos claves en la miniserie: la decisión unívoca y predecible del consejo del partido de negar la gravedad de lo sucedido porque “el Estado soviético ha dicho que no hay peligro. Tengan fe, camaradas”. También la consecuente pérdida de tiempo, dinero y ayuda que deja inservible un<           robot que se acercaría al área de mayor radiación, puesto que el partido le pide a Alemania Oriental uno que aguante el nivel oficial de radiación, es decir, muy por debajo del real. Y el que consideraría el más representativo de todos, aquel en el que la científica Khomyuk es recibida por un pesado del Partido a quien alerta de que conoce lo que está sucediendo en la planta nuclear: “Soy físico nuclear”, dice Khomyuk, “usted, antes de que el Partido le diese este cargo, trabajaba en una fábrica de zapatos”, añade. “Y ahora soy quien manda”, responde el hombre. Tres líneas para exponer la inversión de todo orden, aquella conversación en la que Alicia le dice a Humpty Dumpty que no se puede hacer que las palabras signifiquen lo que uno quiera, comentario que el huevo zanja diciendo que la cuestión está en saber quién es el que manda. Revolución en una cáscara de nuez.

La sentencia de los creadores de la miniserie es clara con el discurso final de Legasov en el juicio: lo que nos ha llevado a Chernóbil, la catástrofe, han sido las mentiras. La inversión es perfecta: libertad y revolución pasan por la relación que se tenga con la verdad. Para los soviéticos, reales y ficticios, la verdad es la mentira, no se cuestiona, no se concibe, no se piensa de otra manera. La verdad no tranquiliza: compromete, dice Georges Bernanos. El comunista, socialista, leninista, o como quiera llamarse cada fracción de izquierda bolchevique, está siempre enfrentada a la realidad: odia la naturaleza humana e insiste en cambiarla. Al resistírsele la realidad, se la niega. Añade Bernanos: “Quien se abre indiferentemente a la verdad como a la falsedad está maduro para cualquier tiranía”. “No existe libertad sin la verdad”, dijo Juan Pablo II. El resultado es y será siempre el mismo: un Chernóbil.

El rechazo a la representación, o la “búsqueda” de verdades —que parecía ser la razón del auge en la popularidad del documental, como si este fuese inequívocamente verdadero—, o la verdad que se le exige a la ficción con soberana estupidez, es, en realidad, una búsqueda por una verdad conveniente, complaciente, es decir, otra mentira. Juzgar Chernóbil porque “eso no pasó así en realidad”, es buscar la verdad donde no está: es una serie para la televisión; parece obvio. El por qué endilgarle a una ficción que no cuente exactamente lo que dijo, hizo, vistió cada personaje en la realidad, podría especularse: si la verdad que “busco” no está en función de la libertad, no daré nunca con ella. Hallaré, siempre, una verdad trastocada, una que es puro deseo. Por eso se le critica la “fidelidad” a la serie, y por eso el Estado ruso ha resuelto demandar a los guionistas de HBO y producir una propia. Una que seguramente complacerá a ese público.

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