Por MARINA VALCÁRCEL
Si en un guiño surrealista Chema Madoz (Madrid, 1958) se convirtiera en uno de los objetos que viven en sus fotografías podría, probablemente, mutar en pequeña tortuga que encierra en su caparazón un alma poética.
Desde sus primeras fotografías de los años ochenta, aquellos antebrazos en los que se proyectaban las ramas de un arbusto a modo de venas, no ha parado de disparar su cámara sobre objetos a los que desnuda de cualquier elemento superfluo, objetos que pueblan la vida diaria: monedas, libros, relojes, balanzas, abrelatas… y cuya realidad desvirtúa para ofrecérselos a nuestra imaginación libres, convertidos solo en signos, ligeros de su carga de significados.
Madoz quiere que nos detengamos delante de sus imágenes despacio y que las llevemos al fondo de nuestro cerebro donde han de quedarse el tiempo necesario para hacerlas nuestras. Sueña con que sus fotografías «hablen siempre de manera distinta a la persona que amanecen con ellas todas las mañanas en la pared, frente a su cama. Que no se agoten». De ahí que juegue, como lo hacen algunos poetas, estirando, exprimiendo, jugando con las palabras. Esta exposición se llama Chema Madoz 2008-2014. Las reglas del juego. Es por eso y, también, por un homenaje a la película de Renoir con el mismo título.
Esperamos a Madoz, que pacientemente atiende a los medios de comunicación, días antes de la inauguración, en la entrada de la Sala Alcalá 31. Charlamos mientras tanto con Borja Casani, su comisario quien supervisa cómo van surgiendo de la pared las letras en rojo que rotulan el título de la exposición. Nos dice: «Las fotos de Chema, al final, son el retrato fotográfico de una idea».
Si los objetos tuvieran alma Madoz la retrataría. Es un perseguidor de la desnudez, de la simplicidad. Quiere llegar a una imagen «muy parca, casi monacal». Es su manera de entender la belleza y, también, su manera de ofrecérsela despojada de su significado habitual, a la imaginación del espectador: libros convertidos en las dovelas de un arco, gotas que se hilan en un collar de perlas de agua, un reloj de cristal, una carta astral… Casani insiste: «Con Madoz lo que hay es un jeroglífico que ya está resuelto. Él desvela una hipótesis y lo que ocurre es que a la gente le resulta reconfortante entender las cosas. Aquí se representan objetos a los que nos sentimos muy cercanos. Son cotidianos para un africano, para un europeo, o un latinoamericano. Desde ese punto de vista es muy satisfactorio, el éxito de Chema Madoz en tantos países. Hemos expuesto en Egipto, la gente entiende… ¡Da gusto! Los objetos cotidianos están presentes en el mundo y hablan».
Aparece Chema Madoz. Y aparece sobre todo su mirada. Es una mirada tímida y al mismo tiempo escrutadora, que se produce siempre desde arriba hacia abajo y un poco en picado, y se queda ahí sostenida, diseccionando el objeto que en ese momento acaba de instalarse en su cerebro, para incordiar, hasta que las manos del fotógrafo rompan a dibujarlo en uno de los bocetos preparatorios de su cuaderno de notas. Pasarán de las hojas de esa libreta, a su transformación casi quirúrgica en una mesa de operaciones a modo de banco de carpintero donde una escuadra y un cartabón de madera se convierten en las velas de un barco de juguete, o donde las rejas de una puerta de hierro se retuercen hasta formar notas musicales.
Madoz habla despacio, le gusta el ritmo lento, también el silencio. Son rasgos que parecen necesarios en una persona que observa de una manera distinta, los detalles más pequeños. Lo mismo que los niños se quedan ensimismados delante de un hormiguero e inventan un mundo en torno a él. «Soy hijo único y desde pequeño me acostumbré a jugar solo. Me gusta la gente pero necesito mi parte de soledad».
La sala Alcalá 31 recibe las fotos de Madoz, Premio Nacional de Fotografía en 2000, después de las exposiciones organizadas por el Museo Reina
Sofía, en 1999 y por la fundación Telefónica, en 2006. Ésta, la tercera, recoge las 124 fotografías hechas en los últimos seis años. Siempre en blanco y negro, siempre en analógico, sobre papel baritado. Están colgadas solamente en el piso bajo de esta sala de planta casi basilical y techo abovedado que en su día albergó el patio de operaciones de un banco. Curiosa coincidencia ésta para Madoz, cuyo primer trabajo fue también en un banco, detestaba aquello y lo dejó en mitad de una crisis vital para dedicarse por entero a la fotografía.
La armonía de blancos, grises y negros y la cantidad de luz madrileña que inundan esta sala fomentan esa sensación de calma y de silencio que busca el artista. Le gustaría que la actitud del espectador frente a sus fotografías fuera serena, lenta, casi como la lectura de un haiku. «El espacio es espectacular. También es complicado en la medida de que tiene muchas columnas. Lo que hemos tratado en esta ocasión ha sido de hacer un montaje elemental, simple: tan solo hemos fraccionado el espacio con tres cortes intentando así dejar que el espacio respire. Estoy muy contento con el trabajo de Borja y el mío, creo que es un montaje que aporta un cierto reposo, tranquilidad.»
Mientras habla, Madoz va dirigiéndose como atraído hacia determinadas fotografías, le seguimos, observando su elección. En la evolución de Madoz ha habido algunos quiebros, siempre suaves, porque el fondo de su lenguaje ha quedado intacto: todo gira y girará siempre en torno al objeto. Pero en esta exposición ha añadido o perpetuado algunas de sus obsesiones: su pasión por la caligrafía, por la palabra escrita; la aparición, aún tímida, del dibujo a lápiz; y las figuras de animales. En esta evolución desde su comienzo, también ha ido dejando caer a la figura humana, no le interesa, porque a base de despojarla de sí misma, de su identidad, acabó convirtiéndola en una excusa.
Ahora, sin embargo, usa maniquíes, un San Sebastián en la columna, al que dispara flechas de alfiler de acupuntura o la que se convierte en la primera parada de este viaje con el artista por las fotos de esta sala: es la representación de dos manos artificiales de mujer, el vaciado en cera de las manos de una pianista, enfrentadas la una a la otra. Sus dedos sostienen lo que podría ser una cuerda que dibuja una figura geométrica hecha de letras. Es un recuerdo a la infancia y a ese juego que se hacía con cuatro manos y una cinta que iba saltando de una forma a la otra hasta llegar a la forma original.
Esta fotografía nos sirve para preguntar al artista sobre las múltiples interpretaciones que generaría esta imagen: tantas miradas, como aconsejaba Joseph Beuys en la aproximación a la obra de arte: «Siempre me ha interesado hacer imágenes que no se agoten a pesar de tenerlas delante. Que a pesar de verlas a diario sigan produciendo esa pulsión de acercarte de nuevo a ellas y hacerlas tuyas. Cuando me hablas de ese ritmo pausado, es el ritmo con el que yo me acerco a las obras de los artistas que me interesan, que generan momentos muy particulares. Pensar que tu trabajo puede suponer algo parecido para otra persona es bonito». No podemos evitar hablar de pintura entonces. Reconoce su debilidad por Magritte: la nube, el sombrero… Pero también por De Chirico y por Morandi.
Entonces nos confiesa una debilidad: «Hay una foto en la exposición, es solo la foto de un vaso vacío sobre un fondo blanco, dentro del vaso pone The End. Me parece una foto preciosa, me conmueve la belleza que hay en esa imagen, en el brillo de ese cristal. La simplicidad que, al final, lleva hasta la belleza. Son escenas muy sencillas, con una luz lateral, los objetos están prácticamente desnudos, están en un territorio cercano. Sin embargo, no estás echando mano de la belleza de una flor, de lo que todos entendemos que es bello, o lo que representa la idea de belleza».
De la pintura pasamos a la literatura: «Es la capacidad que tiene el lenguaje verbal para darnos imágenes visuales… Por supuesto Gómez de la Serna, pero también Borges, Bioy Casares, Boris Vian, Tanizaki. Todos escritores que tienen mundos imaginarios muy personales».
El estudio de Madoz es una suerte de gabinete de tesoros, como en “El Aleph”, «uno de esos puntos del espacio que contienen todos los espacios»: su microcosmos de objetos e ideas en el que parecería ser autosuficiente durante un tiempo largo. De todos ellos, hay uno al que volvería siempre, uno que ejerce en su mente un bucle inagotable: «El libro: tan simple, tan elemental, ese rectángulo que a la vez ofrece tantas posibilidades de interpretación, tantos puntos de vista, de fuerte riqueza semántica. Por eso aparece insistentemente, a lo largo del tiempo, dentro de mi propio trabajo. Siempre me quedo con la sensación de que, quizás, en algún momento, yo soy incapaz de sacarle más partido, no porque no lo tenga sino por mi propia incapacidad. Me agoto yo pero no se agotan las posibilidades del objeto…». Los pies de Madoz se paran ahora delante de la imagen de un mapa en la que aparece la sombra de un pez. Es una de esas fotos con fuerte influencia del grabado japonés: «Son dos negativos uno encima del otro. Es una fotografía hecha del mapa desde arriba iluminado y una foto del dibujo del pez y pones un negativo sobre otro y se proyectan». Empiezan a aparecer animales, sombras de animales. A su lado, una imagen de las vetas de un tronco delineadas por letras que reafirman la importancia que tiene para él, no solo la palabra escrita, también la literatura. Jamás titula sus obras: «Siento un excesivo respeto por la escritura. Sé que un título puede convertirse en una capa sugerente para la lectura de la obra. Sin embargo, prefiero no titular, no dar pistas y así ampliar la posibilidad de interpretación del espectador».
El arte de la caza del objeto empieza para Madoz en su búsqueda. Es un fiel del Rastro madrileño. Allí le invade una sensación de rececho, de captura de la presa que lleva un tiempo merodeando en su subconsciente. ¿Cómo se produce ese flechazo? «Es el misterio. En ocasiones tropiezo con objetos ni más ni menos extraños, es más bien el desconcierto que producen en mí.
Algo que me invita a llevármelos, a hacer algo con ellos y generalmente algo surge».
Madoz convive con los objetos que fotografía, como lo hace Kemal el protagonista de El Museo de la Inocencia, en la novela de Orhan Pamuk. Roba los objetos cotidianos de la casa de la mujer de la que está tozudamente enamorado para luego hacer con ellos un museo. Sin embargo Madoz, que ya expuso algunos objetos en la exposición de Telefónica, no siente mucho interés por seguir la estela que desde 1924 convierte el objeto en máximo protagonista del mundo artístico elevándolo a categoría de exposición, como ya hicieron André Breton y sus seguidores en los años 30 o más aún en la línea de los ready made de Marcel Duchamp: «Siempre me ha parecido que la fotografía coloca esos objetos en un territorio que me resulta más atractivo, más interesante. Relativo al territorio de los sueños. Algo que se tiene en mente, pero que difícilmente puedes palpar, tocar. Me gusta mucho esa distancia».
Él está acostumbrado a convivir con los objetos que ha fotografiado; forman parte de ese fetichismo: «Los objetos me rodean en mi estudio, los voy almacenando. Muchas veces conservados tal y como han sido fotografiados y otras como material de trabajo reciclable. Es impresionante la carga que tienen los objetos, cómo son algo a lo que nosotros dotamos de esa capacidad evocadora. Los relacionamos con momentos de nuestra vida, con personas, con ideas. Para mí ese fue el descubrimiento a la hora de empezar a trabajar con ellos. Recuerdo que una vez encontré una insignia que había llevado en el colegio, me impresionó cómo me trasladó hasta los compañeros, hasta el pupitre…».
Terminamos nuestro recorrido delante de la fotografía en la que Madoz se ve más reflejado. Es una avioneta que parece estar hecha de recortables de niño, en negro sobre un fondo blanco. La infancia como tiempo mágico de creación. En la hélice ha colocado una rosa de los vientos: «A veces me identifico con ella. Responde a mi estado de ánimo: estar viajando permanentemente, como un poco desnortado». Y así, entre el mundo de la imaginación y el de la contemplación, vive Chema Madoz, un hombre callado.