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Chéjov en diez escenarios

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“La tarea cumplida por la historiadora Bartlett es luminosa: establece un método, despeja el terreno y construye en doce redondos capítulos una existencia de Chéjov indisociable de los lugares —casas, fincas, ciudades, paisajes— en los que vivió o de los que fue asiduo”

Por NELSON RIVERA

Una vez que se ha leído la ambiciosa biografía de Donald Rayfield sobre Chéjov, ¿qué podría encontrar el lector en la escrita por Rosamund Bartlett que retribuya el esfuerzo de agregar otras 400 páginas de lectura sobre la vida de Chéjov? ¿Chéjov. Escenas de una vida justifica semejante empeño?

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La tarea cumplida por la historiadora Bartlett es luminosa: establece un método, despeja el terreno y construye en doce redondos capítulos una existencia de Chéjov indisociable de los lugares —casas, fincas, ciudades, paisajes— en los que vivió o de los que fue asiduo. Y muestra, con sensible devoción chejoviana, cómo esos espacios se proyectaron en sus relatos y textos dramatúrgicos.

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Su método consiste en aproximarnos a la historia y la geografía, al devenir de los espacios y las costumbres, al estado de las cosas en las respectivas épocas, y en esas cuidadas armazones de talante antropológico, contarnos de Chéjov: su hacer e interacción con aquellas realidades, desde su infancia en Tangarog, ciudad portuaria ubicada en las orillas del Mar de Azov (al este de Ucrania), hasta su muerte en un hotel de Badenweiler, en la Selva Negra alemana.

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El Chéjov del que parte Bartlett —el Chéjov canon—, perfilado por la acumulación de biografías, cartas y testimonios, es ese lúcido que prefería el silencio; el paterfamilias sobrio, de rápidos dictámenes; el frío razonador que resolvía sin debatir los asuntos sobre los que debía decidir. Bartlett no desmiente esta versión.

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La acoge, pero le añade una dimensión, axial y envolvente a la vez: un Chéjov-del-paisaje, devoto de los espacios abiertos, perceptivo que registraba las mínimas variaciones de sonidos, colores,  presencias y labores en la sinuosidad del día; un Chéjov que tenía a mano la palabra exacta para nombrar cada elemento de la naturaleza con la que interactuaban sus sentidos; un Chéjov que llevaba consigo un deseo profundo de soledad, y que encontró en el mundo natural que lo rodeó —en muchos lugares, pero en ninguna parte como en la estepa rusa— ese silencio, revelador o ensimismado, donde están los secretos del mundo.

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Bartlett: “Es posible que el tema principal de Chéjov como literato fuera la fragilidad y la complejidad de las relaciones humanas, pero rara vez las personas inspiraron en él tales arrebatos de lirismo como lo hizo el paisaje ruso. Chéjov ocultaba cuidadosamente su personalidad lírica, pero podemos descubrirla en sus cartas y especialmente en sus relatos cortos. Fue el paisaje lo que le hizo murmurar la palabra ‘poética’, el término más elogioso de su vocabulario, y fue el paisaje el que le hizo vivir algunos de los momentos más dichosos de su vida”.

Taganrog

En los antiguos escitas y griegos arrancan las indagaciones de Bartlett cuando cuenta de Taganrog, el puerto donde Chéjov vivió los 19 primeros años de su vida. En su gymnasium recibió una sólida formación clásica, que sería influencia fundamental en su estética depurada y de pocos medios. En Taganrog Antón fue testigo —y víctima— del fracasado intento de su padre de convertirse en un comerciante próspero, y del declive económico y social de la ciudad. Allí aprendería de árboles, frutos, flores, aves, de la vida silvestre, de las costumbres y la lengua de los campesinos. Fue en aquellos años donde viajó por esa estepa casi mágica que está en sus relatos. Fue el lugar donde conoció el duelo cuando falleció la menor de sus hermanas y descubrió la fragilidad de la vida. En Taganrog le dio forma a un pensamiento que no le abandonaría nunca: no haber tenido infancia en su infancia. De haber vivido en estado de miedo. Pero sobre todo, fue cuando intuyó o vislumbró el poder, el sugestivo prodigio que subyace en una historia, la presencia de lo no dicho.

Moscú

Cuando llegó a Moscú por primera vez tenía 17 años y, hasta ese momento, solo había visto la estepa y sus pueblos. La ciudad caótica le fascinó. Cuando regresa a Taganrog lleva una gran responsabilidad sobre sus hombros: asegurar la sobrevivencia de la familia en Moscú: viven todos en una habitación. Remataba los bienes de la familia, escribía relatos humorísticos que su hermano Aleksandr procuraba vender en Moscú. A los 19 está de vuelta en Moscú para iniciar sus estudios de medicina. No es un estudiante destacado. Le gusta reunirse con sus amigos en el Hermitage. Pasaba muchas horas escribiendo y mejoraba sus ingresos. Lucha para concentrarse en medio de las difíciles condiciones en las que viven. En la cuarta o quinta mudanza ocupan una vivienda más cómoda. Los martes en la noche, a los Chéjov les visitan pintores y músicos. En 1884 Chéjov financia Cuentos de Melpóneme, su primer libro publicado. Graduarse no lo liberará: al contrario, le cargará de deberes para buena parte de su vida. Ese mismo año —1884— aparecen los primeros síntomas de la tuberculosis. En 1886 su prestigio crece. También su popularidad entre las mujeres.

Veranos en la dacha

“Profundamente arraigado en la psiquis rusa, el concepto de dacha es un fenómeno que no tiene equivalente en ninguna otra cultura”. Como parte de su ascenso a la clase media, también Chéjov se las arreglaba para viajar a una dacha (casa de campo) durante el verano. O las alquilaba o aceptaba invitaciones que le deparaba su creciente prestigio. Aquellos meses, vistos en una perspectiva de años, arrojan una conclusión: en los veranos se cargaba de ideas. “La arraigada necesidad que sentía Chéjov de experimentar la libertad física se había vuelto, si acaso, más intensa. Estaba extremadamente embelesado por la belleza del entorno, los sonidos, las vistas y olores que se convertirían en una rica reserva de recuerdos a los que recurrir en años venideros para escribir relatos y obras teatrales”. Chéjov se rendía ante el espectáculo de los campos de Ucrania.

San Petersburgo

San Petersburgo, fundada por Pedro El Grande en 1703, fue para Chéjov la ciudad que le ofreció reconocimientos y derrotas. Cuando comenzaba su carrera como escritor, la ciudad de las enormes avenidas era el centro literario y cultural de Rusia. De allí surgieron los elogios más tonificantes, cuando publicó La estepa en “El mensajero del Norte”, pero también allí se escribieron los comentarios más virulentos y descalificatorios, por ejemplo, tras el estreno de La gaviota. San Petersburgo fue la ciudad donde vivía el que podría haber sido su amigo más entrañable, Aléxei Suvorin, pero también donde residían sus más enconados rivales y enemigos. Le gustaba ir cada tanto, porque encontraba las conversaciones más estimulantes. Sin embargo, para muchos destacados intelectuales petersburgueses, que Chéjov fuese inclasificable desde la perspectiva política resultaba intolerable: “Chéjov tuvo que aprender a lidiar con un sector particular de críticos de San Petersburgo que estaban confundidos por la ausencia de cualquier tipo de carga moral en su obra, y ofendidos por la poca ortodoxa trayectoria de su carrera literaria (…) resultaba ofensivo para las viejas generaciones, sobre todo porque era evidente que no estaba dispuesto a rendir homenaje a las consignas tradicionales y a poner su talento literario al servicio de las luchas por causas morales (…) Chéjov se negó a seguir el juego, confundiendo a todos, como hizo en casi todos los aspectos de su vida”. En sus últimos años, San Petersburgo se enfrió en el corazón de Chéjov. Hacia 1897-1898 sus viajes a la capital se hicieron cada vez menos frecuentes. Su amistad con Suvorin había quedado tocada tras el debate por el caso Dreyfus, y los ataques a La gaviota lo alejaron, no solo del teatro, también de la ciudad.

Sajalín

A la pregunta de inagotables respuestas de por qué Chéjov decidió en 1890 viajar a la isla de Sajalín, con todos los padecimientos, riesgos y desgaste físico que ello le ocasionaría, responde Bartlett: Chéjov estaba en un momento crucial. Salvo Tolstói, que era una especie de estatua viva en la Rusia desfalleciente del zarismo, el joven narrador había alcanzado un alto aprecio literario. No tenía rivales. Su hermano moría de tuberculosis. Se le había acusado de permanecer ajeno a los sufrimientos de los rusos. En una carta a Suvorin, de 1889, le escribió: “No estoy frustrado, ni preocupado, ni deprimido, simplemente todo me interesa menos. Necesito que alguien me ponga una bomba en el asiento”. Ese dinamitero resultó él mismo. Chéjov quería una experiencia extraordinaria, y decidió emprender la aventura de Sajalín. Antes de viajar, confrontado al disgusto o a la opinión contraria de su familia y amigos, escribió la que debe ser una de sus mejores cartas a su amigo Suvorin: “Dice usted, por ejemplo, que nadie necesita Sajalín ni lo encuentra del menor interés. ¿Puede ser así realmente? Sólo una sociedad que no deporta a miles de personas allí, a costa de millones de rublos, puede pensar que Sajalín carece de utilidad o interés. Sajalín es el único lugar, excepto Australia en otros tiempos, y Cayena, donde se puede estudiar una zona que ha sido colonizada por convictos”. Y sigue.

Aunque La isla Sajalín (1895) es un recuento impersonal, tentado por la monografía sociológica —cuentista devenido en censador—, y a pesar de las historias de horror que escuchó, de la miseria que reprodujo en sus páginas (“por lo que podía ver en Sajalín en 1890 no había nada que se pareciera remotamente a una sociedad civilizada”), el paisaje siberiano le resultó abrumador y cautivante. Desde allí escribió cartas exuberantes, que firmaba como Homo sajaliensis.

Copio un largo párrafo de Bartlett: “Después de ver los amplios espacios de Siberia, se agobió al retomar su vida urbana en el pequeño piso que había alquilado su familia durante su ausencia, y pronto se sintió tentado a iniciar un nuevo viaje. En marzo se puso en camino para reunirse con Suvorin en San Petersburgo y desde allí tomar el expreso a Viena. Y no se trataba de cualquier tren. Los gustos sibaritas de Suvorin exigían viajar con estilo, así que su compartimento disponía de confortables camas, alfombras, espejos y ventanales. Nada que ver con el tarantas de su viaje anterior. Chéjov hizo en total cinco viajes a Europa Occidental en el transcurso de su vida, dos de ellos con Suvorin —en 1891 y 1894, ambas visitas cortas en un recorrido por las grandes ciudades—, y dos estancias mucho más largas por la Riviera francesa por motivos de salud (…) La última vez que Chéjov viajó a Europa fue para morir”.

Mélijovo

En un acto de pura intuición, Chéjov compró la finca de Mélijovo a comienzos de 1892. No la había visitado. En ella vivió los años más felices de su vida. Todo un campo de 250 hectáreas, a unos 60 y tantos kilómetros de Moscú, cuyo estado era más que precario. La familia, bajo el mando de Chéjov, se dedicó a reconstruir la casa, limpiar el terreno, cuidar a los animales, recoger las cosechas de cuanto sembraban. Compró una campana, la colgó en un poste del jardín, y desde allí la hacía repicar 12 veces para llamar al almuerzo.

La mitad de la finca estaba poblada de altos y desgarbados abedules jóvenes. “Había también un granero desvencijado, un gallinero, una cuadra, y varias construcciones de madera con techo de paja. La finca tenía asimismo un pozo, un huerto de frutales y otro de verduras, un par de estanques y una valla que cubría todo el perímetro alrededor, desde las verjas rojas de la entrada”.

Todo era más barato, tenía un lugar donde vivir, estaba rodeado de los suyos. Su habitación tenía tres ventanas que miraban a jardín. Situó su mesa junto a ellas. Desde ahí veía los manzanos y los rosales. “Las flores y los árboles del jardín eran definitivamente el terreno de Chéjov. Los cientos de bulbos que plantó en otoño dieron tulipanes, narcisos, jacintos y lirios en primavera, a los que se unieron más tarde claveles, lilas, rosas, jazmines de dulce aroma, lupinos, violetas, alhelíes, fritilarias, plantas de tabaco y una gran variedad de arbustos y otras plantas cuidadosamente seleccionadas. En una carta a Suvorin: “El bosque es una maravilla (…) se siente la presencia de la divinidad”. Bajo esos influjos Chéjov escribió la mayoría de sus relatos, y las obras La gaviota y Tío Vania.

En Mélijovo sistematizaría su acción como mecenas y promotor social (usó su prestigio para conseguir una oficina de correos, la pavimentación de las carreteras, la construcción de un puente sobre el río); construyó tres escuelas, organizó la operación del censo nacional en su zona, prestó atención médica a miles de campesinos de la región (en el trimestre agosto a octubre de 1892 atendió a más de mil pacientes), actuó como consejero que resolvía disputas y problemas. Un pater en su casa y en centenares de kilómetros a la redonda.

La Costa Azul

A comienzos de septiembre de 1897 Chéjov llega a Biarritz, ciudad francesa en la costa atlántica, animada por el incesante movimiento de los turistas. Dos semanas más tarde, el impaciente se marcha a Niza, frente al Mediterráneo. Se inauguraba la que sería su estadía más larga en ciudad extranjera: siete meses. Es allí cuando se involucra en el caso Dreyfus. Estudia cada detalle de los hechos y argumentos. “Fue el único escritor ruso importante que tomó una postura activa en el asunto”. Escribe algunos relatos (En casa, En la carreta), a pesar del disgusto que le causa trabajar fuera de su casa. Envía cartas tranquilizadoras a su hermana, pero las hemorragias continúan. Solo a Suvorin le confía que la enfermedad avanza y que es incurable. Aunque le cautiva la cortesía de los franceses, pasa los días entre rusos. A media tarde se retira a la habitación a descansar y no sale hasta el día siguiente. Algunas mañanas compra regalos para su familia, que envía con viajeros que se ponen a su disposición. En diciembre de 1890 volvería por seis semanas, mientras la enfermedad avanzaba irrevocable.

La Riviera rusa

Chéjov visitó Yalta, península de Crimea, por primera vez en julio de 1888. No sabía entonces que, una década más adelante —a partir de 1898— y hasta su muerte en 1904, sería su lugar de residencia. Repetía: allí no encontraba estímulos para escribir. Tenía nuevos amigos. Le invitaban a excursiones y a meriendas. Caminaba por el paseo marítimo. Se sentaba en cafés con los intelectuales de la ciudad, que lo habían recibido sin reticencias. Concentraba la atención de la ciudad. Acompañado por una joven dama visitaba Oreanda: se sentaban en un banco, conocido hoy como “el banco de Chéjov”. El escritor lo convertiría en un lugar inolvidable en La dama con perrito.

Durante una visita a un pueblo tártaro decidió comprar una casa y el terreno que la rodeaba. También había adquirido un terreno en Yalta para construirse una casa. No me referiré a estos episodios inmobiliarios, por sí mismos un capítulo no exento de absurdos.

Mientras, Chéjov escribía cartas, muchas cartas. “De los doce volúmenes de cartas recogidas en la edición de sus obras por la Academia de Ciencias, la mitad cubren los últimos siete años de su vida”. En Yalta, su tendencia a sentirse asfixiado por el entorno, pronto se manifestó: “No estaba acostumbrado a estar demasiado tiempo quieto en un sitio, y le resultaba insoportable ver cómo la gente iba y venía”.

Luego de “escapar” a Moscú en abril de 1899, en julio regresó acompañado de la actriz Olga Knipper, quien se hospedó en la casa de unos amigos. Al tiempo Chéjov llevaba a su madre a vivir con él de forma permanente, a la vieja cocinera que había trabajado con la familia desde 1884, y muchos de los más queridos objetos y muebles: un armario de caoba, un vestidor de cerezo, copas de cristal, algunos cuadros y un logrado dibujo de San Juan Bautista realizado por el padre. “En el transcurso del otoño Chéjov siguió plantando árboles, arbustos y flores en grandes cantidades”.

Muerte en Selva Negra

Partió desde Moscú, el 3 de agosto de 1904. Todos sabían que se aproximaba el final: Olga Knipper, su esposa, él, los que le ayudaron a subir al tren, porque no tenía fuerzas para hacerlo por sí mismo. En Badenweiler Olga le llevaba a pasear en carruaje por pueblos vecinos. Lo alimentaba y le leía los periódicos. La escena de la muerte de Chéjov, en la habitación de un hotel, es harto conocida (Raymond Carver hizo una conmovedora recreación de la muerte de Chéjov en su relato Tres rosas amarillas). “Murió en las primeras horas de una calurosa noche de julio en presencia de su esposa, el doctor Schoerer y el estudiante Lev Rabenek (…) Lev Rabenek fue el encargado de enviar los telegramas con la noticia. En las horas siguientes a la muerte de Chéjov, mientras el olor a heno penetraba por la ventana abierta, Olga quedó sola en su dolor junto al cadáver de su marido”.


*Chéjov. Escenas de una vida. Rosemund Bartlett. Traducción: Esther Gómez Parro. Siglo XII de España Editores. España, 2007.


La mini biografía de Ginzburg

Antón Chéjov. Vida a través de las letras tiene la complexión del libro escrito por encargo, en este caso, para la italiana Giulio Einaudi Editore, casa editorial con la que Natalia Ginzburg (1916-1991) estuvo vinculada por más de cuatro décadas.

En 80 páginas de pequeño formato, Ginzburg comprime los hitos biográficos de Chéjov: limpio resumen escrito en prosa competente. Las primeras páginas pagan el precio de toda biografía comprimida: apenas hay lugar para los matices. Se suceden afirmaciones ciertas y tajantes que, en otro formato más desplegado, hubiesen podido exponerse con sus necesarios claroscuros.

Destacables son los breves comentarios que Natalia Ginzburg —ella misma autora de cuentos salpicados de detalles y preciosismos— hace a algunos relatos de Chéjov. Sobresale su comprensión del hecho narrativo: “Chéjov tenía una forma extraordinaria de introducirse en una historia, una forma brusca y ligera, fulminante e imperiosa, como si de pronto alguien abriera de par en par una puerta o una ventana para ofrecer al lector los rasgos de una figura humana o de un grupo de figuras humanas, permitirle escuchar el sonido de sus voces, intuir sus estados de ánimo, el servilismo o la afectación, la paciencia o la prepotencia, y a continuación, cerrara esa puerta o esa ventana ante el lector absorto, divertido o estupefacto”.

Estas páginas son, como decía su colega y amigo Cesare Pavese, una llave: llave para cruzar el umbral, para dar unos primeros pasos, concebidas para tentar al lector que todavía no se ha aproximado al mundo biográfico de Chéjov.


*Antón Chéjov. Vida a través de las letras. Natalia Ginzburg. Traducción: Celia Filipetto. Editorial El Acantilado, España, 2006.