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Chejfec, o el filtro de la percepción

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Por LEOPOLDO TABLANTE

A Sergio Chejfec lo conocí por casualidad en la Alianza Francesa de Chacaíto, en Caracas, en julio o agosto de 1994. Él estaba por irse a una residencia de escritor en Saint Nazaire y yo estaba por irme a vivir como estudiante a París. Era un tipo que contrastaba frente a todos los demás participantes de aquel curso intensivo de lengua extranjera. Era puntual al límite de su propio desconcierto. El rigor del racionalismo francés nunca fue suficiente para que la clase comenzara a su hora oficial: ocho de la mañana. Y, a menudo, Sergio caminaba por el pasillo del segundo piso de la Alianza Francesa caraqueña con una sonrisa de frustración en la cara. Una sonrisa, sí. A Sergio nunca le vi exhibiendo mayores transparencias y mucho menos sucumbiendo a grandes efusiones.

Teníamos una profesora que decía llamarse Helena (¿o Hélène?), hija de madre francesa y fortuito padre venezolano. Aparentemente, la pareja la había engendrado a bordo de un barco a finales de los años sesenta o comienzos de los setenta. Era entonces una chica joven que vivía temporalmente en Caracas con su esposo y su hijo. Estaba obnubilada con el sol y los resbalones del trópico, que la inspiraban a aprovechar los segmentos conversacionales de nuestra clase para referir, en un francés demasiado rápido para los aprendices, el desliz erótico de sus padres —del que ella era la prueba fehaciente— y sus propias revelaciones sensuales en la costa del estado Aragua. Sergio sonreía. Y se quejaba, sí, un poco, pero en sordina. Sergio era ya entonces el editor de la revista Nueva Sociedad y había pactado con sus jefes alemanes de la Friedrich Ebert Stiftung un permiso para ir a estudiar francés durante un par de meses en la mañana, entre ocho y doce del mediodía. Pero la noción del tiempo que reinaba en aquella Alianza Francesa de caraqueños lánguidos y maestra decidida a descubrir su venezolanidad perdida contrastaba con los horarios y las expectativas de Sergio, que además acarreaba en Caracas la disciplina asquenazi de su ascendencia polaca.

No sé por qué Sergio y yo hicimos buenas migas. Yo no contrastaba demasiado con el laxismo ambiente. Lo cierto es que, durante un receso de media mañana, rondamos juntos una exposición de fotografía en la planta baja de la Alianza Francesa. Allí conversamos un poco. Yo le conté el porqué de mi interés en aprender francés y las aventuras imberbes de mis correrías periodísticas. El me oía con distancia crítica, su manera, y con inusitada cordialidad. Así como era intelectualmente melifluo, la cortesía de Sergio se apoyaba en un profundo interés por su interlocutor. Era una persona curiosa que gustaba de experimentar la diferencia, por lejana o incomprensible que le pareciera. De ahí su interés por Rafaela Baroni, a pesar del océano de diferencia que la separaba del escritor argentino que inmortalizó en relato sus viajes espirituales.

Después me fui, o nos fuimos, aunque el nombre de Sergio siempre rondaba entre editores y gente de letra impresa, que es el área de la vida a la que siempre acabo volviendo.

Cada tanto, en París, les daba vueltas a los anaqueles de literatura argentina de la Biblioteca Pública de Información del Centro Pompidou a ver si ese tal Sergio Chejfec que en la Alianza Francesa de Chacaíto me había dicho que “venía de la literatura” había ido a Saint Nazaire o apenas era un espectro. Sí había ido y no era un espectro. Tanto así que de esa residencia de escritor —que, supongo, habrá durado sólo algunas semanas— le salió un relato titulado Cinco, ambientado en el puerto de La Guaira, una ciudad de costa traslúcida que pone de manifiesto la extraña inspiración que Venezuela siempre le suscitó. El libro estaba en los anaqueles, y su existencia me dejó maravillado. Sergio decía que Venezuela era un país idóneo para escribir porque no existía la interferencia de un círculo literario consolidado ni una crítica consistente. Creo que lo percibía como una especie de realidad, esmerilada y paralela, en la que él estaba convenientemente fuera de lugar, el sitio ideal para crear.

Cuando volví a Caracas luego de mi campaña francesa, volví a tener contacto con Sergio. Esta vez fui yo quien lo buscó para entregarle un par de números de una revista de investigación en comunicación que edité en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas entre 2002 y 2006, Temas de comunicación. Como yo soy uno de esos a los que les gusta pasar sin anunciar, le dejé un paquete con las revistas en la recepción de editorial Nueva Sociedad, instalada en un edificio frente a la plaza de La Castellana, pero a punto entonces de cerrar oficina en Caracas para huir del chavismo e instalarse en Buenos Aires. Enseguida, enfilé, entre el calor natural caraqueño y un Volkswagen escarabajo mexicano sin aire acondicionado, a mi cubículo de Montalbán. Pocos días más tarde recibí un correo electrónico de Sergio en el que me proponía pasar a visitarlo.

Esa mañana tratamos de comentar un libro de relatos de Cesare Pavese del que yo andaba muy prendado por entonces. Pero la verdad es que Sergio hablaba más de su percepción del entorno que de ilustración literaria. Las cosas habían cambiado, para él y para mí, en el curso de los últimos diez años. Él había publicado seis novelas, desde aquella Cinco que yo había descubierto en el Centro Pompidou, y ya era un punto de referencia literario continental. Aunque a él, francamente, las emociones del ego lo traían perfectamente sin cuidado. En cambio, se interesaba por las percepciones ajenas, por las generalizaciones o por los detalles casi insignificantes. Descubrí que su literatura era en realidad un ejercicio de presencia cuando leí, algunos años más tarde, su novela Mis dos mundos, que en su momento me pareció un texto sobre la percepción del espacio y su representación lingüística. “A ver si nos juntamos a comer o algo así, pero no uno de esos almuerzos de dos horas de aquí. Yo no puedo con eso”, me dijo al final de nuestro encuentro.

Nuestra amistad quedó suspendida en la esperanza de ese almuerzo que se materializó en cena seis o siete años más tarde, en su apartamento de Nueva York. Antes, yo mismo trabajé bajo sus órdenes editando artículos para un par de número de Nueva Sociedad y un libro entero sobre Seguridad Ciudadana. Con su estilo entre confiado y desprendido, Sergio me instruyó en los detalles de consistencia editorial de Nueva Sociedad usando la pantalla de su computadora. Él, que se deslizaba por la vida sacándole el cuerpo al alto contraste, cambiaba a gris el fondo blanco por defecto de los documentos de Word. “Así el reflejo pega menos en los ojos”, me dijo, una práctica de editor precavido y astuto que yo mismo cultivo hasta hoy.

De esos meses, recuerdo a un Sergio sigiloso, dominado por un ágil sentido práctico dictado por la necesidad de desmantelar su vida caraqueña para mandar las cosas que se pudiera a Nueva York y expedirse él mismo en enero de 2005. Su esposa, Graciela Montaldo, había sido nombrada profesora en la universidad Columbia, y la pareja compartía un apartamento designado a docentes en un edificio aledaño. Aparte de un rincón decorado con estatuillas de Rafaela Baroni, Graciela y Sergio conservaban en ese apartamento un sillón de cuero rojizo que había pertenecido a un célebre charcutero italiano-venezolano. “El señor Frisco”, me dijo Sergio con inesperada satisfacción. “Ahí en esa silla era donde se reclinaba a descansar”. Era un apartamento de entrada larga, a lo Rosemary’s Baby, que conducía a una sala amplia, sin muchos objetos, conectada a una cocina que recuerdo abierta. Mi exesposa y yo llegamos con una tarta de manzanas y disfrutamos de una cena agradable y frugal donde, de nuevo, aparte de cierta marcada nostalgia por las panaderías caraqueñas, el tema central fue la percepción de un nuevo entorno. A Sergio le gustaban todos los lugares, decía, incluso Tulsa, Oklahoma (¿o era Wichita, Kansas?), que, a raíz de algún evento literario, recorrió a pie sin saber de dónde o adónde.

Me parece que entonces Sergio gozaba de cierto ocio que lo hacía prolífico y que fue aquilatando, casi distraídamente, su prestigio. Comenzaron las traducciones de sus libros al inglés y su actividad docente en New York University. Su prestigio continental se hizo ubicuo. Cuando trabajaba como profesor en el Departamento de Lenguas y Culturas de la Universidad Loyola de Nueva Orleans, yo mismo traté de organizar un evento literario con él. Pero Sergio prefería dirigirse a su audiencia en español y no en inglés porque no quería sacrificar “la fluidez”. Ese criterio prorrogó el evento hasta una próxima reencarnación.

Lo que recuerdo de mi amistad con Sergio coincide con el título que le dedicó a Rafaela Baroni: un viaje. Una especie de estela existencial que abarcó casi tres décadas de mudanzas y que me enseñó una de las cosas más útiles y que más trabajo me ha costado aprender:

El tino de filtrar las certezas.

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