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Cervantes en Venezuela

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“En el territorio que después se llamaría Capitanía General de Venezuela fue igual de popular. Algunos grandes cacaos contaban con el valioso ejemplar de Cervantes en sus bibliotecas; así lo atestiguan los inventarios legales que se ejecutaban cuando estos señores fallecían. Hay constancia de que fue uno de los libros más vendidos de Venezuela en 1682. En el siglo XVIII, se regalaba un ejemplar a quienes se licenciaban en la Universidad de Caracas”

Por JUAN PABLO GÓMEZ COVA

La ínsula Soconusco

En el capítulo VII de la Primera parte, don Quijote logra convencer a un labrador vecino suyo de acompañarlo para servirle de escudero en sus aventuras. Le prometió a este “hombre de bien” que cuando conquistara alguna ínsula lo dejaría como gobernador de ella. “Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y bota, con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido”, nos dice el narrador. Las primeras palabras que Sancho pronuncia en la novela son: “Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido; que yo la sabré gobernar, por grande que sea”.

De esta forma introduce Cervantes uno de los grandes temas del libro: la oposición entre materialismo e idealismo. Pero es una oposición muy engañosa, llena de tensiones y complementariedades. Don Quijote quiere cumplir su ideal y es por medio de ese deseo que se manifiesta su ambición: ser el más famoso caballero andante que haya existido y que sus hazañas sólo sean dignas de los más grandes poetas épicos. Sin embargo, para conseguirlo necesita prometer “cosas de este mundo” a su escudero. Y, escarbando en su memorabilia de pasajes de libros de caballerías, lo mejor que se le ocurre para persuadir al vecino es prometerle una tierra de la que este pueda ser amo y señor. La palabra “ínsula” tiene un sentido muy especial en los libros de caballerías: es un territorio aparte, aislado, exótico, lejano, de poca entidad, en el que su dueño o señor pueda establecer un gobierno a su medida. La Ínsula No Fallada de Urganda la Desconocida, en el Amadís de Gaula, se vuelve modelo. Sabemos que Sancho vela muy bien por las cosas de este mundo y atiende con premura los deseos de su barriga. Don Quijote, en cambio, come poco y en su rematado juicio atiende al llamado místico de un más allá: un mundo de equidad y justicia recreado en los libros de caballerías que quiere traer al nuestro.

La ambición de Sancho por la ínsula se convierte también en un leitmotiv que será tratado con muchos matices hasta consagrarse en una ironía cerrada —ya en la Segunda parte—, por medio de la ínsula Barataria, de la que no será tan divertido ser su gobernador. El materialismo también engendra su propio hastío absurdo (su triste saciedad) y Sancho descubre al fin, por medio de la experiencia de las aventuras con su amo, que no sólo de pan vive el hombre. La ínsula es, pues, un impulso aventurero para Sancho y un propósito de vida sólo aparente. Abandona a su mujer y a sus hijos por el sueño de la ínsula, pero justamente para legárselos después. La imagen, además, le divierte mucho: pensar que su familia vulgar y campesina alcance honorabilidad es un desajuste tan inimaginable que sólo lleva a la comicidad. Es decir, la alegría que es consecuencia de lo imposible se convierte en una auténtica razón para vivir.

La ínsula es un gran tema para escribir bonitos ensayos sobre El Quijote, pero también esconde una honda tristeza. Miguel de Cervantes no se está burlando tan llanamente de Sancho (al contrario, por medio de todos sus personajes se burla siempre de sí mismo). Lo que ha hecho es transformar la más mundana de sus ambiciones: ser señor de una remota ínsula en América llamada “Soconusco”. Es sabido que Cervantes solicitó encarecidamente pasar a las Indias. Después de sus aventuras militares contra los turcos y su duro cautiverio en Argel, a su vuelta a la Península solo aspira a irse a territorios de ultramar, donde pueda comenzar una vida mejor. Desde entonces, América se convierte para él en un símbolo de exuberancia y nuevas posibilidades. Una auténtica aventura de emprendimiento (pobre palabra esta, tan rebajada y abusada en nuestros días). Una empresa seria. El destino que escogió fue una extraña región de Mesoamérica llamada “Soconusco”, con muchas más similitudes con una ínsula caballeresca de lo que uno puede suponer. Una región limítrofe, siempre aparte, que nunca estuvo muy claro si dependía del virreinato de Nueva España o si formaba parte de la Capitanía General de Guatemala. Gozaba de cierta autonomía y, todavía después de la Independencia de las nacientes repúblicas americanas, se convirtió en territorio en disputa entre México y Guatemala, pero una disputa un poco displicente, como si estos países tampoco estuviesen muy seguros de estar interesados en anexarse la región. Actualmente forma parte de México, pero los mexicanos no parecen estar muy enterados de lo que allí acontece (pienso mucho en el caso del Esequibo y sorprende cuán poco sabemos de ese lugar misterioso).

Cervantes recibió una respuesta breve y tajante por parte de la inexorable administración del reino: “Busque por acá en qué se le haga merced”. Aquello se convirtió en una especie de terrible y fallida entrevista para un trabajo en el que Cervantes había puesto todas las esperanzas. Ya sabemos que fue un renombrado fracasado —si cabe la expresión— y que todo le salió mal. También sabemos que Cervantes no cejó en su intención de hacer las Américas y volvió a intentarlo, siendo rechazado nuevamente. Su aspiración de convertirse en indiano definitivamente se fue al traste y, al mismo tiempo, enalteció aún más en él la imagen caballeresca e idealizada del Nuevo Continente. Curiosamente, sus obras sí harían el periplo oceánico y con extraordinaria fortuna en la vastedad americana. Pocos meses después de salir a la venta en las librerías madrileñas, ya estaban embarcados 100 ejemplares de la Primera parte del Quijote con dirección a Cartagena de Indias. El libro se popularizó tanto en la Nueva España y en el Perú que, en los festivales de las carnestolendas de 1606, desfilaron por sus calles los disfraces de don Quijote y Sancho.

La lectura venezolana del Quijote

El libro había sido un rotundo éxito y, antes de que aparecieran el de Avellaneda y la Segunda parte, había habido varias ediciones de la Primera parte. Por supuesto, Cervantes estaba tan acostumbrado al fracaso que había malvendido de antemano los derechos de autoría y no había podido disfrutar de un verdadero desahogo económico y material que le pudo traer la más espiritual de sus creaciones. Que el Quijote triunfara en América me parece casi una consecuencia lógica: la extremada hilaridad que despertó en su tiempo y la percepción de parodia (antes de que los “americanos” conocieran bien el género parodiado), sentó las bases de una concepción muy típicamente barroca. Así fue fundada la mentalidad de nuestro continente, a partir de eso que Auerbach vio en El Quijote: ese libro era el punto exacto en el que en la historia de la literatura se desplazó la visión de lo cotidiano como algo intrínsecamente risible hacia algo muy problemático (por no decir trágico). Los españoles (y americanos) contemporáneos de Cervantes leyeron ese libro entre risotadas y carcajadas perennes. Después, los románticos alemanes derramaron muchas lágrimas sobre sus páginas, mientras los ingleses apreciaban una dimensión mucho más compleja y orgánica en su contenido. Se constataba la turbulenta historia de la recepción del libro. ¿Pero cómo se leyó en Venezuela?

En el territorio que después se llamaría Capitanía General de Venezuela fue igual de popular. Algunos grandes cacaos contaban con el valioso ejemplar de Cervantes en sus bibliotecas; así lo atestiguan los inventarios legales que se ejecutaban cuando estos señores fallecían.  Hay constancia de que fue uno de los libros más vendidos de Venezuela en 1682. En el siglo XVIII, se regalaba un ejemplar a quienes se licenciaban en la Universidad de Caracas. En una sociedad colonial tan estable, inamovible, serena y proveniente del cúmulo de contradicciones de la España invertebrada, el Quijote era un pasmoso testimonio de sabiduría y sosiego.

Hay que imaginar, por ejemplo, al gran Juan Antonio Navarrete (1749-1814) leyéndolo por primera vez, sentado en su escribanía de celda franciscana, en esa Caracas tan bella de ambiente de hacienda cafetera, que estaba todavía por soñar con espasmos de libertad e independencia y sin sospechar que aquella guerra sería el cataclismo más despiadado de todos los que sacudieron América. Para Navarrete fue un clímax el episodio de la Sierra Morena, en el que don Quijote decide hacer los votos penitentes, a la manera de Amadís, y escribir la “más bella carta de amores de la literatura española”, usando a Sancho como cartero que, después, siendo partícipe del delirio del amo, inventará la reacción de Dulcinea al recibir aquella misiva. En el rostro del buen franciscano caraqueño se dibujó una sonrisa al percatarse de que los entresijos de la ficción penetraban la realidad, mientras persistía el aroma del café tropical.

El Quijote atravesó tanto el imaginario de la Venezuela heroica que los paralelismos entre figuras como Miranda y Bolívar con el célebre hidalgo manchego son de cajón. El largo y doloroso proceso de desengaño que experimentaron ambos héroes hacen que la comparación sea inevitable. El historiador Jules Michelet, que siempre fue gran defensor de Miranda, lo llamó “el noble don Quijote de la libertad”. Napoleón Bonaparte, aunque lo consideró un terrible demagogo, no obstante, al final reconoció que “este criollo ardoroso e inquebrantable es un don Quijote que corre tras la quimera de la libertad universal, y en cuya alma arde inextinguiblemente un fuego sagrado”. En cuanto a Bolívar, más allá de la precisa analogía que presentó Unamuno entre el Libertador y Nuestro Señor don Quijote, fue el propio Bolívar, en su agonía final del desencanto en San Pedro Alejandrino, quien declararía con su acostumbrada inmodestia que “los más grandes majaderos del mundo hemos sido Jesucristo, don Quijote y yo”. Inquieta este reconocimiento más con el protagonista que con el libro en sí mismo y pienso en el Bolívar escritor, que compuso su enajenada diatriba con la eternidad en las alturas, en su elocuente poema Mi delirio sobre el Chimborazo y, sobre quien se posaba ya, por pura autoconsciencia, el aura de los héroes trágicos.

Al principio del Quijote, hay un momento en el que el narrador cuenta que a Alonso Quijano “muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran”. Como insinuando que la locura pudo haberse evitado o aliviado si el hidalgo empobrecido se hubiese convertido en escritor y hubiese incorporado la ficción a su vida desde una concepción intelectual creativa. Los pensamientos que lo “estorbaban”, sin duda, tenían que ver el irrefrenable deseo de pasar a la acción. Ya había leído demasiado y tenía que descubrir, en la vida real, hasta qué punto lo que decían los libros era verdad. Esa preferencia por la vida de acción es muy cervantina y así queda manifiesta en muchos testimonios, cristalizando en el famoso discurso quijotesco sobre las armas y las letras, en el que son las primeras las que tienen preeminencia.

Amenodoro, eximio cervantista

Es probable que, en un sentido moderno, el primer gran cervantista del mundo haya sido venezolano: don Amenodoro Urdaneta. No porque no haya habido influyentes cervantistas antes que él, sino porque estos no separaron su juicio crítico de la preceptiva contemporánea propia, desatendiendo el contexto de Cervantes. Gran enemigo del purismo dogmático, Amenodoro supo ver que El Quijote traía consigo un extremado alegato de libertad que incluía sus múltiples formas de ser leído y se percató prematuramente del perspectivismo que inundaba toda la novela. En abierto debate contra los grandes cervantistas de su época, Urdaneta desmonta los alegatos censuradores de Diego Clemencín, Harzstenbusch y Pellicer. Incluso Rodríguez Marín y Menéndez Pelayo reconocieron después a Amenodoro como eximio cervantista.

A Amenodoro Urdaneta hay que imaginarlo en su primera juventud, sentado en su pupitre, escuchando la lección que dicta Fermín Toro, en la que va leyendo (y comentando) el discurso de las armas y las letras, en el que don Quijote aboga por la guerra como enaltecedor del alma humana. Hijo del prócer Rafael Urdaneta, se consagró de forma casi religiosa al estudio de las letras. Su temperamento parecía abocado a un misticismo que entroncó rápidamente con su vocación polímata. Consagrado al celibato, parece un remedo austero y cuerdo del mismísimo Alonso Quijano, pero nunca agarró la adarga ni la lanza. Sus relativas destemplanzas sólo son visibles cuando entra en “desigual batalla” para defender a Cervantes. Hay algo de dolorosa escisión en su constatación del drama del espíritu venezolano de la cultura decimonónica que se balancea entre el orgullo épico nacional que germinó con la gesta emancipadora y la frondosa cultura hispánica que todo lo baña. Amenodoro no hubiese admitido nada de lo que escribió Unamuno sobre Cervantes; le parecía absurdo que su grandeza y su consciencia crítica fuese motivo de debate. Ya escribió una vez Carlos Fuentes que “La Mancha en verdad adquirió todo su sentido en las Américas”. Para Amenodoro, La Mancha estaba más bien en los Valles de Aragua.

Y esto nos lleva a remontarnos hasta la figura de “El caballero de Ledesma”, reimaginado después por Oviedo y Baños, Briceño Iragorry y Herrera Luque. Un personaje legendario, supuestamente salido de la localidad salmantina de Ledesma, que entró a Caracas con Diego de Losada y pocas décadas después la defendió heroicamente del ataque pirata de los ingleses de Sir Walter Raleigh. Cuando estos liquidaron al gallardo combatiente, al sacarle la celada, descubrieron que era una persona mayor, con barbas encanecidas, de cuerpo muy enjuto y seco de carnes. Los propios ingleses decidieron rendir homenaje a esta ennoblecida figura al constatar su valentía ejemplar y nació entonces la leyenda del Quijote caraqueño, que incluso llegó a despertar diatribas sobre si Cervantes habría escuchado esta historia para inspirarse en su inmortal personaje. Lo cierto es que modelos quijotescos sobraban y las Españas era un criadero universal de personajes rematados que se evadían en fantasías de ensoñación y grandeza señorial y legendaria de otros tiempos (que, realidad, nunca habían existido).

Coda

Se ha dicho muchas veces que hemos sido muy afortunados de que Cervantes no pudiera viajar a América, porque fue gracias a ese deseo negado que obtuvimos la gran novela summa de las letras universales. Todo eso suena de lo más lúcido y queda muy bien, pero la verdad es que no sabemos qué hubiese pasado si Cervantes pasaba a las Américas ni qué ocurrencias literarias hubiesen sobrevenido. De lo único que tenemos certeza es del continuo anhelo por la ínsula de Soconusco y de que ese anhelo inspiró el tono ambiguo de humor nostálgico que recorre numerosos pasajes del libro.

En el invierno de 2016 asistí a unas clases magistrales del reconocido hispanista francés Jean Canavaggio en el mítico aulario de San Isidro de la Universidad de Salamanca. Aquel hombre dilucidaba sobre pormenores del libro con una pasión filológica entrañable. Me encontré muy a gusto en sus clases y, claro que sí, aprendí muchísimo; sin embargo, algo hacía que no me hallara del todo en mi elemento cervantino, por así decir. A la secuencia cadenciosa de la bonita voz del doctor Canavaggio imaginé que se sobreponían dos voces más cálidas: la de mis maestros cervantinos Guillermo Sucre y María del Pilar Puig.  Entonces, la fría piedra milenaria de Villamayor que aparecía por la ventana fue sustituida por los frondosos y tropicales chaguaramos de la Ciudad Universitaria de Caracas. En ese momento pensé que a Cervantes le hubiese gustado muchísimo conocer Venezuela.