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Cavilaciones sobre el arte teatral y el caso de La lujuria

por Avatar Papel Literario

Por RUBÉN MONASTERIOS

Es de la gente dedicada al arte del teatro decir que este arte es “Un texto dialogado guardado en una gaveta o impreso en forma de libro, es literatura; puesto en escena es teatro” y “Una  pieza no está terminada en tanto no se vea en el escenario”.

Bastante de verdad tienen las frases, sin ser del todo ciertas; en efecto, un texto dialogado en sí no es teatro; la famosa Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos (1780) es una novela, una obra narrativa en forma de diálogo epistolar; pero si un autor escribe un texto dialogado, complementado con acotaciones referidas al ambiente, acción de los personajes, etc., y con la clara intención de presentarla en un escenario a través de actores, eso es teatro.

Lo que tienen de verdadero radica en que el texto teatral por sí solo no es un espectáculo teatral; es apenas uno de los variados componentes del mismo, aunque, eso sí, el elemento esencial —el que aporta, la idea, el espíritu— y estructural —en cuanto constituye el andamiaje, por así decirlo, al cual se incorporan los demás componentes de la puesta en escena—.

El espectáculo, acontecimiento que se muestra en un escenario y que el público contempla desde su butaca, es el resultado de una variedad de creaciones de artistas y técnicos de diferentes especialidades, comenzando con la obra, seguida por las creaciones interpretativas de actores, las del escenógrafo, utileros, vestuaristas, iluminadores, y me quedo corto en esta enumeración.

Y todas estas creaciones individuales o especializadas se realizan a partir del criterio del director y son ensambladas hasta formar una Gestalt de acuerdo con el criterio del director; incluso no es raro que el texto dramático sea editado según el criterio del director, descartando parlamentos apreciados, desde su punto de vista, como superfluos; o por la necesidad de recortar una escena; de hecho, el director interviene  el texto incluso sin alterar una letra de la obra, cuando hace que el actor verbalice un parlamento con cierta intención al pretender darle a la escena un matiz particular; o alterando la atmósfera emocional al modificar de súbito la iluminación, o mediante un efecto de sonido, sin que esos acentos expresivos correspondan literalmente a lo pensado por el dramaturgo.

Un espectáculo dramático es, en realidad, el resultado de dos creaciones básicas fusionadas; por una parte la obra, como basamento ideático y estructura, creación usualmente individual; y por otra una síntesis de las creaciones mencionadas supra, realizada por el director. El autor escribe la obra, pero es el director el que le da corporeidad, sustancia, vida; es el auténtico demiurgo.

Lo mostrado en el escenario con frecuencia no es exactamente lo que ha sido escrito, aunque sí, siempre, de alguna forma revela su espíritu. Rara vez una puesta en escena o montaje teatral es “literal”, en el sentido de ajustarse sumisamente al texto dramático, y si lo es, a mi modo de ver suele ser menos emocionante que aquel montaje enriquecido por la imaginación del metteur en scène.

Por tal razón una obra de modesto alcance en cuanto ideas o calidad de escritura puesta en escena resulta un soberbio espectáculo; y en sentido contrario: una pieza de alto vuelo  puede resultar un bodrio escénico a partir de un tratamiento infortunado por el director.

Algunas de estas elucubraciones teóricas se hacen sentir en la realización de mi comedia La Lujuria.

Esa breve pieza es la materialización de un ideal acariciado desde muy temprano en mi vida, a partir del deslumbramiento debido al teatro musical de Broadway; de esas experiencias como maravillado espectador nació el anhelo de lograr darle forma a una comedia musical de bajo costo en cuanto producción, idónea en un país en el que no estaban dadas las condiciones (ni lo están todavía, casi medio siglo más tarde) para producir esos rutilantes y fastuosos espectáculos; una comedia musical del “tercer mundo” o de “países en vías de desarrollo”, como prefiera, podríamos decir.

La oportunidad vino al ser invitado por el director Antonio Costante a escribir el sketch correspondiente a la Lujuria, uno de los del espectáculo Los siete pecados capitales, que produciría El Nuevo Grupo.

Tuve el honor de compartir la autoría con notables escritores responsables de los demás pecados: Manuel Trujillo (Avaricia), Isaac Chocrón (Pereza), José Ignacio Cabrujas (Soberbia), Luis Britto García (Gula), Román Chalbaud (Ira), Elisa Lerner (Envidia).

Tres de ellos murieron; los recordamos con afecto y admiración por su dignidad y excelencia de su obra. Dos aceptaron figurar en la vitrina de intelectuales y artistas del régimen más delincuencial, incompetente y represivo habido en nuestra historialo que equivale a una muerte moral—. Los dos restantes intentamos sobrevivir en el caos  con una pizca de decencia.

Fiel a mi idea, antes expuesta, le di a mi tema la forma de comedia musical  versificada; dos personajes: un actor, el Cura, y una actriz, la Mujer, en ambienté litúrgico, aunque sin escenografía alguna; dicho ambiente sería sencillamente sugerido por una silla obispal o cosa semejante, por música monacal de fondo y recitativos por los actores como de canto Gregoriano, en algunas partes acompañadas por vocalizaciones corales (murmullos, sollozos, suspiros…) grabadas.

El texto, en manos de Costante, experimentó una notable transformación. Descartó el acompañamiento coral acotado, y en su lugar incorporó la música a la escena, haciendo aparecer un tercer actor tocando un órgano y travestido como monja, puesto a un lado del escenario. Este personaje no tenía asignado ningún parlamento, de modo que solamente interpretaría la música y haría una actuación pantomímica  siguiendo con acotaciones gestuales los acontecimientos entre los dos personajes principales.

Costante se valió de un recurso de formación del discurso escénico tan viejo como como el teatro mismo, aunque sin haber perdido un ápice de su eficiencia en lo de aportar riqueza, vivacidad, encanto… a la puesta en escena; hizo que el personaje incorporado por él se desempeñara en dos planos paralelos: realidad y fantasía, al personificar dos roles simultáneamente: el de la realidad, el de músico interprete del órgano  (instrumento litúrgico por excelencia: no se pierda de vista el detalle) y el de la ficción distorsionado con pinceladas grotesca, la Monja Travesti.

Fue un acto demiúrgico extraordinario del director, y no menos logrado de Jesús Aquiles, actor; la forma como resolvió su personaje dual aportó una especie de irreverente toque de humor surrealista a la acción escénica, por su variedad  gestual, espontaneidad y extravagancia; en tal sentido fue un agregado de alto calibre a las no menos hilarantes y convincentes actuaciones de  Francis y Pedro J., al éxito humorístico de la puesta en escena.

Tanto fue el impacto del tratamiento impartido  por Antonio, que en una nueva versión de la  obra, dándole el debido crédito por su idea, incorporó a la Monja Travesti como personaje dramático. También añado otro personaje, el Galán; este asume parte de los textos originalmente asignados a la Mujer, dándole variedad a la dinámica de la obra, sin alterar su desarrollo ni su intencionalidad.

La versión aludida está inédita; la original, en el libro Los siete pecados capitales, cuenta con dos ediciones de Monte Ávila Ed. (1974 y 1992) y ha sido llevada a la escena en varias oportunidades.

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Comentario del director

Querido Rubén:

Lo primordial en tu escrito es la explicación del mecanismo de la representación teatral; el espectador medio no tiene ni idea de lo laborioso ni de la notable cantidad de factores que interviene en una producción teatral.

Un montaje de teatro parte de un texto; me adhiero a uno de esos decires de la gente de teatro, citados al principio: mientras las palabras y las tramas de ese texto no se vean en un escenario, es sólo literatura a la espera de la gran metamorfosis  de una puesta en escena, creada por el director, quien funge de  eslabón entre el dramaturgo y los actores, escenógrafos, vestuaristas, etc. Como tú bien lo explicas, la función del director-demiurgo es peligrosa; el director puede  enaltecer un texto o hundirlo irremediablemente.

En Venezuela no se tiene claro qué es un director; normalmente lo confunden con el productor o lo conciben como un manipulador de marionetas. Para diferenciar y calificar este personaje, en Italia se le llama regista, y la dirección regía; en Francia es metteur en scène y  la puesta en escena es regìe. El español no define  específicamente el rol; director puede ser de teatro, de orquesta, el director ejecutivo de alguna rama del quehacer teatral, etc.

Me abrumas en tu referencia a mi colaboración con tu texto; te lo agradezco y te explico el porqué de mi eventual acierto: porque era una época en la que entendía y practicaba la lujuria, vocablo que ahora me suena a sánscrito.