Por ROBERTO PATIÑO*
En los últimos años el venezolano se ha familiarizado con un conocimiento cartográfico que no solía necesitar, nos hemos llenado de mapas, distancias y puntos cardinales en una geografía marcada por el dolor que genera la migración de un familiar. Venezuela, a razón de la profunda crisis que atraviesa, es un inmenso mapa donde muchas familias miden la ruta de su tristeza y la esperanza del reencuentro.
Uno de los efectos de esta “migración forzada”, como la califican las organizaciones no gubernamentales sobre el terreno, lo han vivido los adultos mayores, un sector estadísticamente minoritario de la población, carente de políticas de protección social eficientes por parte del Estado, y que se han convertido, para muchas familias, en actores clave al momento de hacerse cargo de sus nietos, cuando alguno de sus hijos decide emigrar del país.
Estamos viendo, desde hace años en el país, una nueva maternidad geriátrica que nada tiene que ver con el retraso en la edad de gestación y el aumento de la esperanza de vida, sino con la necesidad que empuja a algunas familias a dejar a cargo de sus hijos a sus madres cuando salen del país, un episodio traumático que ha puesto a los “abuelos” a asumir responsabilidades cada vez más complejas en la medida que la crisis social y económica se atrinchera en el país.
Esta revolución me dejó sola
Entre su casa en Cotiza, Caracas, y una habitación en Cali, Colombia, hay un estimado de 2.021 kilómetros que separa a la señora Eugenia de su hija, quien le dejó a su cargo a sus tres hijos de diez, cuatro y un año. Fue una decisión que tomamos entre las dos, nos dice Eugenia (pseudónimo para proteger su identidad), “no tenía sentido seguir en un trabajo por 2 dólares al mes” e hicimos un esfuerzo con lo que teníamos para que se fuera “y así poder mandar algo a sus hijos”.
Eugenia conoce bien del dolor de la separación, unos años antes su otro hijo, el mayor de la familia, debió salir corriendo del país porque la “FAES lo estaba buscando para matarlo”, recuerda, “se había involucrado en protestas y con el San Benito de ‘guarimbero’, los sapos de su sector lo estaban cazando para hacerle algo”. Entre ambos hay un aproximado de 1.579 kilómetros (de Caracas a Bogotá, Colombia), una distancia que las videollamadas por WhatsApp apenas pueden sortear, entre llantos, cuando logran comunicarse.
La Organización Internacional para las Migraciones de la ONU estima que de Venezuela han salido 5,6 millones de ciudadanos, un indicador bastante claro de la crisis que atraviesa el país y que ha alcanzado el núcleo duro de las familias venezolanas, porque sólo una necesidad extrema, nos dicen las personas con las que hemos hablado para este texto, puede explicar que una madre se separe de un hijo cuando apenas es un niño. Lo peor, lo sabemos desde nuestra experiencia en las comunidades, es que migrar no es una garantía de que las cosas mejoren para quienes se quedaron en el país.
A veces, nos cuenta Eugenia, que deja que sus niños se levanten tarde, “si puedo saltarme el desayuno, es posible que me alcance para las otras dos comidas del día”; y es que el dinero que les mandan desde Colombia no alcanza. Son “buenos muchachos” y se siente orgullosa de ellos, “desde que salieron del país no han hecho más que patear la calle para mandarnos algo”, pero a veces no es suficiente. Le consta que su hija ha pasado hambre en las calles de Cali.
El cuidado de sus tres nietos, el tener que sortear las incomodidades por la falta de servicios públicos (apagones, racionamiento de agua, colas para el gas) y su salud la han convertido en una abuela cuidadora a dedicación exclusiva, en unas condiciones mucho más difíciles que las que vivió cuando debutó como madre hace más de treinta y tres años. “Antes yo podía comprar lo que quisiera con mi sueldo y no estar dependiendo de las migajas de una bolsa (CLAP) que a uno le dan con desprecio, como si uno fuera un muerto de hambre, una bolsa que yo sé que Nicolás (Maduro) no se la come en su casa”, nos dijo. Al cabo de unos segundos reconoce: “Estoy llena de tristeza, este gobierno me dejó sola, esta revolución me dejó sola”.
Parece no tener fin
“El éxodo de Venezuela parece no tener fin, así que existe la posibilidad de que se convierta en una crisis olvidada”. Con estas palabras Eduardo Stein, secretario de la oficina de Acnur-OIM, advertía a la comunidad internacional, el pasado 15 de junio de este año, sobre los peligros de acostumbrarnos a la crisis migratoria venezolana. Sus palabras estaban dirigidas a los corazones y a las billeteras de los países más ricos del mundo, a fin de lograr levantar 1.500 millones de dólares dirigidos a la atención de los migrantes venezolanos en América Latina y el Caribe (el destino de 4,6 millones de connacionales). La situación es dramática en nuestro país y ha sobrecargado la capacidad de atención de los países vecinos en medio de la recesión económica mundial que acompañó la pandemia de Covid-19.
En el Boletín de Convite (2021), ONG especializada en los derechos de las personas de la tercera edad, se registró que 38% de los adultos mayores reportaron encontrarse a cargo de niños y adolescentes, de otra persona mayor o algún familiar con discapacidad, un total de 460 abuelos “cuidadores” identificados por la investigación. Una cifra que seguirá aumentando mientras persistan las razones para salir de Venezuela.
Entre la señora Marisol Palacios, vecina de Pinto Salinas en Caracas, y su hija, migrante residente en Bogotá, Colombia, hay aproximadamente unos 1.532 kilómetros de distancia. Ella no estuvo de acuerdo con que su hija emigrara, cree que en el país, estando juntos, aún se puede luchar y vivir. A pocos días de su partida, logró convencerla de que le dejara su nieto, un niño de 7 años: “Era la mejor opción, así el muchachito no estaría del timbo al tambo, y me queda la tranquilidad de que aquí está bien cuidado”.
A cargo de la señora Palacios sobreviven cuatro niños, tres propios y el de su hija migrante, un jovencito que a cada rato se le revela exigiendo que su mamá regrese del extranjero. “Sobrevivimos por la misericordia de Dios”, nos insiste poniendo la Biblia por delante en cada una de sus reflexiones. Ferviente creyente del evangelio, Marisol reconoce que las pruebas que le pone el altísimo son cada vez más duras: recientemente la hija migrante quedó embarazada, lo que la dejó sin trabajo y sin la posibilidad de mandar remesas a Venezuela. Las preocupaciones de la señora Marisol abrieron una sucursal en Colombia y es que ahora no sólo se desvela pensando en su día a día en Venezuela, sino también en el destino de su hija y su nuevo nieto del otro lado de la frontera.
La crisis ha puesto a Venezuela en la mayoría de los mapas de análisis geopolítico de los gobiernos del mundo y de las principales organizaciones multilaterales que trabajan con derechos humanos, migraciones y crisis humanitarias. Sobre el terreno, quienes seguimos en el esfuerzo por atender a las víctimas de la crisis y trabajar por un cambio en el país hemos tenido que adaptar nuestros objetivos, proyectos y recursos a unas condiciones que se agravan con el paso del tiempo.
Desde hace 5 años los comedores de Alimenta la Solidaridad llevan adelante un trabajo de apoyo nutricional y seguridad alimentaria a niños y jóvenes en situación de riesgo, un esfuerzo que compaginamos con la formación y apoyo de los liderazgos locales, la recuperación de espacios comunitarios y el trabajo en red de organizaciones de derechos humanos, instituciones académicas, líderes y especialistas, todo un esfuerzo que se imbrica con lo mejor que tenemos como pueblo, una poderosa fuerza de organización popular, de abajo hacia arriba, guiada por los valores de la solidaridad, el emprendimiento y la democracia.
En el día a día en nuestros comedores, hemos podido conocer de primera mano esta realidad que ha alcanzado a nuestros adultos mayores y parte de nuestros almuerzos han tenido que dirigirse a los abuelos que han tenido que volver a cumplir con el rol de padres a destiempo y en condiciones mucho más adversas que las vividas en su juventud. Por su parte, los liderazgos que han nacido y formado en torno a nuestros comedores han tenido especial sensibilidad para reconocer y apoyar estos casos en las comunidades donde trabajamos.
Volver a ser madre es muy forzado
Entre la señora Amelia Flores, vecina de La Vega, Caracas, y su hija, migrante residente en Lima, Perú, hay un aproximado de 5.987 kilómetros de una cartografía incapaz de medir todo el amor que une a una madre con su hija.
A diferencia de otras historias, la señora Amelia no se quedó a cargo de ninguno de sus nietos, no está convencida de las ventajas de migrar y cree que las familias deben permanecer unidas y hacer frente a la crisis, luchando por el cambio en el país. Ella coordina el comedor, Alimenta la Solidaridad, de El Carmen en La Vega y su mente, entrenada en el liderazgo comunitario, parece manejar más información que cualquier teléfono de última generación. Toda su vida la ha dedicado a servir a los demás y esta vocación la ha llevado a hacer seguimiento a los casos más difíciles de su parroquia. Hablamos con ella para que nos cuente aquellas historias que conoce en su comunidad, esas de las que nadie quiere hablar.
Nos advierte que la migración es un arma de doble filo, a veces no todos pueden mandar desde el extranjero, puede pasar mucho tiempo antes de comenzar a recibir las remesas e incluso, en oportunidades, se dan casos donde los migrantes, una vez instalados fuera del país, se desentienden de su descendencia en Venezuela, dejando a los abuelos solos y con más responsabilidades en medio de una de las mayores crisis económicas que hemos vivido como nación. Poco se habla de estos casos, quizás una de las aristas más dolorosas de la migración: el abandono de los hijos por parte de padres emigrantes, una realidad que Amelia conoce bien y en la que apoya como líder en su comunidad.
La señora Amelia conoce casos como éstos y su experiencia la hace insistir en pedir que la familia no se rompa con el sello de un pasaporte o transitando por una trocha. No hay garantías de éxito en el extranjero y muchos abuelos no están en capacidad de atender a sus nietos en medio de la crisis que vive el país, “volver a ser madre es muy forzado y yo me pregunto: ¿quienes cuidan a las abuelas que cuidan a sus nietos?”.
Aferrarse a sus valores
El psicólogo clínico José Molina, separado de Venezuela por unos 15.624 kilómetros, suele hacerse la misma pregunta y buena parte de su vida profesional la dedicó al apoyo de los adultos mayores en el país. El caso de las abuelas cuidadoras, que ha aparecido con fuerza en los últimos años, tiene una amplia documentación especializada en el mundo y suele ocurrir en situaciones traumáticas como crisis familiares como enfermedades, abandono, colapso económico, problemas de alcoholismo y drogadicción, o migraciones. Por lo general son las mujeres quienes asumen este rol y lo hacen en medio de circunstancias extraordinarias a las que tienen que hacer frente, “no es una opción para las abuelas”, nos advierte, sino “una necesidad impuesta por una realidad que trastoca nuestras referencias sobre lo que debe ser una familia normal”.
Aunque no hay recomendaciones estándares, sugiere que los adultos mayores procuren generar unas rutinas coherentes durante el cuidado de los niños, traten de disminuir los sentimientos de incertidumbre, explicar a sus nietos, según sus capacidades, la realidad que está atravesando su familia y mantener el contacto, a distancia, entre padres, hijos y nietos. Crear, en la medida de las posibilidades, una situación de “normalidad” en medio de los desafíos que implica la realidad impuesta por una migración forzada. “Hay que lograr que la adulta mayor reconozca y legitime los valores que lo llevaron a ser madre por segunda vez”, aferrarse a estos ideales les ayuda a vivir la situación con mayor entereza, reconociendo su aporte en la supervivencia del núcleo familiar.
Nosotros, desde Alimenta la Solidaridad, coincidimos con la recomendación del especialista, hemos visto en primera mano, en la calle, junto a nuestros líderes, que la razón por la que muchos venezolanos siguen empeñados en hacer frente a los efectos de la crisis económica, política y social en el país, son sus profundas convicciones personales, una mística que nos advierte sobre el inmenso potencial de cambio que hay en Venezuela, un requisito necesario para superar las razones por las que millones de venezolanos han salido del país.
En estas líneas hemos recorrido un aproximado de 26.743 kilómetros de una cartografía dolorosa que separa a familias venezolanas, un mapa donde los afectos nos siguen uniendo más allá de las coordenadas geográficas, una realidad que nos impulsa a seguir luchando por la Venezuela del cambio, aquella donde no sea necesario migrar para darle un futuro a nuestros hijos, una Venezuela donde los padres, abuelos y nietos puedan encontrarse sin tener que recurrir a un mapa, un país donde el futuro nos pertenezca a todos, estando juntos.
*Roberto Patiño es director de Alimenta La Solidaridad y Caracas Mi Convive.
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