Por GERARDO VIVAS PINEDA
Anota el padre Ignacio Iparraguirre, S.J., compilador de las Obras Completas de San Ignacio de Loyola, publicadas en 1963 por la Biblioteca de Autores Cristianos, un dato de valor excepcional para la historia del género epistolar: más de 7.000 cartas del santo loyaltarra han podido recopilarse en obra aparte, 12 espesos tomos con el título Monumenta Histórica S.I., también conocida por hagiógrafos y estudiosos como Monumenta Ignatiana. Si de monumentalidad se trata advertiríamos al interesado no dejarse sobrellevar por el volumen físico del enorme compendio, contrario en estatura al adalid de un nuevo culto teológico, apenas diez centímetros más alto que el metro y medio de talla, según dicen los biógrafos autorizados. Mayor tamaño detentan el irreparable misticismo y la absoluta convicción espiritual desprendidos de cuanta carta escribió, dictó o encomendó el fundador de los jesuitas, sin importar la colocación de sus carteados en cualquier dirección del camino entre el bien y el mal. La lectura total de la numerosa y abrumadora correspondencia exigiría toda una vida, pero el encuentro casual de personajes dignos de la novela y la cinematografía compensa los sudores del intento. Puede sorprender el repaso de algunos párrafos de esa prosa mansa pero firme, estilísticamente ruda y sin recargos narrativos, toda ella impregnada de la máxima convicción posible para acercarse al Dios inalcanzable del que se apartaban las herejías encabezadas por Martín Lutero y Enrique VIII de Inglaterra. El escritor confronta enemigos de la fe y santos potenciales, en medio de los cuales oscilan personalidades coronadas de oro entre sangres derramadas por sables sin freno y tiros de arcabuz. Ignacio no es extraño a ninguno de ellos, y les escribe sin pausas ni temores.
El 5 de abril de 1554 desde Roma, por ejemplo, un manuscrito de Ignacio irrumpe en la corte portuguesa para mediar en el esperpéntico y muy trágico problema de los duelos a espada. Han muerto muchos atrevidos con los pechos atravesados. El rey Juan III los ha prohibido en todo el territorio lusitano, so pena de condenar a los espadachines a perder hacienda y vida propias. El remitente propone al soberano, además de las medidas regias, reputar públicamente a los adversarios como traidores e infames. Pero como no todos los casos son iguales, Ignacio sugiere al monarca nombrar agentes especiales para tratar de evitar “… injurias o cualesquiera otras deshonras, de las cuales suelen nacer los desafíos…”. Tres décadas en el comando de la Compañía de Jesús le han enseñado a limar asperezas, acercando las partes antes de aplicar la abrasión de las condenas, sin descartarlas terminantemente. Ser jesuita comienza a adoptar un perfil característico. Se baja la cabeza sin bajar la fe; más bien se sube la altura de las metas apostólicas. Nadie es virtual amigo ni potencial enemigo. Se tocan las puertas prescindiendo del color de quien las abra. El tono de las cartas conserva una vasta amplitud. La estrategia ganará adeptos en todos los continentes.
Dos cartas insolentes para un trono.
El futuro santo, envalentonado por la contundencia de sus logros pontificios y mundiales —en casi todas las latitudes sus misioneros difunden el emblema de la cruz—, encarga el 6 de agosto de 1552 a su asistente, el padre Polanco, redactar un temerario pero bien financiado plan de intervención militar en el Mediterráneo contra la amenaza turca. Él mismo ha comprobado cómo galeras otomanas, galeotas argelinas y piratas berberiscos impiden a sus sacerdotes transitar el mar semicerrado. El emperador Carlos V es el destinatario del ambicioso proyecto, por intermedio del padre Jerónimo Nadal, a quien Polanco escribe la audaz carta en términos bordeando la insolencia: “… el emperador debería hacer una muy grande armada, y señorear el mar, y evitar con ella todos estos inconvenientes…”. Tan decidido se muestra Ignacio que su heraldo añade: “… se holgaría de emplear en esto el resto de su vejez, sin temer para ir al emperador y al príncipe [futuro Felipe II] el trabajo ni peligro del camino, ni sus indisposiciones, ni otros algunos inconvenientes”. Otra carta con la misma fecha puntualiza detalles del plan guerrero y justifica su motivación: “… la gloria y honor divino mucho padece, llevándose los cristianos de tantas partes, grandes y pequeños, entre infieles, y renegando muchos de ellos de la fe de Cristo… se hacen moros o turcos”. Todos los estratos de la sociedad española son convocados a donar maravedises disponibles, y ni siquiera el sumo pontífice se salva de la sugerida colecta ignaciana. Hasta donde ha podido saberse ninguna de las cartas llegó a manos de Carlos V. Previamente Ignacio se había opuesto al nombramiento del padre Francisco de Borja como cardenal, promoción solicitada por el emperador al papa Julio III, quien la aprobó. Borja renunció al título cardenalicio —su santidad era anunciada sin redobles de tambor—, influido por el fundador de la Compañía, para quien las alturas del poder no eran parte integral del naciente jesuitismo. Un cortocircuito de ideas políticas y conceptos religiosos entre caracteres indoblegables impidió el arribo de las epístolas a su puerto real. No pasó mucho tiempo hasta que la muerte física se llevó al Ignacio poderoso y escritor a las cumbres del silencio. Transcurrido un año más el abdicado y quinto de los Carlos evadía la realidad de la vejez en el monasterio extremeño de San Jerónimo de Yuste, donde el suplicio de la gota, la desobediencia a sus médicos, la gula general y la afición desmedida a la cerveza iniciaron su camino postrero hacia la ahora muy visitada y fotografiada cripta real de El Escorial, calificada como pudridero por la cultura popular, donde yace la osamenta de los monarcas españoles. Ambos prohombres habían vivido espiritualmente cerca sin estorbarse sus empresas internacionales.
Consecuencias no previstas: un grande de España a los altares.
Para el mismo Francisco de Borja, protagonista del forcejeo anteriormente mencionado, ocupante del ducado de Gandía y del virreinato de Cataluña, miembro prominente de la grandeza de España, hay 9 cartas de Ignacio dignas de observación. En la primera, mediados de 1542, le recomienda la frecuencia de la comunión y los sacramentos. La segunda misiva, a fines de 1545, no se aparta de los consejos espirituales, pidiendo oración “… por mis tan grandes y abominables pecados…”. Un año después muere la esposa del duque y la vía religiosa queda libre. Borja solicita el ingreso a la Orden de Loyola. Ignacio vuelca su contento en el papel y aprueba al nuevo recluta, “… de cuya entrada espero sacará la divina providencia copioso fruto y bien espiritual para su alma…”. El 20 de septiembre de 1548 lo alienta a no excederse en ayunos y penitencias: “… porque al cuerpo tanto debemos querer y amar, cuanto obedece y ayuda al ánima…”. Vienen ondas díscolas y pseudo proféticas infiltradas en el Colegio de Gandía, plantel bajo la tutela inmediata del noble renunciante, y el fortalecimiento del físico y del ánimo ducal debe incrementarse, sin bajar la guardia ante las influencias sospechosas, “… porque aun los mismos profetas no ven todas veces en su luz profética todas las cosas tan claras y absolutas como las pueden decir”. Una muy extensa instrucción —17 páginas en las Obras Completas— recibe Borja como respuesta al peligro del anunciado misticismo reformador. Ya en 1554, con la salud de Ignacio en pleno deterioro, expresa a Borja su inmenso dolor por el incendio del monasterio y santuario de Nuestra Señora de Monserrat, “… porque cuando Dios N.S. [Nuestro Señor] me hizo merced para que yo hiciese alguna mutación de mi vida, me acuerdo haber recibido algún provecho en mi ánima velando el cuerpo de aquella iglesia de noche”. La impronta final de aquel arranque caballeresco es la congregación de la cual ambos estarán entre los primeros santos. Dos últimas cartas en 1555, último año de Ignacio en este mundo, exigen a Borja cuidar su salud y solicitar limosnas al emperador para financiar la fundación del Colegio Romano, plagada de altísimos costos pero máxima ilusión del padre general. Los colegios y sus alumnos constituyen, junto a las misiones selváticas en aldeas prehistóricas, el principal legado ignaciano. Borja, provincial español de suma influencia en el ámbito jesuítico y político, es reclamado al impulso del principal colegio italiano. Un siglo después será canonizado.
Reyes, nobles y sangres en el tintero.
No falta la variedad y la ambición apostólica en otras metas epistolares del Ignacio viejo, adolorido y frágil, ahora preparando su viaje definitivo. En sus despachos a las postas de correo también han desfilado Fernando de Austria, rey de romanos; Margarita de Austria; el infante don Luis de Portugal; Juan de Vega, virrey de Sicilia; Manrique de Lara, duque de Nájera, Juana de Aragón, duquesa de Paliano, y Leonor de Médicis, duquesa de Florencia, entre los príncipes y nobles más señalados. Felipe II de España, recién coronado cuando Ignacio sube los primeros escalones de la agonía terminal, desde infante ha sido blanco de su correspondencia. Conveniencias dinásticas y hereditarias, y la persecución de la herejía repartida por sus tradicionales enemigos anglogermánicos y franceses, lo entregan en brazos matrimoniales de la reina María I Tudor de Inglaterra, practicante de la fe católica recibida de su madre, Catalina de Aragón, a pesar de la malcriadez anglicana de su padre, Enrique VIII. Pero el parlamento británico se niega a declararlo rey de la Albión independiente. Dueño de las dos terceras partes del mundo, Felipe prefiere ausentarse. Evade así, a partir de 1555, las quemas en la hoguera de 280 herejes —cardenales y nobles incluidos— que su María persigue en el afán de restaurar el culto romano de San Pedro en el suelo británico pintado de cisma por su papá regordete. Quizás ignorando la salvaje represión ordenada desde Londres, Ignacio se dirige entusiasmado al cardenal Reginaldo Pole, enviado del papa en apoyo a la reina sanguinaria —Bloody Mary la nombrarán los enemigos y los barman—, “… por cuanto estamos ciertos que no la malicia del pueblo, mas la de los príncipes, ha sido la causa de sus errores…”. Felipe seguirá bajo una corona hasta fin de siglo, pero María muere demacrada y desgastada a los cuarenta y tantos años, dejando constancia de ser hija de rey, hermana de rey y esposa de rey, como recuerda el obispo John White en sus funerales. Es la reina de las reinas que el general de los jesuitas quiere reforzar en su apuntalamiento de la catolicidad. Los esfuerzos son vanos, y los ingleses vuelven a insertar la jefatura política en el comando de la religión, sembrando el pasto para el debilitamiento de la monarquía y alimentando a las actuales revistas del corazón.
Pero la siembra había concluido. Ignacio abandona el planeta dejando una congregación que intentará juntar extremos inoportunos siguiendo su ejemplo interventor y tratará de establecer recomendables distancias entre el arroz de la apostasía y el mango de los dogmas —dicho muy en criollo—, a pesar de todos los pesares y Ad Maiorem Dei Gloriam.
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