Por LEÓN SARCOS
Todo lo que es compendio de novedad, gracia y genio sorprende, molesta, desconcierta y entierra más a la elite convencional de una época. Proust no cambia nada, pero lo remueve todo, dice uno de sus más calificados biógrafos, George D.Painter, y siguiendo a un prestigioso y conservador escritor inglés, sin darse cuenta, innovó con el suficiente ingenio como para que la gente de su tiempo no lo percibiera. T.S. Eliot decía que siempre había que tratar de introducir cambios, pero no tan grandes que la gente lo note.
El mismo Proust lo intuía cuando escribió en A la sombra de las muchachas en flor:
El motivo real de que una obra genial rara vez conquiste la admiración inmediata es que su autor es extraordinario y pocas personas se le parecen. Ha de ser su obra misma la que, fecundando los pocos espíritus capaces de comprenderla, la vaya haciendo crecer y multiplicarse… Las obras escritas para la posteridad solo la posteridad debería leerlas, igual que ciertas pinturas, mal juzgadas cuando se les mira muy de cerca.
Por eso no es de extrañar que en su tiempo Anatole France (1844-1924), a quien Proust admiraba, diría con ironía cuando le preguntaron si había leído a Proust: La vida es muy corta, Proust demasiado largo para leer. Y uno de los pacifistas de alma bella, Romain Rolland (1866-1944), autor de una de las grandes obras literarias de su tiempo, Juan Cristóbal, cometerá el exabrupto de afirmar de la prosa proustiana, para dolor de sus seguidores: El esnobismo neurasténico del andrógino en el estilo del terciopelo franco-semítico. André Gide (1869-1951) sería el más severo de los verdugos al rechazar, siendo lector de originales para la editorial Gallimard, el manuscrito de Por el camino de Swann. También sería el más arrepentido y pagaría con muchas genuflexiones una ligereza imperdonable en un escritor de su dimensión.
Esto es lo que más molesta del dislate de un hombre de la jerarquía literaria de Mario Vargas Llosa, que se arriesga a quedar en ridículo ante la posteridad, al hacer de manera ligera y casi que con desparpajo una afirmación tan desafortunada que ha hecho temblar el templo de los clásicos de la gran literatura: Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí me gustan tanto).
Vale la confesión de que le haya costado terminarla, que no le guste su prosa; Milton cuesta mucho también con su Paraíso Perdido. Es lícito, son opiniones y todos las tenemos encontradas sobre muchos autores y sus obras, pero que acuse con esa petulancia muy suya al autor de frívolo, egoísta y amante del silencio solo para compararse y afirmar que el ama el mundanal ruido realmente es una payasada que lo deja mal parado.
Comprendo que hay una manifiesta diferencia de sentires, de percepciones, de visiones del mundo. El origen de ambos marca mundos radicalmente opuestos, que pudieran ayudar a explicarnos la naturaleza de su acerba y tardía crítica, como le aconteció con el maestro Borges, solo para podar mucho del brillo de estos dos grandes. La vida no explica la obra, pero sí ayuda en buena proporción a aproximarnos a su interpretación.
Quien haya leído El pez en el agua y En busca del tiempo perdido podrá percatarse fácilmente de cómo se manifiesta la calidad de vida, el calor familiar en cada uno, el rol que ocupan las mujeres en uno y otro caso y las repercusiones que esa vida tendrá en la obra de cada cual. Solo aproximaciones, pero soy un creyente en la máxima de que ternura, verdad y belleza corren en paralelo a la buena infancia que cada quien tenga.
Además, lo que sorprende de esta inesperada reacción de Vargas es que, en el año 2012, había declarado, con motivo de la presentación del comic II de A las sombras de las muchachas en flor, en el tono propio de su conocimiento y madurez: Proust trabajó por la libertad, ya que su lectura proporciona una mayor sensibilidad al ser humano y eleva el vacío espiritual. Proust lo que hizo fue crear un tipo de sensibilidad que enriqueció a muchos y generó conciencia de que existen los derechos humanos.
Por eso resulta incomprensible la arremetida verdaderamente irracional de sus afirmaciones cuando nadie las pedía y negando de una manera insólita la declaración anterior. No solo negándola, sino adoptando el papel de censor totalmente opuesto a su condición de liberal, celoso defensor de las libertades públicas y del Estado de derecho, además de presidir una de las fundaciones más emblemáticas del pensamiento liberal.
Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó su manuscrito, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide. Semejante dislate con una de las novelas de más repercusiones no solo en las disciplinas ligadas a la literatura, sino también en otros campos, nos deja anonadados. Y que de paso se apoye en el escritor André Gide, ignorando todas las antesalas, cartas y mensajes dirigidos por este a Proust en busca de perdón, para reconocer el error más grande de su vida en asuntos de apreciación literaria.
Aquí una de esas cartas dirigidas a Marcel Proust en 1914, intentando corregir su gran desatino:
Mi querido Proust. Desde hace varios días no abandono su libro; me lleno de él con deleite, me sumerjo en sus páginas. ¡Ay de mí! ¿Por qué me resulta tan doloroso amarlo tanto?
Haber rechazado este libro quedará para siempre como el más grave error de la Nouvelle Revue Francaise; y (como tengo la vergüenza de ser en gran parte el responsable de esto) una de las tristezas, de los remordimientos más dolorosos de mi vida… Lo creía —¿se lo debo confesar?— uno del grupo de los Verdurin: un snob, un mundano diletante, lo más molesto que pudiera haber para nuestra revista… Y ahora no me basta con amar este libro; percibo que siento por él y por usted mismo una especie de afecto, de admiración, de predilección singulares.
No puedo seguir… Tengo demasiado remordimiento, demasiados dolores… No me lo perdonaré jamás, y es solo para aliviar en algo mi dolor que me confieso ante usted esta mañana suplicándole que sea indulgente conmigo, más indulgente de lo que yo consigo ser. André Gide.
Testimonio escrito con mayor sinceridad y arrepentimiento difícil encontrar en la historia de las letras. No sé qué fenómeno dilatador de grandeza de alma operó en el maestro Vargas para intentar el deslave de este par genial de escritores consagrados, ya no solo en el arte de las letras sino también referencias de utilidad para la ciencia.
Perla Sasson-Henry, profesora de la Academia Naval de los Estados Unidos y miembro del grupo Hermeneia, asociación internacional de investigación de estudios literarios y tecnológicos digitales, ha escrito un libro, titulado Borges 2.0: Del texto a los mundos virtuales, que explora las relaciones entre la Internet descentralizada de YouTube, los blogs, Wikipedia y los cuentos de Borges, que hacen del lector un participante activo —entre ellos Funes el memorioso, La biblioteca de Babel y Tlön, Uqbar, Orbis Tertius—.
En lo que se refiere a Marcel Proust, lo sorprendente de su obra —y de allí la relevancia que ha adquirido para los especialistas de los estudios de género y la Teoría Queer— es que se ha insistido en revisar y redescubrir la historia del homoerotismo femenino en libros escritos por varones que incluyen a En busca del tiempo perdido. De allí que los libros —según la prof. Luján Ferrari— Proust’s Lesbianism, de Elisabeth Ladenson, Epistemología del armario, de Eve K Sedgwick, el clásico ensayo de Mónica Wittig, Caballo de Troya, y Escapar del Psicoanálisis, de Didier Eribon, son ejemplos de esa nueva investigación.
Todos ellos coinciden en que el retrato del homoerotismo femenino que encontramos a lo largo de En Busca del tiempo perdido es uno de los más notorios y complejos en la literatura modernista y ha cumplido un rol determinante en la formación del canon de imágenes lésbicas de la literatura.
Por otro lado, el aval de la obra de Proust se distingue altamente por la categoría críticamente severa y no convencional y exigente de quienes lo elevan. Marcel Proust ha sido estudiado desde infinidad de ángulos por incontables especialistas, investigadores y críticos literarios en sus distintas vertientes, pero también por estudiosos de otras disciplinas diferentes a la literatura. Son incontables y llenarían un espacio útil a otros fines. De los más emblemáticos tomaré a dos de ellos: Samuel Beckett y Roland Barthes.
Samuel Beckett, dramaturgo, crítico y poeta irlandés, premio Nobel 1969, dijo en alguna ocasión con su desazonado escepticismo: La lectura de Proust produce la fatiga del corazón, de la sangre, no de la cabeza; después de una hora, uno estará exhausto y de mal humor, pero no aturdido. Su libro titulado solo Proust, escrito a los veinticinco años, fue una de sus primeras publicaciones, en una pasantía que hizo por Londres. Su tesis fundamental: el artista no crea, no inventa, no descubre la obra de arte; ella preexiste en él, y su misión principal es hacer de traductor. Nunca permitió que se editara en francés bajo el argumento de que sería un insulto para Proust.
El francés Roland Barthes, uno de los grandes filósofos y semiólogos del siglo XX, dirá en su ensayo El placer del texto:
Comprendo que para mí la obra de Proust es la obra de referencia, la mathesis general, el mandala de toda la cosmogonía literaria, como lo eran las cartas de Mme. de Sevigne para la abuela del narrador y las novelas de caballería para Don Quijote; esto no quiere decir que sea un «especialista» en Proust; Proust es lo que me llega, no lo que yo llamo; no es una autoridad, es un recuerdo circular…
Hay una frase, o más bien un consejo, que nunca olvidó Proust, según sus biógrafos, la pronunció su maestro de filosofía en el liceo Condorcet, y Borges la aprendió por sí solo en el apacible silencio de la biblioteca de su padre: Para que una obra de arte tenga grandeza no basta que sea poética y moral, es indispensable que sea también metafísica.
Es aquí, en la metafísica, donde yo localizo la diferencia esencial entre la literatura de Borges y Proust y la suya, maestro. En Borges y Proust, su obra es una veta, un manantial, una caverna de donde manan interminables impresiones, prolongaciones, continuaciones, deducciones e infinitas interpretaciones para volver a empezar; da la sensación que todo el mundo tuviera velas en esos entierros.
En el tiempo ambas obras, cada una con su estructura, su prosa y su estilo, crecen, mutan y se transfiguran, como si estuvieran hechas para la eternidad, para eso que llamaba Borges la veneración de las generaciones posteriores, que se muestran unánimes a una obra con previo fervor y una misteriosa lealtad. Dele tiempo a la suya, maestro; uno no puede adivinar qué gustos y cualidades tendrán los lectores a futuro con lo poco o mucho que deja cada uno.
Borges, con su serenidad y sosiego de sabio, realizará uno de sus más bellos elogios a ningún otro escritor de la modernidad: En Marcel Proust, siempre hay sol, siempre hay luz, siempre hay matices, siempre hay estética y siempre hay alegría de vivir.
Ud., maestro Vargas, como escritor, es un equivalente a uno de los grandes maestros de la tauromaquia: Juan Belmonte. Ha tenido el arte de su primera época, capacidad para doblarse con los toros sin descomponer la figura ni alterar radicalmente la posición de sus pies. A estas alturas, cuando sus convocatorias para celebrarse son escuálidas y sin emoción, no pretenda reproducir aquellas imágenes del pasado descomponiendo su figura. Sus admiradores cobran caro los petardos en estos atardeceres donde el futuro de la fiesta está en riesgo.