Por LEÓN SARCOS
In Memoriam
Norah y Georgie habían terminado de armar, con la asistencia de uno de los ayudas de su madre, un teatro improvisado en el lado derecho del jardín de la gran casona con una palmera y ceibos que habitaban en Serrano1235, del barrio porteño de Palermo. Solo los separaba de la calle una verja de hierro con terminaciones en forma de lanzas que servían de protección
Un trasfondo sobre una parte de las paredes forrada de fieltro rojo; dos grandes torres hechas de cartón piedra pintadas de negro y un conjunto de cajas de madera, apretadas sólidamente al piso de baldosas coloradas, cubiertas con tela de forro de cortina y sábanas desechadas, le servían de soporte a aquel rústico escenario en el que los únicos dos actores y estrellas principales, Quilos y el Molino, se alternaban en representaciones de uno o varios personajes de las obras de Wells, de Verne, de Poe y de Las mil y una noches.
Ese día en la mañana terminó temprano la función y Norah se rezagó, haciendo arreglos antes de entrar a la casa. Georgie buscó la entrada lateral por la cocina. Al entrar escuchó voces y fue a la sala de donde provenían. Un visitante conversaba con su madre y el niño se acercó para ver su rostro. La escena que provocó se haría inolvidable, por atrevida, en una personalidad cuyo signo fundamental sería la excesiva timidez: ¡Qué nariz tan grande tiene usted, señor! Las amenazas de castigos severos y empujones de su madre no se hicieron esperar, a lo que Jorge Luis repitió a gritos: Siempre hay que decir la verdad, y esa nariz es muy grande.
Norah siempre fue la capitana, el caudillo temerario que arrastraba al tímido e inseguro Georgie a trepar a los árboles, subir a los cerros y caminar por techos y azoteas: Un día dejamos de hablar de Quilos y el Molino, y explicamos que se habían muerto, sin saber muy bien qué cosa era la muerte. Recuerdo que compartimos largas playas, tardes de andar a caballo por el campo y el descubrimiento de arroyos tortuosos… Norah era muy generosa; nunca aceptaba una golosina si no me daban la mitad… Yo le debo mucho a ella, más de lo que pueden decir las palabras…
Eran tiempos inolvidables en los que leyó y tradujo del inglés El príncipe feliz, de Oscar Wilde, e ingresó al colegio un poco tarde, a los nueve. Su pasantía por la primaria de Buenos Aires no fue grata entre la bellaquería de la mayoría de sus compañeros, para quienes resultaba extraño un niño que tartamudeaba y sabía mucho para su edad. Si algún provecho sacó fue el aprendizaje del lunfardo y el disimulo para defenderse de ambientes hostiles.
Son los días en que nacen y se afianzan el temor por los espejos y la intriga por el laberinto, que el maestro explica con mucha naturalidad: Los espejos corresponden al hecho de que en casa teníamos un ropero de tres cuerpos estilo hamburgués… Yo me acostaba y me veía triplicado en ese espejo y sentía el temor de que esas imágenes no correspondían exactamente a mí y de lo terrible que sería verme distinto en alguna de ellas. A esto se agregó un poema que leía, del Profeta Velado de Jorasán, el hombre que vela su rostro porque es leproso, y El hombre de la máscara de hierro, de Alejandro Dumas.
Esa fusión de las dos ideas: el miedo al posible cambio de imagen y la idea de que esa reproducción fuera espantosa, crearon una fijación muy útil a futuro para el trabajo literario. Y agrega para ayudar a enriquecer el juicio: y también naturalmente porque el espejo está unido a la idea escocesa del Feth (que se llama así porque viene a buscar a los hombres para llevarlos al otro mundo) y a la idea alemana del Doppelgänger, el doble que camina a nuestro lado y que viene a ser la idea de Jekyll y Hyde y de tantas otras ficciones.
Sobre el laberinto dice Ud.: Recuerdo un libro con un grabado en acero de las siete maravillas del mundo; entre ellas estaba el laberinto de Creta. Un edificio parecido a una plaza de toros, con unas ventanas muy exiguas, unas hendijas. Yo, de niño, pensaba que si examinaba bien ese dibujo, ayudándome con una lupa, podría llegar a ver al Minotauro. Además, el laberinto es un símbolo evidente de perplejidad y la perplejidad… ha sido una de las emociones más comunes de mi vida…
Hoy estoy convencido de que un día llegó a ver el Minotauro, pero nunca encontró su Ariadna, al igual que Teseo, que le dibujara el hilo conductor para salir de los rodeos. Por eso cuando Madame Yourcenar le pregunta, al final de la vida de ambos, cuándo saldrá del laberinto, Ud. responde: cuando todos se hayan ido. Creo que nunca pudo salir.
La estadía a partir de 1914 en Europa, el bachillerato en Ginebra y su pasantía por España fortalecerían su personalidad y vocación literaria, gracias a la gentileza y el respeto de sus compañeros de clase, entre los cuales conocería a su primer gran amigo —y lo será hasta el final de sus días, dos años menor que Ud—, el abogado y escritor de origen judío polaco Maurice Abramowicz, quien le insinuaría la lectura de Rimbaud.
Se heredan rasgos esenciales de los padres, y no me cabe duda de que en su caso la mayoría de los suyos, físicos, psíquicos e intelectuales pertenecen a su padre. La escritura como un destino, las primeras enseñanzas para un escritor, la invidencia, y, sobre todo: el hábito, que no siempre observo, de no recibir las cosas sin examinarlas. Veo que la mayoría de la gente tiende a aceptar la realidad sin detenerse a observarla, sin pensar que puede ser cuestionada.
Sobre su invidencia se han tejido muchas especulaciones, especialmente del momento en que la perdió definitivamente. Valdría la pena recordar su propio juicio al respecto: Se ha extendido desde 1899, sin momentos dramáticos, un lento crepúsculo que duró más de medio siglo. Lo que indica que su ceguera fue progresiva; se inició con un diagnóstico de cataratas incipientes a los ocho años, realizado por el doctor Molard, gran oculista de aquel tiempo. Luego a los 27 sufrirá la primera intervención quirúrgica por ese mal, que se agravará a mediados de los 50 hasta hacerlo quedar paulatinamente sin vista. Es así como refiere uno de sus grandes amores sus percepciones visuales a los 64 años:
Solo alcanza a distinguir ciertos colores: el amarillo, el primero que recuerda haber visto con asombro y gratitud en el zoológico, en el elástico cuerpo del soberbio tigre de Bengala; el último que perderá en su extrema vejez. Extraña en especial el color negro, pues aun con los ojos cerrados lo envuelve una eterna bruma gris blanquecina. Todavía distingue la luz de la sombra y esforzándose mucho logra alcanzar el blanco.
Dicen que Ud., maestro, vivió solo para la literatura. Hoy siento también que para rendir culto al arte de la amistad, y grata devoción, a la fase más sugestiva, excitante y estética del amor: la fase del enamoramiento. Quien haya hecho un seguimiento a su vida podrá darse cuenta la trascendencia que tuvo en su vida singular el sentimiento de la amistad. La sociedad líquida en la que vivimos anuncia cambios, aunque hoy imperceptibles, en las relaciones humanas, con motivaciones mucho más enriquecedoras del alma que lo puramente sensual.
Nacerán lazos mucho menos asfixiantes que los que tienen por única finalidad la reproducción, para lo cual veo a futuro la gestación de nuevas relaciones tanto o más sólidas que las dadas por vínculos de sangre. No necesariamente será el sexo opuesto el complemento de una gran vida. Visualizaremos y sentiremos, entonces, que el monoteísmo y el juramento del para siempre en el matrimonio eclesiástico no son los únicos caminos de la fe y de las diferentes alianzas de vida en las que el verdadero amor puede expresarse.
Puede ser el cultivo del arte de la amistad una de las vías donde podremos encontrar de por vida la relación más transparente, la más abnegada e indulgente y la de más sinergia intelectual y espiritual. Ella produce el encanto maravilloso entre dos seres, de igual o diferente sexo, sin necesidad de que medie para ello algún atisbo de relación sensual o sin estar de por medio cualquier otro tipo de empatía en la que puedan presumirse inclinaciones o intereses primarios no oficiales.
Quien lea las anotaciones que por casi cincuenta años llevó Adolfo Bioy Casares, o Adolfito, como cariñosamente lo bautizó, se dará cuenta de la magnitud de los valores que manejaron dos seres humanos que posibilitaron tan sabia relación cotidiana, de trabajo intelectual y de vida social conjunta, enriquecida por el ingenio, la imaginación, el buen sentido del humor, la agudeza y la caballerosidad. Amigos de toda su vida sería también Macedonio Fernández, Xul Solar, Silvina Ocampo y Manuel Peyrou, a quien dedicó un sentido poema:
Suyo fue el ejercicio generoso/de la amistad genial. Era el hermano/a quien poder, en la hora adversa/confiarle todo o, sin decirle nada/dejarle adivinar lo que no quiere/confesar el orgullo…
Se ha dicho que Ud., fue desdichado en el amor. Yo diría que no, que al igual que otro gran esteta, Ruskin, solo lo fue en la coronación del amor sensual. Fue un eterno enamorado; le resultaba muy fácil caer postrado a los pies de los encantos de la belleza femenina. Y quién no ha cedido frente a su irresistible hechizo, si desde la antigüedad ha sido símbolo por excelencia de belleza y ha dejado constancia de su enorme poder seductor. Hasta la cólera de Menelao, que provocó la Guerra de Troya, se evaporó en la nada, cuando, celoso de París, fue a matar a Helena; en el forcejeo rompió el vestido y del talle asomó uno de sus senos.
Creo que si una mujer es hermosa, uno lo siente, incluso sin percibirlo visualmente; en la belleza hay algo que supera el espectáculo. De alguna manera siempre idealizó lo que sus ojos después progresivamente no podían contemplar.
Valoraba altamente la fase suprema del enamoramiento, la fase del pavo real; la del cortejo y la coquetería, pero tenía limitaciones, percibo, frente al cuerpo desnudo. La lista es larga de mujeres que se vieron cortejadas por el poeta: apuesto intensidad y desvelo por Estela Canto, con quien mantuvo la relación más larga y tormentosa, y luego imposible saber la naturaleza de cada relación y los matices: Margot Guerrero, Elsa Astete, Haydée Lange, Susana Bombal, Daly Nelson, Silvina Bulrich, Marta Mosquera, Cecilia Ingenieros, Alicia Jurado y María Esther Vázquez. De María Kodama, el gran ultimo amor de su vida, Ud. dirá: Estoy siempre deseando estar con ella y, cuando estamos juntos, deseo que pase el tiempo de una vez y se vaya.
En búsqueda de la belleza absoluta, cualquier detalle que quebrara la armonía rompía el encanto. Nunca supo cómo abordar y amar al cuerpo humano, pues no tenía afición por el disfrute del placer sensual y había, no sé si consciente o inconscientemente, un rechazo a su propio cuerpo, al contemplarlo al espejo o a exhibirlo privada y públicamente. No le gustan los balnearios. No admite el encanto que vio Proust en Combray. Odia la Costa Azul, Cannes, Niza, Montecarlo. Está en contra de París por su brillo mundano.
Hay una parte de su personalidad que no llega a comprenderse de primera mano, por ser Ud. un liberal incondicional, un cultor del mejor arte escrito, y de una imaginación infinita. Influido por el puritanismo inglés, ha sido un moralista de los más vehementes, casi victoriano, excesivamente conservador, al punto de molestarle el tratamiento de la homosexualidad y cualquier tipo de sensualidad en literatura, y lo más difícil de entender: el hecho de ser partidario de la censura, según apunta su mejor amigo, Bioy Casares:
Soy partidario de la censura. Cuando hay censura la literatura es más viril, más sutil, más decantada. Esta es la interpretación de la censura como estilo, como calzado que más aprieta, nos incomoda, nos obliga a marchar derechos, a ser más correctos y más vigorosos. Pasa por alto —dice Bioy— las dificultades que supone la persona del censor; las injusticias que determina; las odiosas arbitrariedades y los abusos.
Esta afirmación, sin duda, maestro, nos recuerda que Ud. también es hijo de su tiempo y de las huellas de sus antepasados militares, que tanto exaltó durante su juventud y de los cuales al final de su vida prescindió como referencias. En ocasiones me pregunto, a donde fue la tolerancia que tanto admiraba del budismo. Se entiende que su gusto por la música sea por la más tradicional de España y Argentina, cante jondo y las milongas y de EE UU, los espirituales negros, y que desdiga del rock. Que apenas, de los clásicos, asuma solo a Brahms. Que odie los valses; música estúpida, los peores son los vieneses. Que prefiera, en lugar de bañadores, pantalones pescadores, y que desde siempre haya vestido flux y corbata son rasgos que ayudan definir personalidad y carácter.
Al final son gustos que lo dibujan para el estudio mucho más profundo de las motivaciones íntimas de su obra, y que en un escritor liberal sorprenden, contrastan con la visión ingeniosa, abierta, insurgente, atrevida y temeraria del mundo luminoso de su quehacer literario, pero que definitivamente ayudan a los amantes de su arte también a explicarse su obra y su vida —más obra que vida—. La verdadera igualdad entre los hombres, excepción de la vida y la muerte, únicamente es posible en el reconocimiento de que nadie es perfecto y de que es en los defectos de cada uno donde se encuentran justificadas las virtudes de los otros.
Alguien le preguntó, en una ocasión, si creía en la otra vida, a lo que usted respondió: Tengo la confianza que no haya ninguna otra y no me gustaría que la hubiera. Yo quiero morir entero. Ni siquiera me gusta la idea de que me recuerden después de muerto. Espero morir, olvidarme y ser olvidado. En una de sus conferencias diría también: Yo no estoy seguro de ser cristiano y estoy seguro de no ser budista.
Poco tiempo antes de su partida, desdiciendo sus inclinaciones de iniciado clásico hispanista le confesó a Bioy: Creo que nadie es superior a Dante. Shakespeare me parece un poco irresponsable para colocarlo a esa altura. No lo creo capaz de construir una obra como la de Dante. En cuanto a literatura solo es inferior a los Evangelios. Tal vez Homero sea un gran escritor, pero resulta incomparable con Dante y los autores de los evangelios.
No somos perfectos y somos mortales; esos límites nos diferencian de Dios, que lleva toda la carga por ser perfecto e inmortal. En sus días finales, cuando desde Ginebra la Sra. Kodama le pasó el teléfono a Ud. para saludar a su gran amigo Adolfito Bioy Casares, contraria a su indisposición por el sentimentalismo, la escena final de despedida que se provocó no pudo resultar más conmovedora; irónicamente, esta vez la realidad superaba a la ficción.
—Tengo muchos deseos de verte… —le dijo Adolfito.
A lo que usted respondió envuelto en lágrimas:
—Ya no nos veremos nunca más…
Vivía entonces sus últimos días, que Jean Pierre Bernés, crítico francés, quien estuvo a su lado junto a la Sra. Kodama, narró con algunos detalles a Bioy:
Bernés refirió que Ud., unos quince días antes de morir, sintió la presencia de la muerte. Habría dicho: Ha llegado. Esta aquí. Bioy le preguntó si la había descrito. Bernés contestó: Dijo que era algo externo, rígido y frío.
Bernés lo grabó cantando La Morocha y otros tangos, y sonreía con la risa de niño feliz de siempre. Un día le pidió que le leyera Ulrica, y al terminar le dijo, casi como un susurro: Soy un escritor. Murió recitando el Padre Nuestro. Lo dijo en anglosajón, en inglés antiguo, en inglés, en francés y en español.
El día que se conoció la noticia el cielo estaba azul claro; era el primero de los inicios. El sol alto se sentía más próximo, incandescente como en el desierto, picaba en la piel. Las funciones estaban programadas para ser exhibidas al aire libre en un jardín de grama exuberante verde alegría. Quilos y el Molino, conmovidos y abatidos, disipaban dignamente el llanto; así lo habían aprendido de su abuela de origen inglés, Frances Haslam, aquella que en el Otro poema de los dones pidió perdón a sus hijos por morir tan despacio. En la hora de la grata muerte, como la llamó en el poema dedicado a Francia, en que todo es silencio, en que se ha ido el amarillo y todo es solemne y sagrado, un pequeño pizarrón sirve de vocero mudo: todas las funciones de la obra El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha quedan suspendidas hasta nuevo aviso: esta mañana ha muerto en Ginebra nuestro amado Pierre Menard, otro autor del Quijote.
A María Carolina Eurresta Sarcos
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