Por LEÓN SARCOS
Artificios: Funes el memorioso, 1944
Sin memoria no hay metáfora ni puede haber escritura. No hay recuerdo ni puede haber evocación. Sin memoria no hay fijación de imagen ni puede haber sueño. No hay registro de proporción y armonía, por tanto, no puede haber belleza. Ella nos salvaguarda de repetir errores y experiencias fallidas, y nos ayuda a rescatar los instantes del ayer que hoy nos hacen mejores y dicen lo que somos. La memoria es el discreto envoltorio que guarda con invisible celo los tesoros del alma. La fuerza que ordena a sabiendas y excluye con juicio, según Stefan Zweig.
Cuando la memoria falta, los humanos mueren en vida y si no es sólida, pasa lo que ya advertía el maestro: la debilidad de la memoria es la mayor de las desventuras para el intelectual −y qué decir, pienso yo, para el ciudadano−. El olvido causa una gran tristeza. En el prólogo a los Artificios en la primera edición de las Obras Completas, que se inicia con Funes el Memorioso, Borges ha dicho: Aunque de ejecución menos torpe, las piezas de este libro no difieren de las que forman el anterior −se refiere a la colección titulada Ficciones−. De Funes agrega: es una larga metáfora del insomnio. Más que una larga metáfora del insomnio, en sí, ya es una vieja metáfora por todo el tiempo recorrido.
La repetición de la memoria y el desvío de la escritura, según Silvia Molloy, marcan toda la obra de Borges. Leer es convocar un “objeto verbal”, siempre el mismo, siempre diferente; leer es recordar, pero nunca, como Funes, con facilidad abrumadora; leer −es decir, escribir− es recordar salteando, desviando, transformando, como lo afirma el maestro en Evaristo Carriego: recuerdos de recuerdos de otros recuerdos, cuyas mínimas desviaciones originales habrán oscuramente crecido.
Para Emir Rodríguez, en Funes Borges ha trazado una suerte de autobiografía espiritual. Yo agregaría más: que es un buen perfil paródico, dibujo simpático y potenciado a lo fantástico de virtudes memorísticas de un hombre de genio. Provocan un frío vértigo las ostentosas afirmaciones del memorioso Ireneo: Más recuerdos tengo yo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo… Mis sueños son como la vigilia de ustedes… Mi memoria, señor, es como vaciadero de basura.
O esta asombrosamente deslumbrante capacidad de grabar y hacer memoria: Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa. Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Dos proyectos, nada ambiciosos −aunque insensatos, según el autor, no dejan de balbucear cierta grandeza−, ocupan la atención del memorioso: el catálogo de las imágenes del mundo, y un vocabulario infinito para la serie natural de los números.
Es de suponer que una desmesurada y vertiginosa memoria y un alucinante insomnio hacen una conjunción prolífica para explorar y explotar novedosas vetas literarias. En Funes −dice Emir Rodríguez− la memoria estratifica el tiempo: ni uno solo de sus segundos se pierde; todos quedan registrados en la inhumana vigilia del mundo. El mundo que contempla Funes… ese mundo en que nada es olvidado, en que todo es presente, no es esencialmente distinto al que contempló hábilmente su creador. Apenas si está amplificado por la literatura, por el estilo.
Una memoria ampulosa también le facilita al autor establecer para siempre las partituras de cada instante. El insomnio, que igualmente persigue a Funes, le permite al maestro la destilación exquisita de sus ficciones y ahora de sus artificios. Largas e interminables noches preceden a cada una de sus obras y las deja marcadas para siempre −en palabras del crítico− con sus intervalos de pesadillas y de éxtasis.
En sus cuentos abundan esas señales inequívocas de la lucidez alucinatoria del insomnio, esa exasperación intuitiva, ese aumento cruel de las percepciones unidas (es claro) a las ocasionales distracciones, a esos lapsos en que las cosas más nítidas suelen confundirse y los limites borrarse súbitamente.
Funes el memorioso es un excitante relato, una de las apologías a la “memoria” más graciosas y mejor concebidas para provocar perplejidad, fruto del delirio y la búsqueda incesante de sosiego mental de un sabio, consumado confabulator nocturni, en noches solitarias e infinitas.
El Aleph, 1949
La serie presentada en 1949, titulada El Aleph, como el último de sus relatos, es sin duda alguna la más aplaudida y reconocida por la crítica de todas las ficciones. El atributo general más notable de la literatura borgeana, especialmente del relato, es la fascinación que ejerce sobre los lectores la heteróclita erudición del maestro para postular ficciones. Y esa misma singularidad del maestro para formularla debe servir al comentarista o crítico para enjuiciarlas.
En el momento que Borges anuncia la muerte de Beatriz Viterbo en la primera línea de El Aleph, de alguna manera está exorcizando de su alma, en la fase crucial de la estación amor-odio, a Estela Canto −a quien dedica el último de los diecisiete cuentos de la serie− y ha empezado el maestro a padecer el desengaño.
La conoció en casa de Adolfito y Silvina, en agosto de 1944, y se prendó de sus encantos: era atractiva, inteligente, poco convencional, desembarazada de culpas, desenvuelta y convocante. Fue un amor no correspondido con la formalidad y las convenciones que esperaba Borges, quien hasta llegó a proponerle matrimonio, contrariando a su madre, quien opinaba que ella no lo merecía. Sería una relación informal, pese a su insistencia −larga y tortuosa, que finalizó en 1952− es fácil de percibir lo dolorosa que sería para él, a juzgar por la correspondencia y el desenfado de ella para evaluarla y vender por una bagatela el original del cuento años después:
La actitud de Borges me conmovía. Me gustaba lo que yo era para él, lo que él vio en mí. Sexualmente me era indiferente; ni siquiera me desagradaba. Sus besos toscos, bruscos, siempre a destiempo, eran aceptados condescendientemente. Nunca pretendí sentir lo que no sentía.
Todas las alusiones a Beatriz Viterbo son críticas; de ninguna valoración sale lisa; de casi todas resulta con marcas, signos de defectos físicos y morales, para quien, dolido, juzga: Muerta, yo podría consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Beatriz… era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, verdaderas crueldades, que quizás reclamaban una explicación patológica: Cuando el juicio no es severo, es aliviado con un oxímoron: Beatriz, era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar… una como graciosa torpeza.
El único instante en que lo envuelve de nuevo el mágico manto de los esplendores de su enamoramiento sucede cuando, frente a su gran retrato en torpes colores, escribe: No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato —no acostumbraba el Maestro a poner pasión en sus sentimientos— y le dije:
—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges. Bella declaración de amor que habla de la dimensión de su amor y de cuánto sintió y sufrió por ella.
No olvidemos que el o los personajes literarios, aunque inspirados en alguien o en nadie de la realidad, son al final una conjugación de muchos, por eso cuando hablamos de Estela Canto, ella puede ser la inspiración, pero igual podría tener de muchos de los amores o enamoramientos que se atribuyen a Borges antes de escribir El Aleph. Igual acontece con Carlos Argentino Daneri, personaje central, junto con Borges, del cuento.
Presumo por el tiempo en que lo escribió, por la preeminencia de las relaciones del momento y por la mucha antipatía declarada que en reiterados momentos confiesa a Bioy Casares, que pudo tratarse de Ernesto Sábato: Nunca creí que iba a odiar tanto a Sábato. Pero de igual manera ha podido ser tomado en partes de sus muchos compañeros integrantes del círculo literario con el que convivió, siempre cargado de rivalidades, opiniones contrapuestas, posturas políticas distintas, valoraciones y juicios críticos que crean enconados tropiezos y hasta odios secretos sostenidos y alimentados, aun conviviendo diariamente en los sitios de trabajo y hasta en momentos en los que se departe socialmente con afecto.
Siento que, en El Aleph, Borges logra transformar en arte, a través de su rica y exquisita prosa, dos de los momentos más desdichados y atroces de su vida, haciendo honor a una de sus afirmaciones más estoicas: Todo escritor, todo hombre, debe ver en lo que le sucede, incluido el fracaso, la humillación y la desgracia, un instrumento, un material para su arte del que debe sacar provecho. Sus reiterados fracasos amorosos, que tanto sufrimiento le provocan, y la profunda desazón que le produce su ceguera progresiva, iniciada con una operación de cataratas de 1927, son asumidas como solo los humanos superiores lo saben hacer, transformando en coraje, en grandeza y belleza su tragedia; Estas cosas nos han sido dadas para que, de las miserables circunstancias de nuestra vida, hagamos cosas eternas o que aspiren a serlo.
¿Y qué es el Aleph en su genuina versión? No es, como es sabido, la primera letra de la lengua sagrada. Ni tiene tampoco el significado para la Cábala de la letra En Soph, la ilimitada y pura divinidad, entre otros muchos códigos que pueda representar. En este caso es una especie de ojo cíclope del alma desde el que puede verse todo el desenvolvimiento simultáneo del universo, sin confundirse y desde todos los ángulos, o una especie de periscopio del alma que sale a una de las estaciones del infinito desde donde se puede contemplar en conjunto y desde todas las perspectivas todos los mundos.
Ese ojo de dos o tres diámetros, que permite ver el universo a un solo tiempo, de manera caótica y sin término, fruto de la angustia que provoca el insomnio, es la visión que el maestro siente por herencia genética de los Haslam, su bisabuelo, su abuela y su padre, que tarde o temprano y progresivamente irá inevitablemente perdiendo. Esa es la mayor de las revelaciones estéticas de este relato: todo lo que el maestro ve vertiginosamente, ve con vértigo, ve con ansiedad devoradora, próxima al paroxismo, en todos los tiempos de forma total. Es su Aleph, que al final, presume, encontrará perdido en alguna de las paredes antiguas, ya olvidadas o destruidas. El vi se hará reiterativo, un mantra de lo que estaba viendo y perdiendo…
Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos escrutándose como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, bien un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el Zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en los escaparates de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón de escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas increíbles, precisas que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra,, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
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