Desde hace un tiempo disfruto mi retiro de la vida universitaria. Esa vida la transitaba a diario con horario de trabajo establecido intercalando maromas de mamá llevando y trayendo de actividades extra colegio, de diligencias de ama de casa, y también de afanes de investigadora que debía conservar una productividad científica decente.
Es el caso que he superado algunos tramos de mi vida pertenecientes a épocas inmemoriales por la lejanía en el tiempo. Distantes también en espacio. Espacio. Es decir, tiempos concluidos de madre formadora y criadora, con hijos adultos y lejanos por expatriados, y ahora también igualmente, tiempos extinguidos de hija, con padres adorados y cuidados, fallecidos, sepultados, llorados y extrañados.
Actualmente desarrollo buena parte de mi trabajo desde mi ordenador colocado frente a una ventana que mira al hermoso verdor de los parajes del municipio El Hatillo. Vivir donde lo hago me hace ir al pueblo y transitar por las vías del distrito para las tareas cotidianas de la vida sin las presiones de otros tiempos.
Recorro así la vía de la carretera de Caicaguana, esa misma que conecta con locaciones como Expanzoo, Calle del Rocío, Calle La Cima (vía la Tiama), y una redecilla de impensables derroteros. Paso también por la carretera de La Unión, que igualmente tiene lo suyo en cuanto a destinos varios y muchos pobladores. Asimismo, recorro la avenida Principal de La Lagunita que tiene más bifurcaciones de las que uno se imagina. Y qué no decir de la calle El Arroyo y sus derivaciones laterales (alguna desemboca en el barrio El Calvario), y todas las que cuesta abajo en rodada llegan hasta Los Naranjos. Esto sin mencionar las rutas de Oripoto y las Marías por donde no me meto mucho.
En mis movimientos por esas rutas y en medio de esta tragedia de desaparición del transporte público, me encuentro, cada día más, con filas de personas caminando en dirección a, o desde, el Centro Comercial Paseo El Hatillo, detrás del cual funcionan paradas de autobuses para Caracas y de camionetas y jeeps cada vez menos frecuentes, para la zona rural del municipio. Caminan también vía Farmatodo de La Unión hacia una red de inimaginables bifurcaciones sinuosas, un ovillo de callecitas y senderos que no aparecen en Google Maps.
Caminan desde el Farmatodo de La Lagunita hasta La Redoma de La Lagunita. En estos dos puntos hay, milagrosas y recientemente reactivadas, paradas de Metrobús. Solo que aquellos que lo toman en Farmatodo, deben bajarse en La Redoma para que aborden los de la larga fila que ya está formada allí, a cuyo extremo se unen aquellos pasajeros quienes, habiéndose subido en Farmatodo deben dar paso a los de La Redoma, y si queda algún puesto, subir nuevamente ellos. Esto explica la cantidad de gente caminando los 2,2 km que hay desde Farmatodo hasta La Redoma, para asegurar la prioridad de no tener que descender del Metrobús una vez montados.
Los que se bajan en La Redoma caminan el trecho de 2,1 km hasta los centros comerciales Lomas y Terrazas, con su parada de camionetas fantasmas cuyas unidades llegaban hasta Loma Linda. Había también jeeps que transportaban aún más allá. Caminan desde allí hasta mucho más abajo de Expanzoo, que también ofrece un tremendo reto a Google Maps y a los pies de cualquier viandante. Igualmente continúan caminando hacia La Tiama, y desde allí para abajo, para abajo, para abajo. Caminan, caminan, caminan, suben y bajan. Pero, asimismo, otros caminan por toda la Principal hasta la remota Avícola La Lagunita que está a 4,7 km desde el Centro Comercial Paseo. Y desde allí continúan el camino para más abajo.
Caminan hombres y mujeres de todas las edades, con bastón y hasta con muletas, con niños y bebés cargados, con bolsas pesadas si consiguieron comprar algo que “sacaron”, verbo que ahora se emplea con la acepción de “productos regulados que aparecen para la venta en misteriosos horarios por gracia de quienes administran los supermercados, abastos y bodegas y de quienes los hacen llegar allí”.
Caminan obreros de la construcción, jardineros con sus segadoras al hombro, trabajadores con sus uniformes de empresas de vigilancia, seminaristas con sus clergymen visibles, señores que trabajan en caballerizas, etc., etc., etc. Caminan representantes de todos los oficios.
Y yo paso muchas veces junto a ellos con mi Corollita generalmente vacío. Entonces, desecho todos los consejos y advertencias recibidos y escuchados mil veces: “No des cola que es peligroso”. Y haciendo un ejercicio de discriminatoria selección y de desafío a las admoniciones de tantos, me detengo y doy “colas”.
¿Ante quiénes me detengo?
Ante ancianos, personas con bastón, señoras que se dirigen a su trabajo doméstico, mujeres con niños, aunque este último criterio de selección ha cambiado pues me encuentro con infinidad de muchachos jóvenes con niñitos en uniforme escolar a la hora de entrada o salida de las escuelas de la zona. ¿Quién dijo que en Venezuela no hay paternidad responsable? También selecciono a personas muy cansadas, cuyo rostro denota el agotamiento de varios kilómetros andados.
Ocurren persistentemente dos cosas: hablamos, hablamos siempre, y lo mejor de todo: las bendiciones que recibo cuando se despiden, como “Que Dios se lo multiplique”, “Dios no la olvidará”, “Que Dios la bendiga usted y a los suyos”, y así, tantas cosas que me siento dichosa de haberlos rodado un poquito, y que, aunque sea un solo día, tuvieran un pequeño alivio en su diario transitar. Además, muchos me han dado interesantes lecciones de vida. Creo que puedo contar algunas de estas conversaciones sin faltar a la confianza de estos coloquios íntimos.
Minerva y las “prestobarbas”
Recogí a Minerva saliendo de mi edificio. Limpia un apartamento vacío mientras sus dueños están fuera del país. La conocí ese día. Minerva se dirigía desde El Hatillo a El Marqués donde plancha en “una casa de familia” tres veces a la semana. “Voy a mi segundo trabajo, pero creo que tengo que buscarme un tercero, pues no me alcanza”, me dice. Minerva vive por Caicaguana. Le digo que voy para Caracas y puedo dejarla en una estación de Metro. Se le anima el rostro y se distiende para conversar. Le pregunto cómo llega a La Lagunita desde El Marqués en la noche. “Logro entrar al Metrobús que llega a La Redoma, y desde allí, camino hasta Caicaguana”, me responde. “Pero es oscuro y es lejos, Minerva. ¿No te da miedo?”. “Claro que sí, pero generalmente coincidimos varios y nos hacemos compañía. Y a veces me vengo con mi hijo que trabaja en Chacao, y me custodia”. Muy orgullosa Minerva me cuenta que su chamo es muy estudioso e inteligente. Forma parte del programa del Inces de Formación de Aprendices de la Asociación Venezolana de Hoteles Cinco Estrellas. ¡Yo no sabía que existía un programa así! Está ya en su pasantía final en un hotel de la zona. Se presenta todos los días al hotel. Le pagan sueldo mínimo y su bono de alimentación. Va muy bien, hasta le han dado cursos de inglés, y él, feliz, pues quiere volar alto en su oficio. Eso sí, tiene que estar impecable. Muy limpio y pulcro. Y muy bien afeitado. “Ahí está el problema”, me dice Minerva. “No nos alcanza para comprar las ‘prestobarbas’ pues cuestan más que el sueldo mínimo. ¡Y mire que a ese muchacho le sale pelo!”.
Coromoto y su casita vertical
Ya le he dado varias veces la cola a Coromoto. La recojo frente al Centro Comercial Terrazas donde limpia la sede de una agencia bancaria. Coromoto cojea y usa bastón. “Tengo artrosis en la cadera”, me dice. Camina todas las tardes después de mediodía hasta La Redoma. Es obvia su dificultad para caminar. Su paso es muy lento. La subo. Voy para Caracas y le digo que la puedo dejar en la puerta de una estación de Metro. Coromoto limpia en las tardes unas oficinas en Parque Carabobo. De allí se va a su casita en la Parroquia 23 de Enero. Los sábados limpia en una tienda de El Sambil. Nos da tiempo para conversar. “Vivo en el Observatorio. Mi casita es para arriba. Casi vertical. No hemos podido terminarla mi esposo yo. Allí vivimos un gentío. En el piso de abajo viven mis dos hermanas y sus hijitos. Ocho niños en total. Todos menores de diez años”. “No puede ser Coromoto. ¿Y no hay hombres?”. Y Coromoto me dice socarronamente: “No. Es como un acto de magia”. Soltamos entonces sendas carcajadas. “Arriba vivimos mi esposo, mis dos hijas y nuestros seis nietos”. “¿Cuántas habitaciones, Coromoto?”. “Una sola, en la que están ellos”. “¿Y tú, Coromoto?”. “Mi marido y yo en el pasillo. Al fondo tenemos una cama”. “¿Cuántos baños, Coromoto?”. “Uno arriba y uno abajo, chiquitico”. “Al menos hay dos baños”, le digo. Le pregunto si hay platabanda arriba. “Para nada”, me responde. “Si todo es de techos de zinc”. “Ay, Coromoto. ¿Y cómo te sientes con tanta gente en tu casita?”. “Bueno, primero que nada, mi marido es un santo, no protesta por ese gentío de abajo que solo es familia mía, y en nuestro piso, todos nos queremos y ayudamos. ¿Y sabe algo? Yo soy feliz. Creo que el Altísimo tiene algo bueno para nosotros todos los días. Hoy, por ejemplo, fue usted”.
Columba y su nietecito
Me detengo cerca de la Escuela Conopoima en la avenida Principal de La Lagunita. Allí está Columbia y su nietecito. “¿Para dónde van?”. “Para Caicaguana, vía Expanzoo”. “Sube que los llevo”. Por supuesto que me enteré de que se llamaban Columba y Kevin –de, aproximadamente, cincuenta años y cinco, respectivamente– una vez que estaban dentro de mi carro. Entre la Escuela Conopoima y “cerca de Expanzoo” hay casi 7 km, que transitados a pie y con un niño de 5 años se hacen interminables. “¿Y haces esto todos los días, Columba?”. “Sí”. “¿Y consigues colas?”. “No siempre. Kevin me pregunta, ‘abuela, ¿por qué no se paran si van con los carros vacíos?’. ‘Porque ellos no van para donde vamos nosotros, Kevin’”.
Gracias, Columba, por hacer que Kevin crezca partiendo de la premisa de la buena fe.
Jonhston, padre soltero
Cuando recogí a Jonhston, mi carrito ya iba casi full pues llevaba a mi lado a Selmira cargada con su morral, la vianda de la comida y su bebé de cinco meses. A esa hora tan tempranera Selmira casi se arrastraba como si fueran ya las seis de la tarde y no las siete de la mañana. Era lógico. Llevaba ya media hora caminando pues venía de La Tiama. A mi lado venía Niurka, vigilante del edificio vecino al mío, quien había cumplido su guardia de más de 24 horas y se iba corriendo para Charallave donde vive, a ver a su bebé el cual le cuida su mamá. Lo vimos al cruzar para tomar la avenida Principal de la Lagunita. No tendría mucho más de 20 años. Venía con dos morrales, un niño de unos cuatro añitos con uniforme escolar, y unas herramientas al hombro. Le hicimos espacio y subió. Las mujeres somos curiosas. Las tres le preguntamos si el niñito era de él. “Sí, se llama Rodny”. Silencio, el cual rompí al preguntar por la mamá de Rodny. “No sé. Él nació y ella se fue”. “¿Se fue?”, preguntamos las tres casi al unísono. “Sí. No he sabido más de ella”. Silencio sepulcral. “¿Y con quién vives?”. “Vivo solo con Rodny”. “Pero ya va, Jonhston (ya habíamos preguntado su nombre), ¿y tu mamá? ¿y tu familia? No puedes criar a ese niño solo”. “Ah sí, mi mamá y mi abuela viven cerca y me ayudan. Yo lo dejo en la escuela ahora y ellas lo recogen pues regreso tarde, ya que estoy trabajando en un sembradío por allá por el cerro El Ávila”. Selmira, Niurka y yo estábamos mudas. Dejamos a Jonhston frente a la escuela y nosotras seguimos hasta El Hatillo en medio de un aura de admiración por Jonhston, que por un momento nos hizo cambiar algunos prejuicios ancestrales.
Karina, su hija, su mamá y su abuela
Karina tiene 14 años y una bebé, Mileidys, de tres meses. Su mamá, Raquel, tiene 30, y su abuela, Lucía, la mamá de Raquel y bisabuela de Mileidys, tiene 49 años. Cada representante de las cuatro generaciones mencionadas es menor que yo. Es la 1 de la tarde de un domingo caraqueño. Me dirijo a casa de una de mis amigas que vive en Santa Paula. No puedo evitar ver al grupo familiar que con cara de angustia pide una cola. Si no hay transporte normalmente en los días de semana, menos va a haber un domingo al mediodía. Me detengo. Suben todas. “¿Adónde van?”. “Al ambulatorio Jesús Reggeti”. “¿Qué tiene?”. Mientras espero que me digan que tiene fiebre o diarrea, me responden: “Desnutrición”. “Ya va”, les digo, “la desnutrición no aparece de un día a otro. No es una infección que se trata con antibiótico, ni un dolor que se quita con analgésico”. Silencio absoluto. “¿No le das pecho, hija?”. “No tiene leche”, responden abuela y bisabuela. “Y no tenemos dinero para la fórmula”. Karina parece muda. Desespero absoluto por mi parte. Intercambio de teléfonos. Las dejo en el ambulatorio. Compré una fórmula que milagrosamente encontré en una de las farmacias de El Hatillo. Se las llevé al ambulatorio. Mileidys va bien. La remitieron a Cania, en Antímano. Se ha recuperado. No puedo imaginar cómo llegan a Antímano. No quiero preguntar.
Nota final
Son muchas las historias. No cambio por nada en el mundo mi lugar con James Corden.