Por MIGUEL GOMES
Las contribuciones de la teoría literaria al estudio de la poesía se han visto afectadas en los últimos lustros por el célebre «giro cultural», cuya consecuencia más azarosa ha sido la postergación de múltiples debates intradisciplinarios. Ciertos malentendidos suscitados por corrientes formalistas del siglo XX, por ejemplo, se han perpetuado sin que nadie les preste mayor atención. En concreto pienso en los tics pedagógicos surgidos de la New Criticism anglonorteamericana, que fomentó la confusión frecuente del análisis de textos narrativos y el de textos líricos, subordinando las exigencias propias de estos a las de aquellos. Por fortuna, en tiempos recientes Jonathan Culler ha abordado con eficacia dicha cuestión. En su Theory of the Lyric sostiene que durante milenios los poetas, a diferencia de otros creadores verbales, han sometido a una calculada tensión lo «ficticio» y lo «ritual», lo que los lleva a concebir su arte como negociación entre elementos que delinean eventos o personajes y elementos estructurantes —patrones rítmicos, fórmulas enunciativas— incitadores de una performance, una duplicación recitativa del texto sea imaginada o factual (1). Para plantearlo con términos de los que no se vale Culler: cuando leemos poesía no nos hallamos solo ante una realidad diferida por la mimesis, sino que debemos contar asimismo con el desafío estético para nada secundario de la conversión del lenguaje en ficción.
Gracias al volumen Magdalena en Ginebra, La concubina y otras voces de fuego. Poesía reunida (2022) (2) tenemos ahora la oportunidad de revisitar la carrera de Carmen Verde Arocha (Caracas, 1967) a la luz de esas ideas. Su voz pertenece, de hecho, a una familia de autores venezolanos —Juan Sánchez Peláez o Hanni Ossott son dos de los nombres más prominentes— que ha problematizado por igual las aproximaciones neorrománticas sedientas de involucrar al poeta de carne y hueso en todo esfuerzo hermenéutico y las que se empeñan en reivindicar a quien escribe exclusivamente como delegado de identidades o ideologías. El repertorio crítico al que aludo cuando no se caracteriza por el interés morboso en patologías mentales y suicidios persevera en describir el oficio literario como herramienta de empresas superiores. En ambos casos nos las habemos con lecturas narrativas del texto lírico que sufren serios percances a la hora de adentrarse en obras resistentes a reducciones anecdóticas tanto de la escritura como de la inscripción en esta de la subjetividad. La razón se encuentra en el balance absoluto de la díada expresiva señalada por Culler: se trata de discursos en los que lo ficticio no opaca lo ritual ni nos obliga a olvidarlo.
Esclarecedores son los epígrafes iniciales de la presente suma de Verde Arocha. Por una parte, el de Hanni Ossott, «Uno debe rezar / en secreto / […] / Uno debe rezar / sin dios, con dioses, / con el desamparo», nos instala en escenarios donde vislumbramos la aparición de lo numinoso mediante el protagonismo de la forma; por otra, el de Yolanda Pantin, «Vamos a cambiar el mundo / pero no saldremos de este cuarto», encara de una manera sardónica y huidobriana la injerencia de la mimesis en la lírica. En este contexto es muy sutil la remisión a Pantin, puente entre dos poéticas históricas: si en su juventud se relacionaba con el combativo y fervoroso exteriorismo del grupo Tráfico, ya entrada la década de los ochenta y en toda su labor de madurez sus preferencias acogen en no menor medida lo que antes parecía enfáticamente negado: motivos cada vez más introspectivos, nocturnos, góticos e incluso miticorreligiosos. Tampoco ha de soslayarse que en los noventa, cuando se dio a conocer Verde Arocha, abundaron los poetas que se apartaban drásticamente de los paradigmas de la poesía «solar», urbana y conversacional gracias a asuntos más variados o la intercesión de un decir escéptico de las transparencias: entre otros, cabe recordar a María Antonieta Flores, Dinapiera di Donato y Luis Moreno Villamediana. La importancia de lo rural e imaginerías premodernas en la autora que nos ocupa bastaría para oponerla a la estética prevaleciente en los albores de los ochenta. Pero hay otros factores.
Si una lectura superficial podría identificar la «Carmen» de Cuira (1997) con un personaje testimonial (p. 45), pronto el aluvión de datos desfamiliarizadores interrumpirá los intentos de indagar en una historia privada para obligarnos a aceptar que nos enfrentamos a vivencias gradualmente elevadas a un plano casi arquetípico, no demasiado atadas a un lugar o un momento. Ello sucede, para solo mencionar un poema, en «Jueves Santo»:
el timón gira lento y lastimero. Pocas veces el Cristo santigua a los niños que aparecen al vaivén de las aguas. Duelen las manos; pero al pecado hay que limpiarlo con tino. Así atravieso los días, los años; esperando la oración de este hombre amado al mediodía que levemente se ajusta a mi origen. Y de nuevo heme aquí, valiente, con zapatos altos hasta las nubes para dormir a mi arcángel. Todavía el amarillo, los encantados de cabellos rojos perturban abajo en el río; en un arrebato de olas danzo hacia noviembre, mes de los muertos, donde habita un cielo amaranto y un mar absoluto (p. 47).
A menudo esa universalización del yo propicia una inmersión en el nosotros, y no por una de las viejas atracciones cívicas a las cuales nos tienen acostumbrados las letras hispanoamericanas, sino por una propensión a lo abstracto. Luis Miguel Isava, en un penetrante artículo recogido en el libro de Verde Arocha, describe un lugar de enunciación «femenino, colectivo», que, sin abocarse «a un programa —reivindicativo o de protesta—[,] verbaliza un conjunto proliferante de experiencias» (p.157). En un trabajo también compilado en esta Poesía reunida, Alain Lawo-Sukam percibe el sujeto plural como incompatible con «investigaciones o teorizaciones de lo étnico-racial» (p. 275). La trayectoria desde el individuo hasta la comunidad se constata internamente en piezas como «Un manuscrito de palo en el cielo», de Mieles (2003):
En algún lugar oculto entre las raíces,
mi abuela escondía sus tres arrugas verticales
que acentuaban la profundidad de sus ojos.
En algún lugar las mujeres
tienen una abeja incrustada en la laringe
y lo que sudan es miel.
Lo apurado fue la lluvia
que llegó a desnudarnos a todas […] (p. 148).
Y ha de acotarse que la disolución de lo particular en lo general es simultánea a maniobras similares que incumben a marcos circunstanciales. Así, a la convivencia de lo local y lo internacional —Isava en el artículo citado reflexiona sobre ella (p. 158)—, se añade un espacio-tiempo sin otro asidero que la expresión aprehendida como esfera autónoma. «He recibido orejas y miedos», de Cuira, lo recalca:
Mi padre aparece en el Cuira con el frío en los huesos, y la piel seca como hojas de topochos cuando juega a la cebada en el cielo. A nadie le preocupa ahora dónde está mi padre. Él vive en un lugar anterior a la muerte. A veces voy a su río a beber un vaso de agua o le escribo un padre nuestro. Lo lastimoso, su carne impasible al borde del verbo (p. 51).
Esencial en tales procesos es el onirismo que recorre de comienzo a fin esta obra, y que otros de sus lectores incluidos en estas páginas destacan —Santos López, uno de ellos (p. 19)—. Porque tenemos, sin duda, a una poeta que no repudia varias de las enseñanzas del surrealismo incorporadas en la posvanguardia apenas se esfumaron los conventículos y el deseo de instaurar la ruptura como estilo de vida. El origen de esa tradición es más antiguo —hunde sus raíces en el Romanticismo germánico—, pero el siglo XX la enriqueció al comprender que la prisión racionalista únicamente podía violarse desde los signos que nos inventan. De allí que Breton escriba: «Silencio, / para que donde nadie ha pasado yo pase, / ¡silencio! —Después de ti, querido lenguaje» (3). La erosión de la omnímoda conciencia occidental en la poesía de Verde Arocha se logra por diversos medios. No deben descartarse los más obvios, que subrayan componentes temáticos. Un poema memorable de En el jardín de Kori (2015), «¿Dónde están los huesos?», se despliega casi como cuento e involucra situaciones de pesadilla que evolucionan a veces a lo satírico, a veces a un sosegado intimismo:
Los huesos están escondidos
en la gaveta de la mesita de noche
Cuando se pierden los huesos
lo primero es escudriñar dentro de la casa
en los lienzos blancos
en las ventanas y en los vestidos de la cama
¿Dónde están los huesos?
hace días que no los veo
¿Vivirán en este florero de vidrio?
Algún fisgón me dijo que los vio
detrás de las cortinas del comedor
de la vecina que vive tres pisos más abajo
¿Dónde están los huesos
con los que mi madre Carmen Cecilia me parió?
¿Dios mío a dónde los asenté?
Me los habrá robado algún vientre
hambriento por parir
o el amante musculoso de la vecina
o están en la fábrica de lámparas […] (p. 208).
Un título como Amentia (1999) —latinismo clínico por ‘amencia’: trastorno sicopatológico cuyos síntomas incluyen desorientación y disrupciones sensoperceptivas— diseña de manera flagrante un contexto dramático. A partir de ese indicio otros dispersos a lo largo de la secuencia de poemas nos permiten recomponer fragmentos de un diálogo, ostensible al final, que ocurre entre una enajenada y una figura materna, Regina Coeli, en un asilo psiquiátrico con borrosos y estremecedores visos de templo. Cruciales, sin embargo, no son esos delirios, sino los encarnados en la palabra misma. En Amentia, así como en otros poemarios, los instantes de abandono alucinatorio surgen, en primer lugar, como violentas superposiciones elocutivas y discursivas —un equivalente literario del collage de las artes plásticas—:
VISITACIÓN 4
Primera lectura del santo evangelio.
Un lago descansa arriba
del altar,
tres jóvenes se bañan risueños,
mueven sus cejas pobladas,
en el fondo los sainetes.
Cuarenta manos en una rama negra.
Bendita sea tu pureza.
Acá todo es misa.
Luego de la salida del amor
te quedaron los ojos
con un olor a cuero;
el río va guardado en tu vientre.
A los nueve meses nacieron los gallos (p. 100).
Sin los extremos simultaneístas de T. S. Eliot —su heap of broken images (‘montón de imágenes rotas’)— ni los de la dicción «automática» en el sentido literal de los manifiestos bretonianos, la organización y la lógica interna de las partes del discurso no parecen regidas por una inteligencia unificadora; la voluntad del verbo a solas vence lo que de lúcido pueda haber en los hablantes para dejarnos a merced de un flujo venido de una realidad superior que no alcanzamos nunca a dominar. En muchos casos el flujo se transforma en marejada visionaria, paroxismo acuático como el que persiste en Cuira:
ARRODILLADA
El agua echa una ojeada a la muerte. De qué nos sirve mirar tanto hacia arriba; la claustrofobia está detrás del cielo. ¿Qué hago con estos pelícanos en las manos? ¿Por qué palidecen? Tengo los huesos llenos de peces. Ahora sé cómo viven las olas, por qué soy la hija mayor del padre. El olor a carbón para siempre, en este río que no tiene término (p. 55)
Si el papel no vehicular del lenguaje se ha puesto en evidencia, la importancia de lo que Culler discernía como «ritual» se confirma en esta poesía de modo explícito. De nuevo, ello se capta doblemente: el rito es un motivo en algunas oportunidades; en otras, pautas estilísticas que insinúan una performance.
Con respecto a lo primero, bastaría señalar las innumerables evocaciones de plegarias o de su gestualidad. El epígrafe de Ossott nos advertía de la relativa conciencia del asunto. Una sola sección de Magdalena en Ginebra (1994) es suficiente para probarlo:
Arrodillada digo unas plegarias
Misericordia
suspende mi voz
a la altura de los grillos
mientras escucho a Mozart
Piedad
escóndeme la sed entre la hierba
Compasión
mira cómo el odio
roza la juventud roza mis párpados
Castidad
«¿Qué mujer
no ha tenido amantes
en este siglo desdichado?»
Pecado
que tire la primera piedra
quien no despierte
añorando el abrazo de una piel
Resurrección
¿Serás feliz si te espero en harapos?
Voluntad divina
¿No he perdido los ojos? (pp. 31-32)
Y, aunque estoy tentado a seguir citando piezas donde los rituales adquieren incongruencia onírica —«Santos óleos», «Devocionario», «Oficios» y otros poemas de Mieles—, los versos que acabamos de leer nos ofrecen un buen atisbo de la retórica sagrada propia de la performance ritual. En ella, los paralelismos detienen la argumentación para abrirles la puerta a ritmos interiores a través de la creación de patrones verbales en los que el ardor iniciático se impone más allá del entendimiento. No escasean, en otros pasajes, las anáforas que retratan ascensos y éxtasis de un Eros cabal, exhibido en su plenitud sensorial y anímica:
Estoy segura de que
el amor
surgirá de la montaña más elevada
que sueño para albergarme
y abarcar
la totalidad del silencio
Amor de agua
amor de sol
amor de tierra
amor de bejucos florecientes
amor de hielo
amor subterráneo
amor mínimo
amor desmesurado (p. 35)
El principio repetitivo más personal de Verde Arocha, no obstante, consiste en hermanar textos en series, esbozando lecturas especulares, como acontece con las cinco «visitaciones» de Amentia, o las primeras y segundas «versiones» de numerosos poemas de Mieles, En el jardín de Kori y Canción gótica (2017), las cuales comparten el mismo título y aspectos tonales, pero poco más. Las conexiones, a pesar de tenues, son suficientes para definir un ritmo, y la primera versión de «Temperamentos», de En el jardín de Kori, subraya, precisamente, que «El ritmo nos cambia el temperamento» (p. 169). O sea, la expresión interviene en el entorno, lo recrea o lo reordena, tal como lo sugieren diversos antropólogos, psicólogos e historiadores culturales, en especial aquellos convocados por Lorna Clymer en las páginas de Ritual, Routine, and Regime que con frecuencia juzgan la repetición una estrategia para preservar la continuidad en nuestra cosmovisión u obtener la paridad en el heterogéneo cuerpo social (4).
En efecto, el carizmetafísico y religioso de la poesía de Verde Arocha, en la que res y verba comulgan, de ninguna manera independiza su obra de otros ámbitos en los que el arte también se mueve. Conviene aquí recordar el epígrafe que toma de Yolanda Pantin para vincularlo ahora a la indisputable transitividad del rito: este exige la participación de los signos porque sospechamos que, además de su función como portadores del significado, actúan en el «mundo», tienen poder de modificarlo, así se enuncien en un «cuarto» o se manifiesten en el espacio igualmente limitado del libro. Las dimensiones políticas del ritual en Verde Arocha dejan de ser sorprendentes por esa razón, naturalizando el registro cada vez más habitual en sus versos de un malestar nacional. En el jardín de Kori lo hacía patente con sarcasmos esporádicos: «Estamos en Venezuela por si acaso» (p. 209), pero en Canción gótica las dudas se disipan:
Tú estás del lado norte del río
En esta ciudad que nombran
desde hace años Caracas
un lugar que ha perdido hasta los huesos (p. 238).
Lo anterior nos obliga a considerar que, si bien los rituales existen para repetirse y están hechos de repeticiones, su propósito ha sido siempre inducir un cambio, puntualizar un deseo de transformación que rehaga o unifique lo desintegrado o escindido, ya se trate de los polos del espíritu y la materia, los de lo divino y lo humano, los de la memoria y la percepción. A veces se anhela lo que nos sustenta, lo que nos articula y lo que mantiene en pie estructuras visibles e invisibles: llamémoslo «huesos». En estos, por algo, se aloja nuestra médula, nuestro ser más profundo.
NOTAS
1 Cf. los capítulos 3, 4 y 5 de Jonathan Culler, Theory of the Lyric, Harvard University Press, 2015.
2 Carmen Verde Arocha, Magdalena en Ginebra, La concubina y otras voces de fuego. Poesía reunida, LP5 Editora, 2022.
3 «Silence, / afin qu’où nul n’a jamais passé, je passe, / silence! —Après toi, mon beau langage», en André Breton, «Introduction au discours sur le peu de réalité», Point du jour, Œuvres complètes, Éditions Gallimard, 1988, vol. II, p. 276.
4 Lorna Clymer, ed., Ritual, Routine, and Regime: Repetition in Early Modern British and European Cultures, University of Toronto Press, 2006.
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