Quien polemiza en el terreno de la política corre el riesgo de despertar por igual elogios y condenas.
Es el caso de Carlos Rangel (Caracas, 1928-1988), periodista, académico, profesor universitario y diplomático venezolano. Destacó mucho como figura de la televisión en un programa dirigido por Sofía Rangel y Reinaldo Herrera Uslar. Su defensa del liberalismo democrático fue tan vehemente que le acarreó la pugnacidad de la izquierda revolucionaria, sobre todo en los medios intelectuales y estudiantiles.
Escribió mucho y su obra cumbre, Del buen salvaje al buen revolucionario, fue quemada en la Ciudad Universitaria. Para que se tenga una idea de la sensación que iba a despertar el libro, sépase que su primera edición estuvo escrita en francés y circuló en Francia, bajo el padrinazgo del supremo polemista Jean-François Revel. Este cuenta en su libro Mémoires. Le voleur dans la maison vide (Memorias. El ladrón en la casa vacía; Librairie Plon, 2009) que en 1974, en Caracas, conversó mucho con Rangel, para él uno de los “más inteligentes y honestos pensadores políticos de América Latina de este fin de siglo”. Rangel le leyó algunas hojas de lo que iba ser, según su modesta opinión, un artículo sobre la actualidad del continente. Revel le manifestó su entusiasmo, y lo invitó a convertirlo en un libro exhaustivo sobre el tema. Más todavía, le prometió que a su retorno a París le enviaría un contrato con Robert Laffont y le haría traducir el manuscrito al francés por la hispanista Françoise Rosset, su secretaria en Julliard y traductora de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Revel incluso quiso extraer del libro Del buen salvaje… una ley, la ley Rangel, que decía: “Cada vez, en América Latina, que el pueblo, el verdadero pueblo, es libre de votar en elecciones no trucadas, escoge soluciones moderadas, de los partidos de centro izquierda o centro derecha. El legendario extremismo latinoamericano es un fenómeno elitista”.
El libro levantó ronchas por doquier. Lo importante es que el pensamiento de Rangel puso a pensar a muchos dirigentes, y el desarrollo de los acontecimientos en la URSS, en Europa y en estos países latinoamericanos, tendía a confirmar los supuestos de Rangel. Entre otros, yo empecé a escribir, luego de varios titubeos, sobre mis aprensiones en torno a lo que estaba pasando en el campo socialista. Fue cuando me encontré cara a cara con Rangel. Sucedió en el segundo piso de la Casa Amarilla, durante un coctel ofrecido por el canciller Simón Alberto Consalvi a su par del Japón, diciembre de 1987. Conversábamos en uno de esos efímeros grupos que se forman en embajadas, presentaciones de libros y vernissages y que al punto se disuelven para constituirse otros, de modo que en cosa de minutos se llega a hablar de muchas cosas con mucha gente, lo cual constituye el mejor encanto de tales brindis, y el tema dominante lo constituía la Perestroika con las numerosas revelaciones de procesos criminales de carácter arbitrario que hasta entonces habían sido guardados en el mayor secreto, y la meta que se habían trazado Gorbachov y su grupo. Le decía a Rangel que me impactó en mi visita al cementerio de Novodiévichi el monumento funerario de la esposa de Stalin. La lápida decía su nombre, año de nacimiento y de muerte, su carácter de militante del Partido Comunista (bolchevique), y el nombre de José Stalin. Como no se hablaba nada de ella y mucho de la esposa de Lenin, traté de averiguar acerca de su vida y cómo había muerto. Nadie respondía, escurrían el bulto o daban a entender que los asuntos personales de los dirigentes no eran objeto de comentario alguno. Empecé a averiguar en las fuentes a mi alcance y comencé a escribir un reportaje, apelando sobre todo a fuentes en el exterior, The New York Times, unas memorias del padre y una hermana de Nadezhda, prohibidas en la URSS, pero circulando en Miami y en Canadá, y unas confidencias de algún atrevido. Era que Nadezhda, ante la brutalidad de Stalin, se había suicidado. Se pegó un tiro en la sien.
Rangel me escuchó con interés creciente:
―Me interesa el tema― dijo, y me tomó del brazo―. Quiero leer lo que has escrito.
Convinimos en llevarle mis papeles al Museo, pero ya al cruzar la plaza Bolívar, se me había olvidado la cita, como suele suceder.
Pasaron los días y, en enero de 1988, asistí a un acto en el Museo de Arte Contemporáneo, convocado para recibir una visita del presidente del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Al verme, Carlos Rangel corrió a saludarme.
―No me trajiste tu escrito. ¿Por qué?
Improvisé una excusa cualquiera, pero al día siguiente entregué mis originales a su secretaria.
Creo que Rangel los leyó de un tirón, porque a los pocos días, casi a la medianoche, me llamó por teléfono.
―¡Qué interesante lo que has escrito sobre el suicidio de Nadezhda! Es la primera vez que encuentro el asunto tratado en forma literaria tan expresiva― dijo.
En efecto, yo había imaginado la terrible noche del 8 de diciembre de 1932 cuando en uno de los palacios del Kremlin, Nadia Stalina terminaba su larga cavilación. Ella había descartado cortarse las venas por ser una muerte lenta y cruel. No quería ahorcarse, como el poeta Esenin, por la imagen desagradable y fea que iba a dejar. Y el envenenamiento le parecía un despropósito. En cambio, el disparo en la cabeza era un acto pulcro y súbito y, a pesar de su apariencia truculenta, era el tránsito instantáneo, limpio e indoloro, hacia la oscuridad de la muerte.
Agradecí sus elogios y le pedí, con timidez, su ayuda para buscar un editor.
No habían pasado dos días más cuando, de nuevo, sonó el teléfono, casi a medianoche. Carlos volvía sobre el tema, repetía sus frases generosas sobre el escrito e insistía en la originalidad que él creía hallar en el capítulo titulado “Cuando tú vienes airada”, que había tomado de un verso del poeta famoso Jorge Manrique. Rangel me dijo que me iba a prestar un libro, El gran terror, de Robert Conquest, y agregó que la única gestión de publicación que podía hacer era ante la editorial Monte Ávila.
Y no había pasado una semana cuando, tarde en la noche, estaba en la Funeraria Vallés, frente a su cadáver. Al lado del féretro, Sofía nos confirmaba la impresión que tuvo Carlos Rangel de la lectura de mi novela.
―Pero no te envió el libro de Conquest porque ese libro es mío, y yo no presto libros ―dijo―. En cambio, entregaré tu escrito a Monte Ávila.
Atacado de manera virulenta por la izquierda, el pensamiento de Carlos Rangel no llegó a ocupar en esa época el espacio que se merecía en los medios universitarios y en las revistas de opinión. Más tarde, y ahora, con motivo del hundimiento del mundo socialista, sus planteamientos han cobrado nueva vida, no para aceptarlos todos en su totalidad, pero sí para valorarlos como una desprejuiciada, honesta, valiente y razonable reflexión sobre nuestro destino.
El suicidio de Carlos Rangel obedeció, lo más probable, a un estigma genético. Su padre, José Antonio Rangel Báez, se suicidó, y la preparación que él hizo para llevar a cabo su muerte va a favor de semejante criterio. Se dice que esa noche, la familia lo vio muy trastornado y temió lo peor. Sofía recomendó a Pedro, médico, hijo suyo, que estuviera cerca de él. Pero, Carlos, mediante una artimaña (“Pedro, prepárame un té”) logró burlar la vigilancia, se encerró en el baño y apretó el gatillo. Otro médico, Jaime Lusinchi, a la sazón Presidente de la República, fue uno de los primeros en examinar el cadáver.