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Carlos Marín Medina: El miedo es una idea política

Premiado en la Bienal Rafael María Baralt 2022-2023, circula Divino temor. Iglesia, miedo y guerra en Venezuela (1810-1814), publicado por la Academia Nacional de la Historia y la Fundación Bancaribe para la Ciencia y la Cultura (2024)
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Por NELSON RIVERA

Quiero pedirle un comentario general sobre el peso, sobre la presencia cotidiana de la Iglesia y la fe católica en los años previos al inicio de la guerra de Independencia. ¿La venezolana era una sociedad extendidamente católica? ¿La Iglesia vigilaba a la sociedad? 

Sin duda, la Iglesia era una institución de gran peso en la sociedad colonial. Fueron tres siglos de fidelidad a la Corona. También fue un proceso de construcción de un modo civilizatorio anclado en la doctrina católica. Hablo de normativas que constituyeron hábitos, creencias y conductas en torno a la experiencia vital de los vasallos. La religión vehiculaba la autoridad: era una presencia institucional que aceitaba el poder de los reyes y la vigilancia de Dios de todo lo visible e invisible. Esta moral religiosa era el aire donde todo se suspendía. O más claro aún: el aire por medio del cual se cohesionó un modo de existencia en comunidad. 

De esa moral devocional dependía la estructura jerárquica de la sociedad y el cosmos que ella representaba. Para que el individuo pudiera gozar de la gracia y los bálsamos que aportaba la doctrina católica, debía cumplir con sus mandamientos, pagar sus tributos, confesarse, etc. Era un sistema de creencias que te prometía gozar de una estabilidad y seguridad espiritual. Que lo veamos ahora como algo extraño, parece lógico. Pero para nuestros ancestros, era una experiencia que les aportaba un sitio seguro ante la mirada escrutadora de Dios y sus ministros.

Así como la Iglesia prometía aliviar el drama de la existencia, asimismo vigilaba. Desde los primeros tiempos de la evangelización en el territorio, los religiosos se afanaron en diseminar no sólo la lengua y los sacramentos, sino también la cartilla de los “buenos” y “malos” comportamientos. Rafael Strauss, en El Diablo en Venezuela, describe cómo fue este proceso prohibitivo que se fue construyendo en la Colonia. Fue una labor civilizatoria titánica meter en cintura a las “ovejas”. Este proceso de “mentalización católica”, como lo define Rafael Hernández Heres, estableció los pilares de la cultura colonial. Si revisamos la faena de los obispos, vemos el afán pedagógico —enseñar “el saludable temor”— y la fuerza controladora dentro y fuera del altar. Si tuvo efecto o no, eso es otra discusión. Lo que sí es cierto es que modeló una sensibilidad ante la culpa, el pecado y la promesa de la salvación eterna. 

¿Quién fue Narciso Coll y Prat? ¿Por qué ocupa un papel decisivo en su estudio?

El arzobispo Coll y Prat es quizás uno de los protagonistas más decisivos para entender el quiebre progresivo y azaroso del orden colonial a partir de 1810. Este prelado catalán fue el responsable de la Arquidiócesis de Caracas entre 1810 y 1816, que era la instancia más importante en términos eclesiásticos de la Provincia de Venezuela. También estaba, en el occidente del territorio, el obispo Santiago Hernández Milanés, quien regentaba la Diócesis de Mérida de Maracaibo.

Conforme me sumergí en la investigación, descubrí que la labor del prelado Coll y Prat no podía comprenderse sin analizar la mentalidad eclesiástica en el tiempo colonial. El miedo como perspectiva del pasado, en cierto sentido, obliga a sumergirse en las reacciones e interpretaciones del pasado para contextualizar cómo actúan, bajo qué patrones y de qué modo persiste una línea de creencias ante ciertas amenazas históricas. Por eso fue clave estudiar los testimonios de los obispos Mauro de Tovar, Diego de Baños y Sotomayor, Diego Diez Madroñero, Mariano Martí y Francisco Ibarra. En ellos descubrí una moral religiosa concreta, que fue el soporte político y cultural del Antiguo Régimen. Esta visión obispal es fundamental porque de ella se permeaba la Grey y se ejercía un control jerárquico.

Coll y Prat utiliza la tradición canónica existente para defender lo que se creía sagrado: Fernando VII y a la santa religión. Era un mecanismo legítimo. No olvidemos este otro detalle: la revolución también empezó a “infestar” a religiosos. Aquello era un escándalo. Muchos simpatizaban con las banderas de la república. Lo que ocasionó en el prelado un verdadero dolor de cabeza. Hizo falta aplicar la fuerza del castigo para estas ovejas negras, para que aprendan a no “…entrometerse en partidos sediciosos condenados por las leyes divinas y humanas”. La nave eclesial tambaleaba y reflejaba la crisis que atravesaba el colectivo. Esto es lo que se percibe al leer sus Memoriales sobre la independencia de Venezuela: la disputa entre el pensamiento tradicional y los nuevos aires ilustrados, que instauraron a partir de 1811 un proyecto republicano y liberal.

Su libro explora la cuestión fundamental del miedo como recurso esencial para la preservación del poder. Utiliza la categoría ‘miedo eclesial’. ¿Qué es, qué lo caracteriza?

El miedo es una idea política. La relación entre miedo y poder es tan antigua como las civilizaciones. Entre ambas se han construido nuestras sociedades. En Divino Temor conceptualizo el miedo eclesial basándome en dos elementos: uno, como un poder terrenal, porque regulaba la conducta moral de los fieles en torno al cumplimiento de los sacramentos, etc.; y dos, como un poder espiritual, porque fomentaba un discurso simbólico y ceremonial en torno al castigo divino o a la condenación eterna de los creyentes. 

El miedo eclesial es un miedo cultural porque esta institución creó y difundió desde el púlpito discursos didácticos o moralizantes para controlar a la feligresía y conservar su lugar en el mundo. Este miedo se traduce en una moral acendrada en la visión apostólica católica, en sus ceremonias y en su imaginario en Occidente. Hablamos de dos mil años de tradición. Se trata de creencias más o menos compartidas que comunican modos y hábitos de vida, así como condicionamientos mentales para experimentar la existencia desde la veneración, el respeto y la piedad. Bajo la fe, hombres y mujeres eran criaturas seguras, estables, protegidas, siempre y cuando siguieran con los preceptos teológicos de la Iglesia. 

Agrego este otro detalle: la Iglesia supo “domesticar” el miedo natural a la muerte. Por siglos, lo transformó en un recurso moral gracias a las nociones del pecado, la culpa y la salvación. Sobre este particular, Jean Delumeau y otros historiadores, filósofos, psicólogos y antropólogos contemporáneos han aportado estudios de vital importancia. Recordemos que el uso del “saludable temor” desde el púlpito –como quedó expresado en las Constituciones Sinodales de Caracas de 1687– era parte consustancial de la doctrina y se tenía la convicción de que era legítimo.

¿La Iglesia católica constituyó un factor relevante en el mantenimiento del orden monárquico de España? ¿Qué ocurrió cuando la guerra de Independencia puso en evidencia que el poder podía cambiar? ¿La Iglesia católica local se sintió amenazada por el movimiento independentista?

El sostenimiento del régimen monárquico dependía de la efectividad del control religioso. El estamento eclesiástico tenía, por mandato sagrado, que señalar, vigilar, regular y proyectar las amenazas que pudieran desestabilizar el sistema de valores. Esa era su misión apostólica. De la corona manaba la sabia eclesiástica: era una simbiosis simbólica y ceremonial de grandes proporciones de donde dependía la fidelidad de los vasallos al entramado jerárquico de la sociedad. Así estuviera el Rey del otro lado del Atlántico, gracias a estos fundamentos ideológicos que muy bien estudia Carole Leal Curiel, el orden tradicional movía las poleas del poder y ejercía su autoridad. 

La gestión del arzobispo Coll y Prat a partir de 1810 experimenta un “repliegue de Dios”, como lo define Luis Castro Leiva. Es decir, un proceso político y cultural donde las élites criollas van minando, progresivamente y con muchos matices, el sitial sagrado que hasta entonces habían gozado los ministros eclesiásticos en Venezuela. Dios, y por tanto, el Rey, empiezan a recibir las primeras críticas. La revolución era la representación de lo maligno y lo prohibido: la cumbre de una “enfermedad” de una época que prometía el caos y la demolición del edificio social que con tanto sacrificio y amor se había construido. Esa era, en resumen, la cadena explicativa eclesial que sugiere la lectura de los documentos y testimonios históricos.

Sin embargo, ya las alarmas estaban indicando el peligro: el mal francés o ilustrado estaba metiéndose, sigilosamente, por las costas del territorio en las últimas décadas del siglo XVIII y propiciando que se le vieran las costuras al Antiguo Régimen. En el ambiente estaba la revolución francesa y estadounidense; y peor aún, la revolución haitiana. En 1797 la alarma ya está con más fuerza en casa: se devela el movimiento insurreccional de Gual y España. Todo eso va alimentando la mentalidad de alerta en el estamento religioso. Y al abrirse la coyuntura juntista a partir de 1810, el peligro era ya una realidad. 

Una vez comenzada la guerra, ¿cuál fue la conducta de la Iglesia? ¿Cómo actuó en una realidad en la que dos bandos se enfrentaban a muerte? ¿No eran, acaso, dos bandos que compartían una fe? ¿Durante la guerra se persiguió a los sacerdotes? ¿Hubo los que participaron en batallas? 

No la tuvo fácil el arzobispo Coll y Prat. Si bien éste legitimará a la Junta Suprema de Caracas a partir de julio de 1810, en los meses siguientes se va rompiendo ese “modus vivendi” con el nuevo orden instaurado en Caracas. Recordemos que los criollos instalaron una Junta para la Defensa de los Derechos de Fernando VII. Con todo, y siguiendo el testimonio del prelado, aquello no fue sino una estrategia en un doble sentido: uno, para instalar un autogobierno revolucionario de naturaleza “impía”; y dos, para atacar “criminalmente” la potestad sagrada de la institución. Su lógica mental: sin la Iglesia, podía trastornarse el edificio social y perderse la tranquilidad pública. El resultado sería el caos, la impiedad, el libertinaje y la muerte.

Estoy de acuerdo contigo: ambos polos enfrentados conservaban una fe. Sin embargo, estaban separados en temas estructurales como la tolerancia de cultos y las inmunidades de los religiosos. Con la firma de la independencia absoluta de Venezuela con respecto a la Metrópoli, quedaba en un suspenso la legitimidad del Patronato eclesiástico firmado en el siglo XVI. Para enfrentar ese vacío, algunos ilustrados apostaban a la creación de una “catolicidad republicana” –como lo explica Francisco Virtuoso y Guillermo Aveledo Coll– donde la Iglesia debía ser permeada por las virtudes liberales y construir un concordato clave para la paz social. 

Para los repúblicos, el tema religioso sacaba a flote una estela de contradicciones. Francisco de Miranda creía –así como Montesquieu, Rousseau y otros ilustrados– que no podía construirse una república sin la religión como fuerza de cohesión social; Juan German Roscio, una de las mentes brillantes del período, estaba convencido de la importancia de la fe cristiana, pero no de su vinculación con el despotismo monárquico. Como vemos, abundan en el relato los grises, más que los blancos y negros. Pero dentro de esos matices, el ritmo de los acontecimientos políticos no perdía tiempo. El Supremo Congreso aprobó la eliminación de los fueros eclesiásticos en diciembre de 1811; y eliminó el tribunal del Santo Oficio en febrero de 1812 en todo el territorio.

El arzobispo Coll y Prat tenía conciencia de este panorama caótico que se avecinaba a la “religiosísima Provincia de Venezuela”. En cuestión de meses, preceptos canónicos que tenían miles de años de tradición fueron violentados. Todo eso fue levantando la mentalidad de asedio del estamento religioso. Cuando la tierra tembló el 26 de marzo de 1812 dejando cientos de muertos y heridos a lo largo y ancho del país, el sacerdocio vio la oportunidad legítima de propugnar el regreso de la monarquía. Suponía una defensa santa, tal como estaba integrada en las Constituciones Sinodales de 1687 y en el imaginario milenario del dogma. 

En nuestra investigación se anexan historias de sacerdotes, curas y misioneros que tomaron parte de esta defensa a ultranza de lo que creían era sagrado. Y lo hicieron utilizando los recursos pedagógicos intrínsecos que venían desde la Colonia: el “santo temor de Dios”, los actos ceremoniales, el confesionario, las penitencias y rogativas públicas. De igual forma los religiosos fueron espías, llevaron armas, movilizaron tropas y hasta dispararon armas para defender al Rey y su Iglesia. El miedo le dio sentido a la militancia eclesial: la unificó en medio de una guerra social sin precedentes y tomó medidas de defensa de sus potestades.

Cita usted párrafos escritos por Coll y Prat: son sobrecogedores. Hablan de una guerra de violencia extrema, inclemente. ¿Exageraba o, en efecto, se produjeron acciones de exterminio?

En efecto, Coll y Prat fue testigo de un drama colectivo. Hay pasajes de sus Memoriales que son una ventana para comprender la crispación emocional de aquellos años. Luego del terremoto de marzo de 1812, el descalabro era general. Los archivos describen la miseria, la desesperación y el hambre. Esto me hace recordar una frase que anotó Rufino Blanco Fombona en uno de sus trabajos sobre la guerra a muerte: “Todo turba y perjudica a la nación general y a cada individuo en particular”. Eso es parte del miedo a ras de suelo que también se ilustra en Divino Temor: la comprensión del componente afectivo en nuestros ancestros ante la cercanía de la muerte, la violencia y la orfandad existencial. 

Fuese con Miranda, Monteverde, Bolívar o Boves, el arzobispo le tocó ser el líder espiritual. También fue un mediador político. De él dependía la cohesión de la Grey. Su misión apostólica era la de salvar, pacificar y conservar la vida de “…aquel desgraciado pueblo”, que “no tuvo otro amparo que el natural de su Pastor”. Recordemos que la bandera de la igualdad y la libertad habían sido enarboladas. Esas ofertas encendieron a las esclavitudes. De pronto, la violencia liberaba los más bajos instintos entre las castas. Esa es otra historia que vale la pena contar. 

Sangre hubo en Barlovento, Caucagua, Guarenas, Guatire en 1812. En sus Memoriales vemos cómo Coll y Prat ordena a sus curas a meterse en aquellas poblaciones para frenar la venganza contra los blancos. Los resortes del control jerárquico se rompieron; pero el vínculo de la religión podía remediarlos. Al menos eso era lo que él y su nave eclesial creía. “Entonces era necesario más que nunca afianzar la opinión pública a favor del Gobierno, mantener la tranquilidad interior y promover la laboriosidad no sólo para que la ocupación de los campos y talleres distrajese los ánimos agitados y acabase de calmar la oscilación política”, escribe. 

El resentimiento entre castas refleja también el trastorno de la economía agrícola y del estado de derecho. “Todo ha sido anonadado”, escribía Bolívar en 1814. Persecuciones. Saqueos. Arbitrariedades. Ejecuciones. El arzobispo se preguntaba: “¿Y cómo era posible permanecer tranquilo en medio de unos pueblos que se destrozaban a sí mismos?… Nada estaba en seguridad”. 

Dedica usted una parte de su libro al terremoto ocurrido en Caracas, en marzo de 1812. ¿Se puede afirmar que la Iglesia lo usó para sus fines? 

En efecto, la Iglesia instrumentalizó el terremoto para aleccionar. Sin embargo, no se trata de criminalizar su conducta institucional. Hay matices críticos que hay que valorar. Si algo ha hecho buena parte de la historiografía que echó las bases del proyecto nacional a partir de mediados del siglo XIX, ha sido la de señalar al clero como un sector unánimemente reaccionario. Han quedado como los “malos” de la película. Creo que no va por allí el asunto. 

En nuestra investigación se refleja que el estamento religioso actuó en 1812 como lo hizo a lo largo del periodo colonial frente a las inundaciones, sequías y sismos. Cuando el momento de peligro aparecía, también el catecismo, los mandamientos y los sacramentos. Era un nervio institucional que tenía siglos en Occidente. Así funcionaba la lógica eclesial: en su aparato mental, Dios y la Naturaleza estaba para brindarnos lecciones y hacernos tomar conciencia. Nuestra forma de pensar, sentir y experimentar el mundo no era la que tenían nuestros ancestros. Caeríamos en un error garrafal afirmar lo contrario. 

Roscio anotaría meses después de caída la Primera República: “El confesionario fue la terrible batería que, inaccesible por su secreto, dio a estos vampiros un enorme triunfo en favor de nuestros enemigos”. A contrapelo, se perfila el enorme peso del pensamiento tradicional en las mayorías. ¿Existía, en marzo de 1812, una forma de interpretar el terremoto de otra forma? Eso es otro asunto.

Por último: Miedo. Una historia alternativa del mundo (2023), el reciente y elogiado libro de Robert Pekham —médico e historiador estudioso de las epidemias— acaba de ser publicado en español. Sostiene que vivimos una época de concentración de miedos. ¿Es así también en Venezuela? ¿Atravesamos años donde el miedo es intenso y constante?

Sí, el miedo es un tema contemporáneo. Cambia de rostro, se mimetiza cada vez más y se hace más difuso. Si vivimos en una época de concentración de miedos o no, es un punto válido hasta cierto punto. Lucien Febvre definía la Europa del siglo XVI mediante esta frase:“miedo siempre, miedo en todas partes”. Estamos hablando de Occidente: el poblamiento de América, las reformas religiosas, las creaciones de los Estados Modernos, la invención de la imprenta, los adelantos renacentistas, etc. Febvre no dudaba definir la vida del Renacimiento desde la potencia omnipresente del miedo. A George Dubby le gustaba examinar los miedos del año 1000 para entender las amenazas de este nuevo milenio.

Sí estoy de acuerdo en algo crucial: vivimos en una época donde la velocidad, el consumo, el goce, la hiperconectividad, todo eso hace del temor algo más palpable: el peligro puede aparecer en cualquier momento, sin que medie aviso. Estamos distraídos en un individualismo de nuevo cuño. Se está normalizando vivir con miedo en el mundo globalizado, aún más después del Covid 19. Parece no haber certezas. Parece que el mundo de nuestros abuelos, sus expectativas, sus sueños, ya no son para nosotros. De allí que Milán Kundera escribiera: “En la niebla se es libre, pero es la libertad de alguien que está entre tinieblas”.

En el caso venezolano, creo que hay amenazas históricas que siguen intactas en nuestro inconsciente colectivo. Son como viejos acompañantes que nunca dejan de acecharnos. En nuestra mentalidad colectiva, cada vez que se aproxima un cambio trascendental que requiere el consenso de todos, viejos relatos de viejas amenazas salen a alborotar las pasiones que creíamos ya superadas. En el tema del miedo social, nada está perdido para la comprensión de nuestro presente. Hoy más que nunca, el miedo es y debe ser recurso para estudiarnos a nosotros mismos. Debemos mirarnos en el espejo para llenarnos de valor. La historia del miedo también puede ser la de nuestra valentía. 


*Divino temor. Iglesia, miedo y guerra en Venezuela (1810-1814). Carlos Marín Medina. Academia Nacional de la Historia y la Fundación Bancaribe para la Ciencia y la Cultura. Caracas, 2024. 

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