Papel Literario

Carlos Cruz-Diez: su poética del color y el muralismo venezolano

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Por ALBERTO FERNÁNDEZ R.

I. El muralismo venezolano como contexto

Carlos Cruz-Diez (1923-2019) es una de ‘las tres gracias’ de la abstracción en Venezuela. El cuerpo de trabajo que desarrolló sistemáticamente por más de siete décadas cumple una función sumamente significativa en la historia de la tradición no figurativa venezolana, una de las más fecundas de América Latina. Tradición que privilegió la vertiente geométrica sobre la lírica, y cuya deconstrucción es uno de los principales sustratos —algo así como una ruina moderna— sobre los que se ha construido el arte contemporáneo del país. Junto a sus compañeros de generación Alejandro Otero y Jesús Soto, Cruz-Diez conformó el triunvirato que protagonizó los procesos de génesis, consolidación y apogeo de la abstracción geométrica, desplegados entre finales de los años cuarenta y bien entrados los años ochenta del siglo pasado. Concretamente, el quehacer de este artista se revela capital en esa etapa de apogeo o consagración, que bien podría interpretarse como la hegemonía de las formas abstracto-geométricas sobre las demás imágenes de la modernidad.

El apogeo de la abstracción geométrica venezolana se explica por la asimilación de estas formas por el cinetismo —cuyo arquetipo es la obra de Soto, el artista cinético venezolano por antonomasia— y, sobre todo, por su proyección como una suerte de muralismo que cubrió los edificios públicos y privados más importantes, esos que son sede del poder político y económico de la nación. Este muralismo abstracto tiene sus primeras formulaciones en las obras creadas para el proyecto de integración de las artes de Carlos Raúl Villanueva en la Ciudad Universitaria de Caracas —cuyo protagonista indiscutible fue Otero, y en el que no participó Cruz-Diez— durante los años cincuenta. Un muralismo que tomó proporciones monumentales, desbordó los límites geográficos del campus universitario y finalmente se transformó en una imagen popular entre el gran público, gracias al impulso definitivo dado por los gobiernos democráticos a partir de los sesenta. La transformación de la abstracción geométrica en una imagen popular, que no es otra cosa que su instalación en la vida cotidiana venezolana, comenzó con la ubicación estratégica de dicho muralismo en esas infraestructuras que permitieron el acelerado pero inconcluso proceso de industrialización y que, en su momento, constituyeron verdaderas señales (de concreto) a través de las cuales se accedía a la modernidad. Es necesario insistir en que el muralismo venezolano fue ante todo una poderosa alianza entre arte y política, y que en sus múltiples causas resulta definitivo que las élites hayan escogido la geometría como imagen (el significante) para comunicar su ideología (el significado) en el campo simbólico. Marta Traba conceptualizó lúcidamente este fenómeno como el de un “arte oficial”, solo comparable con el muralismo mexicano liderado por otro triunvirato, el de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco (1). Traba utilizó un tono negativo en su interpretación, seguramente porque esa injerencia de la política contradecía su concepción del arte como el producto de una actividad autónoma y por el tufo esnobista que percibía en casi la totalidad de las manifestaciones de la alta cultura venezolana. Es ese tono —mas no el concepto— lo que habría que revaluar, pues a medida que pasa el tiempo y cada vez con más claridad, el muralismo venezolano se presenta como la mayor empresa artístico-política emprendida por este grupo humano. Una empresa que, como es apenas entendible, tiene sus luces —algunas muy brillantes— y no solo sombras.

Cruz-Diez adaptó su tratado sobre el color (su texto) a este contexto tan específico. Con sus variadas intervenciones en el espacio público, fue uno de los principales artífices de esa instalación de la geometría en la vida cotidiana. Basta recordar la decoración de los autobuses de transporte público y el diseño de los pasos peatonales que realizó en Caracas en los años setenta, y su célebre Ambientación de Color Aditivo para el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar (1974) en Maiquetía, un signo netamente moderno que ha sido resignificado entorno al duelo de la migración. Además, Cruz-Diez es el autor de la obra culmen del muralismo venezolano: su Ambientación Cromática para las Salas de Máquinas de la Central Hidroeléctrica Raúl Leoni. Realizada entre 1977 y 1986, esta intervención monumental resume con eficacia en la enunciación y gran belleza las principales características de dicho proyecto.

La central hidroeléctrica de Guri, en el estado Bolívar, transforma las caudalosas aguas del río Caroní en energía. Se trata de la infraestructura clave que permitió la electrificación del país, lo que a su vez fue definitivo para el paso de una sociedad eminentemente rural a una moderna. Se inauguró en su máxima capacidad en 1986, después de 30 años de trabajo entre sus estudios previos y su edificación, abarcando dos años de dictadura militar y seis gobiernos democráticos. Inicialmente nombrada en honor al presidente bolivarense Raúl Leoni (1964-1969), fue rebautizada por Hugo Chávez en 2006 como Central Hidroeléctrica Simón Bolívar —el único venezolano insigne para el régimen— en su intento por desconocer y borrar de la memoria colectiva los logros incuestionables de la democracia. Este complejo industrial es también la más clara materialización del mito fundacional de la modernidad venezolana: la utópica creencia de que el país podría alcanzar el pleno desarrollo e integrase al excluyente primer mundo si el hombre —no el ser humano— conseguía domar la naturaleza imponderable de esta ‘tierra de gracia’. Mito que tiene en la geometría asimilada por el cinetismo su principal metáfora en el campo cultural. Al ser activadas por el espectador, las obras cinéticas de Soto, Cruz-Diez y Otero se comportan como artefactos visuales que producen movimiento (por lo general pero no únicamente óptico). Aquí es apremiante insistir en que todo movimiento es, en esencia, un despliegue de energía. Esto queda ejemplificado de manera paradigmática en la Ambientación Cromática que cubre las paredes interiores y las turbinas de las dos salas de máquinas de la hidroeléctrica que aún mantiene encendida a Venezuela.

II. Texto: un tratado sobre el color

Se ha planteado que para no ser un mero trabajo manual, el arte debe encarnar un texto —en tanto poética o discurso— entre otros aspectos. Incluso si se trata del abstracto, en el que objetivamente no se puede leer nada pues remite a su sola materialidad, este debe tener un significado, tiene que comunicar un mensaje que puede ser más o menos literal. Esta idea podría sintetizarse en que, entre sus múltiples acepciones, el arte es conocimiento expresado. En el caso de Carlos Cruz-Diez, su texto es uno de los más sofisticados tratados sobre el fenómeno cromático y su percepción, tanto por la reflexión en sí como por los resultados formales en los que se tradujo. Este artista se propuso hacer visible “el color autónomo”, un concepto que delata el raigambre modernista de su orientación teórica, junto a otros como universalidad, pureza y originalidad que también están presentes en su pensamiento (2). Específicamente, Cruz-Diez se propuso liberar al color de la prisión de la forma, hacer que se manifestara como un acontecimiento válido en sí mismo ante el espectador, y por poco lo consigue a través de sus series más logradas.

Una vez definido el mensaje, Cruz-Diez trabajó en la estructuración del código más idóneo que le permitiera transmitirlo a su audiencia. Para ello se valió de ciencias como la física, la química y la filosofía, además de sus conocimientos en historia del arte, diseño gráfico y fotografía. De este cúmulo de saberes, filtrado por su intelecto y su creatividad, nacen series emblemáticas como sus Fisicromías, una tipología de obra que remite al concepto de máquina o artefacto visual. Una vez activada por la acción conjunta de la mirada y el desplazamiento del espectador, de la superficie del plano pictórico se desprende una bruma (virtual) coloreada, que por brevísimos segundos se proyecta en el espacio. De esa misma heterogeneidad de fuentes también nacen sus Cromosaturaciones, quizás la serie donde mejor enuncia su texto. Cruz-Diez bien las define como “un hábitat artificial compuesto por tres cámaras de color, una roja, una verde y otra azul, que sumergen al visitante en una situación monocroma absoluta” (3). Lo especial de estos ambientes lumínicos es que permiten al público vivir el color como una situación que involucra ya no solo la retina del ojo sino toda su corporalidad, como un acontecimiento que condicionan su percepción de sí mismo y su conocimiento del entorno que le rodea. Las Cromosaturaciones hacen parte de un significativo grupo de obras entre las que figuran los Penetrables de Soto y la gran Reticularea (1969) de Gego, que están unidas no solo por la cronología (las tres fueron concretadas durante la segunda mitad de los años sesenta), sino por encarnar modelos diferentes de espacialidad que dialogan entre sí.

Aquí conviene detenerse en la centralidad del espectador —convertido ya en habitante— en el modelo artístico de Cruz-Diez, que se revela como una de las principales justificaciones de la vigencia de su legado pese a estar arraigado en férreos fundamentos modernos. Para este artista fue de suma importancia llegar a una comunicación efectiva con el receptor de la obra de arte, lo que implicó el continuo perfeccionamiento de ese código que inventó en el taller (sus diferentes series) para así transmitirle con la mayor eficacia su mensaje, introduciendo nuevos materiales y ayudándose de las nuevas tecnologías. De ahí que se acerque notablemente a la consecución de ese color autónomo en las Fisicromías y Cromosaturaciones, sobre todo en aquellas para cuya elaboración empleó la computación, que este artista integró a su práctica en los años ochenta. No es de sorprender, entonces, que dicha dimensión comunicativa subyazca en su concepción primaria del arte: “Además de conocimiento, descubrimiento e invención, es ‘comunicación’, tal vez el más bello, eficaz y noble mecanismo de comunicación que el hombre haya podido inventar” (4). De ahí la relativa facilidad para acercarse a sus piezas, para decodificar el complejo texto que sus obras revisten, que siempre es agradecida por el gran público.

La cruzada de Cruz-Diez para independizar al color de la forma tiene una última arista, ciertamente definitiva, que es la que termina de explicar la vigencia de su obra y la inusitada fortuna crítica que ha tenido a nivel internacional en las últimas dos décadas. En el trayecto de su búsqueda para que el color se manifestase como un hecho autónomo, en cierto punto se percató que “la percepción del fenómeno cromático es inestable, que evoluciona constantemente, que depende de múltiples circunstancias” (5). Es aquí cuando el pensamiento de Cruz-Diez entra en una profunda —aunque no por ello menos fértil— contradicción teórica. Porque indirectamente está aludiendo a la imposibilidad del mito moderno de la autonomía, porque involuntariamente está desbordando su propio marco conceptual, cuando en su texto concluye con una lucidez meridiana que el color es un acontecimiento supeditado tanto al paso del tiempo como a su despliegue en el espacio. Al estar cercana al pensamiento postmoderno, dicha conclusión es la que mantiene actual su discurso. Cruz-Diez no logró finalmente vencer a la forma, pero aun así, perdiendo dicha batalla, paradójicamente ganó un lugar en la contemporaneidad.


Referencias

1 Marta Traba, Mirar en Caracas, Monte Ávila Editores, Caracas, 1974, p. 123.

2 Carlos Cruz-Diez, Cruz-Diez. Reflexión sobre el color, Fundación Juan March, Madrid, 2009, p. 56.

3 Ibídem., p. 134.

4 Ibídem., p. 10.

5 Ibídem., p. 37.