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Carlos Cruz-Diez

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Por VÍCTOR GUÉDEZ

Carlos Cruz-Diez fue fundamentalmente un investigador del acontecimiento estético y de la vivencia personal resultantes de las conjugaciones de los elementos plásticos que conforman sus planteamientos. Por eso, su interés no fue “el color” de manera aislada, sino el color en cuanto factor de activación perceptiva y sensorial. No fue “la forma” tampoco lo que reclamó su máxima expectativa, sino sus tensiones de concreción y desmaterialización en el orden de un acontecimiento secuencial. No fue “el movimiento” lo fundamental, sino los desafíos y sorpresas que sus energías contienen. No fue “el espacio” singularizado lo que ocupó su preocupación, sino lo que está más allá de él, lo que le trasciende, es decir, el espacio más allá del espacio. No fue “el tiempo” su núcleo supremo, sino el tiempo fuera del tiempo, aquel que está solapado e intervenido por la demanda ansiosa y curiosa del espectador.

Esos alcances redimensionados hicieron que el artista promoviera la conjugación de tres factores concurrentes: el factor objetivo asociado a las resoluciones propiamente dichas; el factor subjetivo vinculado a las percepciones promovidas y potenciadas; y el factor interactivo que incentiva una conducta de los espectadores para dar el salto de la participación apreciativa a la interacción protagónica del acontecimiento estético. Él no deseaba una relación entre sujeto y objeto, sino una interacción que alcanzara las supremas condiciones de una indeterminación, en la cual el efecto y la velocidad, el color y la sensación, la visión y la percepción, la interrogación y la intuición, la curiosidad y la ansiedad, la intervención y la reflexión se confundieran en la naturaleza de un compendio que no admitiera desagregaciones.

En el caso de Carlos Cruz-Diez, el arte era conjuntivo más que disyuntivo. Por eso, en sus resoluciones no opera una dicotomía entre lo intelectual y lo emocional, sino una sinergia de vivencias generadas alrededor de una percepción permanentemente alterada y continuamente provocada. En medio de esta alteración y de esta provocación actúa una fuerza invisible que se enraiza con la intuición de una conmoción que sólo puede ser expuesta por cada observador en particular.

Sus ejecuciones no requieren explicaciones ni admiten comprensiones como lo exigen los lenguajes fríos y racionales. Tampoco incentivan emociones ni reclaman expresiones como lo pautan los lenguajes calientes. En lugar de conocimiento y emoción, sus propuestas convocan «acercamientos curiosos», «interacciones experienciales», «comunicaciones vivenciales» y «expansiones envolventes». Tales opciones se revitalizan a partir de una extraña y ambivalente manifestación de las nociones de lo «infinito» y lo «finito». En efecto, en sus obras, estas dimensiones no son contrarias ni contradictorias, más bien se funden en un mismo espacio y actúan en función de una congregación holística.

En su caso, es perfectamente aplicable el aforismo de Heinz Heimsoeth: «Lo infinito es el devenir de lo finito, y a la inversa, lo finito es el devenir de lo infinito». En efecto, por eso sus realizaciones convocan, a menudo, una apercepción más que una percepción, es decir, invitan a percibir la percepción, a pensar sobre lo que se percibe y sobre la percepción que percibe lo que se percibe. En estos marcos, los espacios limitados se convierten en ilimitados y los tiempos calculados se relativizan para potenciar una secuencia que entrecruza la sensación con la ilusión y la experiencia con la vivencia.

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