Por KAREN LENTINI GÓMEZ
Carlos Cortés (Costa Rica, 1962) construye un mundo literario que nace de las heridas sentidas antes de ni siquiera tener lenguaje y conciencia. Un autor diestro en combatir la ausencia con las palabras, y maestro en dejar al lector dubitativo.
Su narrativa viene de sus sentimientos más legítimos, una mezcla del impulso de escritor y su visión de periodista, combinados sabiamente en los diferentes géneros.
Carlos Cortés trasmite la urgente preocupación por comprenderse, y por desentrañar la urdimbre de conflictos políticos-sociales del pasado, donde se funda el presente que ineludiblemente nos moldea como seres humanos y ciudadanos.
Ha publicado más de 25 libros en Centroamérica, México, Estados Unidos, y Francia. Premio Centroamericano Monteforte Toledo, Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán, Premio Áncora. Miembro de la Academia de la Lengua costarricense y Caballero de las Artes y las Letras, en Francia.
Entre sus obras destacan los cuentos La última aventura de Batman (2010), Los huérfanos del absoluto (2017) y las novelas Cruz de olvido (1999), Larga noche hacia mi madre (libro del año en Iberoamérica 2013), Mojiganga (2015), El año de la ira (2019).
—¿Dónde se encuentra esa línea imaginaria que establece que a pesar de que una obra contenga hechos históricos se trata de ficción?
—Más que una línea de separación yo hablaría de líneas de contacto que se cruzan y se intersecan en un espacio liminal. Desde hace décadas se ha ido repensando lo que antes entendíamos como historia y otras formas narrativas, anteriormente consideradas como “reales”, ahora son vistas como construcciones discursivas. La historia no es otra cosa que una versión de la historia y el poder de la literatura, con respecto a lo que decimos del pasado, es enfrentar esas versiones en pugna. Lo interesante no es que un texto literario establezca una separación tajante entre ambos planos de la realidad, y diga “esto fue verdad” o “esto es imaginación”, sino permitirle al lector desarticular la versión oficial —consensuada— de la historia y que se interrogue sobre esos espacios de indeterminación que el texto dejó abiertos.
—«Nunca he podido establecer distingos muy válidos entre la condición del cronista y la del novelista. Al comienzo de la novela, tal como hoy la entendemos, se encuentra la crónica», Alejo Carpentier. ¿Diría usted que esto es cierto?
—Sí, por supuesto. Hasta el Renacimiento la historia era parte de la retórica y muchas obras, que ahora consideramos literarias, fueron escritas como historia o crónica. Es el caso de los historiadores o cronistas de Indias, que Carpentier considera el inicio de la narrativa latinoamericana. Algunas de estas crónicas, que mezclan relatos de viajes y observaciones antropológicas, también pueden ser leídas como literatura fantástica. No hay ningún momento importante de la tradición literaria latinoamericana en que la crónica no haya estado íntimamente relacionada con la ficción, si no pensemos en el mismo Carpentier, en García Márquez, Elena Poniatowska y Tomás Eloy Martínez, por mencionar unos pocos nombres indiscutibles, para no hablar de la crónica modernista, que es el principal antecedente de la crónica actual, o de la literatura contemporánea, que no podría entenderse sin la presencia de la no ficción.
—¿Es más ameno comprender la historia si lo hacemos desde la ficción?
—Esta pregunta es muy interesante. No tengo nada en contra de la literatura de entretenimiento, pero la concibo más como forma de conocimiento, un conocimiento único, específico, de la condición humana. Hay funciones que solo la ficción puede acometer y la más importante es ofrecerle una experiencia inmersiva total al lector. Esto no lo puede realizar el discurso histórico convencional. Esta característica es lo que explica que cualquier historia, o los hechos históricos, que vienen de la antigua oposición entre espacio público y espacio privado, se registren en la imaginación del lector con una fuerza sensorial mucho más vívida. A pesar de la cultura visual, hay pocos artefactos que desencadenen el proceso imaginario con tanto poder como la ficción. Es una poderosa droga alucinógena.
—¿Qué motiva esa aclaratoria de los personajes de El año de la ira y esa relación exhaustiva de fechas y horas?
—Desde un punto de vista de la estructura literaria son recursos de verosimilitud. Están ahí para que el lector piense que lo que va a leer a continuación ocurrió en realidad, aunque no lo sabe. Si se quiere, es jugar con sus expectativas. A la vez, es un poco darle las reglas del juego literario, diciéndole estos son los personajes, los lugares y los hechos. ¿Y el resto ocurrió en verdad? ¿Es imaginario? Lo importante es que la mayoría de los lectores no sabe con qué va a toparse.
Por otro lado, después de 35 años de periodismo, quise darme el placer de no escribir nada que no hubiera cotejado previamente por medio de varias fuentes, como si estuviera escribiendo un reportaje. Tuve esa especie de obsesión, liberadora en el caso de la ficción —precisamente porque en el periodismo los hechos son una camisa de fuerza—, de precisarlo todo hasta el detalle. Quería saber si era capaz de escribir un relato histórico —no una novela histórica, que es otra cosa— sobre hechos sucedidos un siglo antes, que fuera verosímil para mí mismo y para los lectores.
—Sobre su novela Cruz de olvido, por la que se hizo merecedor del Premio Nacional de Literatura Aquileo J. Echeverría en Novela, afirmó en una entrevista que «es un intento de demolición de la identidad costarricense». ¿Qué había detrás de esta intención?
—Todo escritor se nutre de contradicciones. Si no existen, si no se ponen de manifiesto o no se quieren ver, no hay literatura. Las crisis producen literatura, no necesariamente buena, pero sí una mucho más interesante. El gran desafío para un escritor costarricense ha sido escribir desde la “Suiza centroamericana” o desde “el país más feliz del mundo”, como a veces somos vistos. ¿De qué se puede escribir si, aparentemente, una sociedad no tiene problemas o rechaza verlos? La nacionalidad costarricense cayó en una crisis de identidad a partir de la debacle económica de 1980, agudizada por la guerra civil centroamericana y la década perdida en Latinoamérica. Desde entonces, nunca volvió a reconciliarse con su identidad y, como casi todos los países, anda en busca de una identidad perdida que a la vez le permita incorporarse a la globalización. Cuando yo hablo de un “ensayo de demolición” hablo de profundizar narrativamente en la herida que dejó la transición de una sociedad igualitaria, de movilidad social y de tendencia desarrollista, a la que tenemos ahora, marcada por la desigualdad, el malestar con la democracia y la polarización política. Cruz de olvido pretendía ser una indagatoria sobre los agujeros negros de la política costarricense, a finales del siglo XX.
—Entonces, ¿podríamos afirmar que parte de su obra se trata de una desconstrucción de lo que se asume como verdad?
—Exactamente. Ya sea que hable del fin del contrato social, de la decadencia urbana, de la locura, de la relación entre madre e hijo, de los rituales masculinos de destrucción, de un escritor inglés fascinado por un general caribeño o de una dictadura de opereta, que parece salida de una novela de Carpentier, en un país que se precia de una democracia finisecular, estoy hablando del reverso, de cuestionar literariamente lo que asumimos como una verdad social, en una desmitificación de los relatos nacionales, ya sean públicos o privados.
—¿Sus relatos se originan de una situación y sus novelas se originan de personajes?
—Sí es verdad que mis relatos, al menos los que se inscriben en una tradición realista, parten de una situación base, de una observación o de una experiencia, que trato de enriquecer poco a poco. Son como una especie de epifanía o de iluminación que, debo confesar, me sucede en pocas ocasiones, y quizá por ello soy un cuentista ocasional. Mis novelas, por el contrario, responden a obsesiones largamente acariciadas. A veces surgen de personajes, es cierto, pero sobre todo de imágenes que a lo largo de los años adquieren una significación secreta que intento desentrañar en el proceso de escritura. En El año de la ira, por ejemplo, fue el misterio en torno al asesinato del general Joaquín Tinoco, base del régimen dictatorial de su hermano Federico en 1919. En Cruz de olvido fue la matanza en un monumento en forma de cruz que domina la ciudad desde un cerro. Esa imagen, la de la cruz, me había perseguido mucho tiempo antes de sentarme a escribir.
—¿Qué tiene más dificultad: describir las emociones o los temas políticos y sociales?
—Esa es una pregunta muy buena. Como escritor, a mí me interesa la novela política en la tradición de Stendhal o de Sciascia, pero a la vez entiendo que esa novela no existe con independencia de las pasiones y emociones que suscite. Borges decía que nunca había visto un latinoamericano caminando por la calle, que había visto a seres humanos concretos, de diferentes nacionalidades. De la misma manera, no existen los temas políticos o sociales caminando por la calle sino personajes. Así que mi respuesta es mixta, me interesan las emociones políticas, las emociones que suscita la búsqueda del poder, el amor o la muerte. Como la literatura es contraria a las ideas generales —es nominalista— lo difícil es encarnarlas en personajes. Si se quiere, todo escritor es una especie de Dr. Frankenstein.
—William Faulkner afirmaba que «La conciencia moral es la maldición que el hombre tuvo que aceptar de los dioses a cambio del derecho a soñar». ¿Es necesaria la conciencia moral en la literatura?
—Al menos para mí es esencial. Aunque soy escéptico de la idea sartriana de que el escritor sea la conciencia moral de su tiempo o algo igual de pretencioso, considero que no hay literatura inocente. Todo escritor está condicionado por su época y no puede renunciar a tener una visión de mundo. Me interesa la novela política y un género, si se quiere mixto, híbrido o anfibio, que ha surgido en las últimas décadas, que mezcla la ficción con la crónica y el ensayo personal, que muestra las condiciones del texto literario mientras se está escribiendo. Así como me parece inmoral escribir mal o sumarme al mercado de la banalidad con un libro malo, también me parece inmoral no ahondar conscientemente en las contradicciones de la condición humana, como quería Faulkner.
—Decía en una entrevista: «Siento que la literatura latinoamericana está convirtiéndose en un hecho privado, sin trascendencia social, restringido a académicos, escritores y clases privilegiadas». ¿Sigue pensándolo?
—Tal vez matizaría esa respuesta a partir de la revitalización que implican los géneros de no ficción —en revistas, sitios web, blogs, editoriales, universidades, etc.— y las editoriales independientes. Cuando lo dije estaba pensando en que el espacio social de la literatura latinoamericana se restringió después de la novela del boom y de la literatura barroca. Ya no es necesario leer Cien años de soledad para saber lo que es Latinoamérica, entre otras cosas porque la idea que creíamos tener de Latinoamérica, como megarrelato, ya no existe. Ahora vivimos la era de la fragmentación, todo ha estallado en astillas dispersas y dentro de esa atomización conceptual, ideológica e identitaria, que también apela a la diversidad y a la pluralidad, la literatura ocupa otro lugar.