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Caracas sangrante: semiosis poética de la violencia caraqueña

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Por HUMBERTO VALDIVIESO

La conmemoración de los treinta años de Caracas sangrante de Nelson Garrido en vez de fijar un hito supuso un llamado a la acción. No obstante, volver a pensar esta imagen, en la segunda década del siglo XXI, ha significado seguir escuchando esa voz inquietante que no ha dejado de interpelarnos como ciudadanos, de llamarnos a una disidencia lúcida contra la enloquecida realidad del país. Esta obra ha evitado, gracias a su incisiva vigencia, convertirse en un discurso moralizante. Ella sigue siendo un llamado a la acción, un gesto indicativo que apunta a la inconformidad con la propia cultura, a la disidencia inteligente ante formas brutales de poder y actitudes ciudadanas abyectas. Por eso en el contexto de su aniversario no se realizó una muestra tradicional o un acto para perpetuar la nostalgia de la historia de la fotografía y el arte venezolano. El maestro —y ya veremos en qué sentido lo es— y un grupo de cómplices optaron por una operación cultural —que también rindiera homenaje a Margarita D’Amico— para multiplicar la intensidad de un mensaje que continúa señalando lo que no se quiere ver.

Un disidente es aquel que opta por separarse del grupo y señalar desde otro lado. Con su acción genera un instante incómodo y provoca el estremecimiento del colectivo. Su gesto indicador, en este caso la imagen, apunta a donde nadie quiere mirar: a los espacios vacíos. Toni Morrison, en Unspeakable Things Unspoken, aclara que lo invisible no necesariamente deja de estar ahí, que un agujero puede estar vacío pero no ser un vacío. Ese agujero es la forma de una ausencia y el testimonio de una injusticia. La obra que nos ocupa deja ver el cuerpo herido de un paisaje que nunca termina de morir y expone, sin mitigarlos, esos vacíos. Los hace sangrar, permitiendo así que de ellos fluyan las penas, los olvidos, las víctimas y los excluidos de una ciudad insistentemente violenta. Son los torrentes de sangre de quienes han sido invisibilizados por su condición social, su género, su raza o cualquier otra categoría considerada marginal.

A modo de discursos ilimitados, semiosis poéticas de la violencia caraqueña, los hilos de sangre de la imagen no claudican en sus bordes. Estos lejos de marcar un límite son una invitación a continuar hacia otras obras, interpretaciones, acciones o formatos. De ahí que esta fotografía se haya convertido en una voz colectiva, en un referente del dolor común no solo de los caraqueños sino de muchos venezolanos dentro y fuera del país. El diseminarse en los otros y entregar el trabajo libremente a la sociedad es fundamental en el trabajo de este hacedor de imágenes. Él ha desestimado siempre los derechos de autor y el mercado del arte. Su aspiración es que cualquiera de las fotografías que hace circule por las calles con la misma eficiencia y humildad de las estampitas de los santos populares. No convierte a la imagen en un fin en sí, una llegada o un argumento de vanidad. La obra es una acción política y poética a la vez, su valor únicamente puede trascender si genera sacudidas en la vida cotidiana del país, si habla sin tapujos en medio de todos los habitantes y si vincula, en la astucia de esos hilos rojos en fuga a través de los bordes, múltiples discursos: obras de arte, textos literarios, pasquines de protesta y artículos de prensa entre muchos otros. La obra es el detonador de una acción colectiva cuyo referente no es la historia sino el transcurrir del presente, la emergencia de la vida cotidiana.

La operación cultural, hecha en la galería D’Museo en septiembre del 2023, estuvo conformada por proyecciones, coloquios, liberación de los archivos que recopilaban todos los documentos asociados a la obra y una instalación efímera con trabajos realizados por Juan Toro Diez, Beto Gutiérrez, José Vivenes y Déborah Castillo. Las imágenes de estos alumnos de Garrido, al igual que los archivos y la voz de los visitantes, eran parte de la semiosis poética de los hilos de sangre. En su conjunto, cada uno de los discursos —visuales, lingüísticos y gestuales— reveló el alma de Caracas sangrante desde la profundidad de la poiesis del fotógrafo: esa que le otorga un carácter homeopático a la imagen. Es decir, que le concede la capacidad de sanar al cuerpo sangrante de la ciudad confrontándolo a sí mismo. Todo esto dado en su sentido político más contundente: acción ciudadana y estética de la disidencia.

Caracas sangrante ha llegado a su madurez sin perder fuerzas en el camino. Hay sin duda un aspecto dramático en ello pues su vigencia es también la del dolor y la furia. Pero hay otro donde su contundente actualidad queda justificada sin importar los años: es la obra de un maestro. Y en el caso de Nelson Garrido este título está sostenido literalmente por el oficio de agitar el pensamiento, enseñar a otros, insistir en que cada provocación forme una conciencia que pueda ser replicada al infinito.

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