Por GERMÁN CARRERA DAMAS
Al escribir sobre Mi cocina, de Armando Scannone, con la pretensión de enfocarla desde la provincia, debo comenzar por hacer precisiones, sin las cuales mi visión resultaría, por decir lo menos, pretenciosa si no francamente desorbitada.
En primer lugar, debo dejar sentada mi convicción de que esta obra debe ser valorada altamente, en sí y como base de una labor más vasta, desarrollada por su autor con asiduidad y eficacia, que ha contribuido notablemente a dotar a la cultura venezolana de uno de los puntos de apoyo de toda cultura estructurada, es decir el representado por una gastronomía sistematizada.
El libro insignia de Armando Scannone, al que de manera irreverente suelo denominar “El Libro”, y el conjunto del cual forma parte, han significado la superación de la etapa de los manuales de cocina y de los textos gastronómico-literarios, sin que lo dicho signifique restar importancia ni alcance a tales obras. A la contribución de Armando Scannone a la consolidación de la cultura venezolana, se hermana la de José Rafael Lovera, quien ha dotado a la gastronomía venezolana de una firme base histórica y de una práctica docente merecedoras del más alto reconocimiento. Si no me excedo en mi historicismo, me permito afirmar que Armando le aportó a la cultura venezolana el haber contribuido gustosamente a hacer de lo criollo patente no sólo de autenticidad sino también de calidad, distintiva de una cultura criolla que ya no requiere de la imitación ni de la legítima memoria antropológica para acreditar su autenticidad cultural.
Pero debo advertir, de inmediato, que al igual que el talento del cocinero requiere de buenos ingredientes, el talento intelectual-gastronómico requiere de condiciones propicias. Armando Scannone ha podido proyectar el suyo en una sociedad venezolana abierta a la valoración social de la calidad. José Rafael Lovera ha podido cultivar el suyo en un ambiente de renovación universitaria del estudio la de la Historia. Esta feliz conjunción de talento y condiciones me permiten creer que ya se está afirmando la entidad gastronómica propia de la cocina venezolana.
La segunda precisión tiene que ver con el respeto que infunde el bien pensado título de la obra en que se centran estos comentarios: Mi cocina. A la manera de Caracas. No se anuncia el tratamiento de la cocina de Caracas, ni de la cocina criolla, ni menos aún de la cocina venezolana, sino de cómo se hacía y se hace la cocina de Caracas en casa de Armando Scannone. Sin embargo, al estudiar la obra hallamos que sí trata de la cocina de Caracas, de la cocina criolla y de la cocina venezolana. En rigor, bien podría decirse que trata de la cocina criolla venezolana, representada y refundida en la cocina caraqueña de Armando Scannone. Me atrevo a hacer esta afirmación porque esta obra ha contribuido considerablemente al avance, y a la consolidación de sus resultados, del fenómeno histórico que mi colega y amigo John Lombardi denomina “la caraqueñización de Venezuela”, impulsada eficazmente por el autócrata modernizador, y también reconocido gastrónomo, general Antonio Guzmán Blanco.
¿Cómo conciliar esta comprobación con la pretensión de apreciar la obra que nos ocupa enfocándola desde la provincia; y esto sin incurrir en un provincialismo antihistórico? Para no incurrir en este posible error de enfoque, es recomendable comprender que la caraqueñización de la gastronomía venezolana está vinculada, y hasta determinada, por la formación del mercado nacional, fenómeno socioeconómico iniciado propiamente a mediados del Siglo XX. Igualmente, es necesario valorar el hecho de que por ser Caracas el punto focal entre los dos hemisferios en que sigue dividida Venezuela, al comunicarse entre sí las provincias pasan por Caracas y algo se les pega en ese tránsito. Sólo que la impresionante difusión de El Libro facilitó las cosas al introducir la cocina de Caracas en las provincias.
La tercera y última precisión que debo hacer, tiene que ver con el hecho de que mi enfoque no es el de la provincia, sino tan sólo el basado fundamentalmente en el recuerdo de mi cocina cumanesa a la manera del Oriente venezolano. Mal podría yo pretender hablar en nombre de las otras dos grandes cocinas venezolanas, la zuliana y la centro-andina, y menos aún de la no cocina llanera. También deseo dejar constancia de que la experiencia me ha enseñado que ni la calidad ni el desastre, en materia gastronómica, son exclusivos de una u otra cocina, regional o capitalina. Pero me duele reconocer que avanzamos, en tiempos muy recientes, hacia una situación que podría permitir que me apropiase del título de la conocida obra de Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias para escribir una que se titularía Comiendo mal en Venezuela. Felizmente, la difusión de El Libro probablemente haga innecesaria tan antipática empresa.
Tampoco debe poder rastrearse en mis palabras algún grado de resentimiento provinciano por la hegemonía caraqueña en estas y otras materias. A los orientales nos ayuda a prevenir ese flaqueza espiritual el saber que Francisco Fajardo anduvo por este valle antes de que lo hiciera, si bien con mejores y sobre todo más perdurables resultados, el recién denunciado por la antihistoria de Venezuela, como enemigo de la nacionalidad venezolana (¡!), Diego de Losada, quien deberá ser visto como una suerte de ejecutor de altas obras al servicio, aunque tardío, de la destrucción de la primigenia raíz de nuestra nacionalidad inaugurada por Cristóbal Colón con su por ello malhadado viaje.
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Me parece que es un grave error de criterio comenzar el comentario de una obra por lo que creemos que falta en ella. Pero si, en este caso, lo hiciera por cuanto en El libro encuentro como motivo de acuerdo, para nada más quedaría espacio.
Algo hay de alcance general, acerca de esta obra, que debo apuntar de inmediato. En más de una ocasión se lo he observado al autor, si bien admito que por lo mismo que le reprocho a la obra, ya anda ésta en los fogones, como decía Cervantes de los libros de caballería. En suma, pareciera que me incomoda, justamente, la que al mismo tiempo reconozco como la que quizás esa la mayor virtud de esta obra, lo que la ha convertida en salvavidas para el rescate de recién casadas a punto de ahogarse en los afanes de noveles cocineras; y también en piedra de toque del patriotismo gastronómico de exiliados más o menos voluntarios.
Me refiero a la exactitud ingenieril de las medidas de los ingredientes. Admito que esta para mí irritante exactitud no impide del todo la creatividad del cocinero, pero sí la limita severamente, porque si bien permanecerá abierta al ejercicio de la creatividad la valoración de la calidad de los ingredientes y su correlación con las cantidades, -media cucharadita de orégano envejecido en un calabozo de vidrio nunca será equivalente a una ramita de orégano salvaje procedente de la que los cumaneses llamamos “la otra costa” o de Margarita.- Pero debo convenir en que quizás lo que me irrita es la circunstancia de que quien no acate lo establecido en El libro, casi llega a sentir que no sólo incurre en el pecado de violar un mandamiento, sino todos a la vez.
No obstante, también yo, si bien a regañadientes, termino por acomodarme a lo pautado, y, probado el resultado, felicitarme por ello, pues no puedo menos que conmoverme por el apuro en que se encontraría la recién casada a la que me he referido, si al querer consolidar por el estómago el dominio del que ha enyugado por el amor, obsequiándolo, por ejemplo, con el “Asado criollo de muchacho o de pulpa de res”, en lugar de leer en los ingredientes que se le sazone con …”1 cucharada de salsa inglesa Worcestershire; 1 ramita de mejorana o 1/4 de cucharadita si es seca, molida; 3 cucharaditas de sal; 1/2 cucharadita de pimienta negra, recién molida”…, se le dijera: “sale y sazone, al gusto, con salsa Worcestershire, mejorana y pimienta negra”.
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En mis incursiones en la práctica culinaria no figura hacer postres. Dos o tres inapelables fracasos me hicieron temer el siguiente, y concentrarme en los platos salados, creo que con razonable mejor fortuna. Diré de inmediato que en estos últimos no pocas veces El libro me ha orientado y hasta sacado de apuros.
En cuanto a los postres, cabe hacer una especial mención. En la amplia gama ofrecida por Armando Scannone figuran muchos nombres que me son provincianamente muy familiares, y algunos que parecen haber sido reivindicados al rescatárseles del olvido, como las mazamorras y el tequiche. Y al decir esto último he asomado otra de las altas virtudes de El libro. Consiste en consolidar, depurándolas y ajustándolas, muchas de las recetas caseras que parecían destinadas a desaparecer bajo la avalancha de las perversas versiones de las pastas, las hamburguesas y las profanadas pizzas; o a no superar el nivel de la carne achicharrada a la San Lorenzo.
Pero es en los postres donde parece más nítidamente este aporte culinario, si bien en esta rica oferta mi siempre alerta memoria provinciano-cumanesa no deja de lamentar ausencias, como la de la leche de coco, la del dulce de jobo de la India y la del dulce de tamarindo (por cierto, este ultimo fruto, no figura con voz propia en el índice). Quizás la ausencia del dulce de jobo de la India se explique por su relativamente tardía llegada a Caracas, hace unas pocas décadas. Es más difícil explicar la ausencia del dulce de tamarindo, pues este último se hallaba más difundido. Sin embargo, tampoco aparece como carato. Pero quizás sea menos difícil explicar la ausencia de la leche de coco, por tratarse de un genuino postre de pobres comedores de casabe, que consistía en combinar, formando una especie de mazamorra, orillas de casabe duras, leche de coco y azúcar (nunca papelón).
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Hay, sin embargo, un área de Mi cocina que llega a constituir, para quien enfoca la obra en los términos que llevo dichos, un justificado casus belli; pese a que en esto la obra representa fielmente su caraqueñismo. Me pregunto: ¿es que en nuestro Mar Caribe sólo habitan el pargo y el mero? ¿O es que los demás peces forman una minoría insignificante y, lo que es peor, desdeñable desde el punto de vista gastronómico? Cierto que el cazón figura en el índice, pero ¿por qué no el mero y el pargo? Incluso a estos nobles peces se les engloba en la profanadora e igualadora denominación de pescado. En cambio, la carne, obviamente de res, campea por sus fueros, y hasta el cochino tiene su lugar. Recuerdo de mi infancia que en nuestra mesa se servía carne de res sobre todo cuando, por alguna circunstancia, no se podía ofrecer pescado ni cochino, en ese orden.
Es cierto que lo dicho no hace sino ratificar la condición caraqueña de Mi cocina, pero esta comprobación no llega a aplacar la protesta de mi enfoque fundado de la manera que he precisado. Si no dejase constancia de este reparo, me sentiría culpable no sólo ante los nobles carite y sierra, sino también ante la numerosísima hueste que abarca desde el róbalo hasta la liza, pasando por la lamparosa y el corocoro. Claro, nunca he visto sacar filetes de los tres últimos, y es cierto que a los caraqueños de antes de que la provincia enriqueciera gastronómicamente la Capital, a la par que la empobrecía urbanística y arquitectónicamente, por haberse formado tan lejos del mar, no sabían comer pescado sino en filetes o que, en todo caso, no tuviese espinas.
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Mi amistad con Armando Scannone lleva ya unos cuantos años. Debo subrayar la circunstancia de que si bien ella se ha basado, fundamental y deleitosamente, en la cocina y la gastronomía, entendidas como exigente práctica la primera, y como apertura e indagación histórico-cultural la segunda, ha consistido en no menor grado en el diálogo sobre asuntos culturales de otra índole, sobre cuestiones del conocimiento histórico y sobre el acontecer político. Y creo que no habría podido ser de otra manera, pues , por su naturaleza a la vez científica y artística, el cultivo de la cocina y la gastronomía, llevadas a un alto nivel, no pueden ser sino muestras de sensibilidad artística, pero también de inquietud intelectual. Esta simbiosis de cualidades vuelve la cocina y la gastronomías actividades síntesis del acontecer social.
En esta gama temática se han ubicado mis tratos intelectuales, así entendidos, con el autor de El libro. Es imposible enunciar todos los temas que hemos tocado. Quiero seleccionar tres. Sólo que antes de entrar a tratarlos advierto que todo lo fácil que ha sido conversarlos con el autor se ha hecho difícil cuando me he referido a ellos en conversación con algunas de las que he bautizado ”El club de las fanáticas admiradoras de Armando Scannone”, del soy miembro, como lo fuera, para mi complacencia, mi esposa Alida.
Los temas seleccionados obedecen, todos, a mi visión de cumanés: ellos son el acentuado gusto por lo dulce; la minusvalía del casabe y la ausencia de lo salpreso. No me ocupo de las caraotas negras, porque la importancia concedida a éstas, al igual que el consumo del quinchoncho, eran vistos por los cumaneses de mi recuerdos como signos de la elementalidad gastronómica de los caraqueños, ignorantes del frijol margariteño cultvado en los bajos del Orinoco.
El viajero y fotógrafo húngaro Pal Rosti, quien anduvo por las tierras venezolanas en 1857, al comentar su tiempo pasado en Caracas, en sus Memorias de un viaje por América, habla de …”el dulce de membrillo, que es la golosina predilecta de los criollos, quienes gustan –en general- excesivamente de los dulces, pues creen que el agua sólo cae bien cuando antes se ha provocado la sed con ellos.”*
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* Publicaciones de la Escuela de Historia. Caracas, Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela, 1968, p. 57).
Nada de extraordinario habría en esto, pues recuerdo a un tío, cariaqueño, que no caraqueño, que al despertar de la siesta pedía “un poquito de dulce, para beber agua fresca”. Y nada añadiría de no ser porque el criollo caraqueño extendió su gusto por el dulce a muy diversos platos. Dejo fuera de esta consideración las caraotas negras, porque no las concibo, como cumanés, sin un punto de dulce. Me refiero al exceso de dulce en la hallaca, y al decir esto toco un punto que debatimos Armando y yo desde hace muchos años. Pero, al pensar en esto no puedo menos que imaginar un nuevo título, provocador, para El libro, que podrá ser Mi cocina criolla, a la manera de Caracas.
A fuer de cumanés, cuando mi esposa y yo cocinábamos por El libro, lo que nos ocurría frecuentemente, coincidíamos en “rebajarle el dulce a la receta de Armando”; lo que por supuesto hacía menos apetecible el plato para algunos de nuestros invitados de paladar caraqueño, y nos dejaba el sabor nada grato de haber alterado, desmejorándola, una receta clásica, avalada por el Maestro, tan acatado como apreciado.
“Caraqueño no come casabe”, se supone porque “Casabe, a lo que le pongan sabe”. Con lo primero se acentuaba el criollismo del caraqueño. Éste, cuando miraba hacia arriba veía el pan de trigo que lo igualaba con el peninsular; y cuando miraba hacia abajo no descendía de la arepa, nivel criollo de conformación cultural, por estar siempre cuidadoso el criollo de no contaminarse con lo indígena, al menos no muy ostensiblemente. En cambio, recuerdo que en casa de mis padres, si bien eran de nivel socioeconómico elevado, el “pan de trigo” era muy poco frecuente; y de preferencia se le daba a los enfermos y a los delicados de estómago; y, por supuesto, a los visitantes caraqueños.
¡Cómo no protestar, por consiguiente, cuando en el Glosario de El libro encuentro esta entrada: “CAZABE. Alimento indígena. Torta que se hace con harina de yuca amarga. Se utiliza como pan”. Mi querido y respetado amigo Armando: el casabe no se utiliza como pan, es pan. Y así tuvieron que entenderlo, desde el día siguiente de haber desembarcado, el descubridor-conquistador y el conquistador-colonizador, ya fuese íbero, ya fuese teutón; si bien para admitirlo tuvo el hambre que reeducarles no sólo el paladar sino también el aparato digestivo. Pero mi protesta se desvanece al observar que la caraqueñización de Venezuela ha tenido como una de sus consecuencias “de a patrás”, -como dicen que decía el General Juan Vicente Gómez Chacón-, que hoy el casabe ha invadido el foco de criollización por excelencia.
El tercer motivo de cordial desavenencia con El libro es la ausencia del “salpreso”, trátese de pescado, trátese de cochino. Para mi paladar cumanés el “salpreso” era, junto con “fresco” y “salado” o “seco”, una de las tres formas como el pez salía del mar. Producto de técnicas y habilidades específicas, capaces de acreditar prestigio, los pescados destinados al salpreso, generalmente el jurel y la cabaña o carranchana, eran la base de preparados entre los cuales sobresalían el sancocho de pescado salpreso y el arroz con pescado salpreso. En ambos casos, el sabor peculiar estaba acompañado de un reconfortante aroma marino. A su vez, el cochino salpreso, generalmente perfumado con orégano silvestre, era base de un sancocho con arroz o de guisos. En el primer caso, era plato de conocedores la cabeza de cochino salpresa, preparada por habilidosos “matacochinos”.
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Para terminar, debo enmendar una injusticia, que no por prolongada ganaría validez. Confieso que mis reparos a El libro obedecen, sobre todo, a una suerte de anhelo, que puedo expresar muy someramente: espero leer, algún día, un libro siquiera medianamente comparable, en bondades, al que cumplida y gozosamente ahora elogio, intitulado Mi cocina, a la manera de Cumaná.
*Desglosado por el propio autor, de la obra inédita Historia: metodología e historiografía.