Papel Literario

CAP interrogado por Alfredo Peña

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Por NELSON RIVERA

El Carlos Andrés Pérez al que Alfredo Peña entrevista en 1979 es un hombre exultante. Un mes antes de dar inicio a las entrevistas, le ha puesto la banda presidencial a su sucesor, Luis Herrera Campíns, candidato de Copei, el partido rival. En aquella ceremonia, con una sonrisa que le cruzaba el rostro, Pérez abrazó a Herrera Campíns. Minutos después, en su primer discurso como presidente electo, Herrera Campíns dijo la frase que saltó directo hasta los titulares: “Recibo una Venezuela hipotecada”.

Sin embargo, Pérez está lejos de presentarse como un político señalado, derrotado o al final de su carrera. Acoge cada pregunta como un hecho sustantivo. No da nada por sobreentendido. Aprovecha cada resquicio para explicar los hechos o defender a su gobierno. Esto es quizás lo más llamativo del tono de los dos volúmenes: todo tiene la textura de lo vivo y lo inmediato. Como si el recorrido que va desde su infancia en Rubio, donde nació en 1922, hasta la gestión de su gobierno, que había terminado cuatro semanas atrás; como si todo ese vaivén de casi seis décadas estuviese bajo la intensa luz de lo inmediato. Como si los recuerdos vivieran al alcance de la mano.

Alfredo Peña no tiene prisas. Le interesa el sustrato del niño montañés, miembro de una familia de clase media rural, gobernada con austeridad y férreas disciplinas. Le pregunta por la cotidianidad de Rubio, pueblo agrícola y cafetero de unos 5.000 habitantes, en las décadas de los veinte y los treinta del siglo XX. Interroga y encuentra a una especie de habilidoso cronista, gustoso de contar cómo era su pueblo y cómo era aquella vida de rutinas y sólidas costumbres, en rápidos y relevadores trazos.

El signo de la rebeldía

Julia Rodríguez se llamaba la madre. Antonio Pérez, su padre, era agricultor y comerciante nacido en Colombia, propietario de la única farmacia del pueblo. Pérez cuenta un hecho revelador: el cartero llegaba a pie desde San Cristóbal, a 35 kilómetros por una carretera sinuosa. Rubio era un punto aislado en el mapa de Venezuela.

Nació zurdo. Lo castigaban, hasta que, por la fuerza, se hizo ambidiestro. Fue educado en el colegio María Inmaculada, regentado por dominicos. Pérez se recuerda, en quinto y sexto grado, leyendo capítulos del Quijote en la escuela. Recibió algo más que una buena educación.

En los días de excursiones o de baños en las pozas de los ríos, el niño Pérez se apartaba. Se entregaba a su imaginación, jugaba separado de los demás. Es probable que en ese andar solitario se incubase al rebelde que no tardaría en aparecer.

El ambiente predominante era contrario a la dictadura de Juan Vicente Gómez. Pérez creció escuchando historias de cómo Gómez, sus esbirros y banqueros se hacían con la propiedad de las tierras. El dictador era un “terrófago” que empobrecía a los propietarios hasta despojarlos.

Además de estudiar, trabajaba: ayudaba en la farmacia, realizaba trabajos en la finca (le gustaba mezclarse con los peones, lo que estaba prohibido: el padre lo zurraba), vendía, casa por casa, entre 50 y 70 ejemplares de El Tiempo, el gran diario colombiano. Estudiante, jinete, peón de los oficios de finca, pregonero, precoz, recadero, ayudante de farmacia. Niño y luego adolescente de un mundo semirural. Miembro de una pequeña comunidad donde todos se conocían y se observaban.

A partir de un momento, el niño discute de modo recurrente. Asume posturas que irritan a sus mayores. “Me había hecho muy hábil en trepar paredes porque era la manera de defenderme cuando me iban a zurrar”. Se opone a los castigos contra los peones. Defiende a Páez en detrimento de Bolívar. Se mete en asuntos que no le incumben. Algo en él se rebela. Se asocia a protestas contra el gomecismo. Habla con los comunistas. Habla con los del PDN. Distribuye propaganda. Escucha a Leonardo Ruiz Pineda cuando este visita Rubio. Se vincula con redes políticas, probablemente sin tener una comprensión cabal de los riesgos que corre. Todavía adolescente, Carlos Andrés Pérez se ha colado en la política. Y la política se ha colado en él para siempre.

Mudanza a Caracas

Tras la muerte del padre, la familia lo pierde casi todo. Pérez tiene 16 años cuando, tras cinco días de viaje —septiembre de 1939—, la familia llega a Caracas. Recorrido inolvidable para él: es la primera vez que ve el mar, al aproximarse a Puerto Cabello. Al llegar se inscribe en el Liceo Andrés Bello, dirigido entonces por Dionisio López Orihuela. Su paso a la militancia política clandestina es inmediato: Ruiz Pineda lo designa a la parroquia San Agustín, bajo la directriz de Guillermo Salazar Meneses, donde debe competir con los operadores del Partido Comunista, Luis Miquelena y Rodolfo Quintero.

Lleva una vida partidista muy intensa. Pronto se relaciona con las que serán figuras históricas de la política: Rómulo Betancourt, Gonzalo Barrios, Andrés Eloy Blanco, Rómulo Gallegos, Mario García Arocha, Luis Troconis Guerrero. Es, además, miembro de la Federación de Estudiantes de Venezuela —FEV—. A pesar de tanto activismo, es un buen estudiante. No tarda en presidir el Centro de Estudiantes de su liceo, a pesar de su timidez. Cuando se produce la primera convención de Acción Democrática, en 1941, es todavía menor de edad. No puede firmar el acta.

Termina el bachillerato ese año y comienza a estudiar Derecho en la Universidad Central de Venezuela. Forma parte de los fundadores de la Asociación Juventud Venezolana, organización promovida por su partido. Al poco tiempo deja la universidad para instalarse en San Cristóbal con Leonardo Ruiz Pineda: allí pasa un año entregado a la tarea de organizar el partido. Tras el regreso de Rómulo Betancourt a Venezuela “se tomó la decisión de participar en la campaña electoral presidencial de 1941. Estábamos en plena Segunda Guerra Mundial y el PDN asumió una actitud de franca beligerancia en defensa de las democracias y al lado de los aliados contra el nazismo”. Es allí donde aparece la candidatura de Gallegos, que “contribuyó a ensanchar las posibilidades democráticas en el país”.

El debate: 1945, 1948

En un primer momento, se resistió a la idea de que AD formase parte de un golpe. Pero una vez que Ruiz Pineda lo gana a la estrategia, Pérez se suma a la acción sin titubeos. “Entre balaceras yo iba y venía del Palacio de Miraflores a la casa donde funcionaba el Comando del Partido. Llevaba y traía informaciones y mensajes. Varias veces estuve a punto de morir”.

Por razones de seguridad el comando se muda de una casa a otra. Pérez es fundamental para mantener a la alta cúpula del partido, debidamente informada. El audaz y valiente no retrocede ante el peligro. Cuando el 19 de octubre Acción Democrática produce el documento en el que manifiesta su apoyo al golpe, al frente de un grupo armado, toma la sede de Radiodifusora Venezuela y lee el comunicado. Es uno de esos adecos que pasan del escritorio a la acción física, con sorprendente facilidad.

Pérez no oculta la reacción adversa de Gallegos frente a aquella política: “Para Rómulo Gallegos fue un trauma enterarse de la participación del partido en el golpe militar” (…) “De un momento a otro se encontró con que ese partido quebrantaba el orden constitucional y las normas que aparentemente evolucionaban hacia la democracia. Eso fue un tremendo choque para él”.

A pesar del ataque a la democracia, Pérez justifica el golpe: “Corta de una tajada el nudo gordiano del gomecismo”. Y desgrana algunos de los factores: la alianza de Medina Angarita con los comunistas, el deterioro del ambiente en el seno de las Fuerzas Armadas, los vanos esfuerzos de Acción Democrática por evitar la materialización del golpe de Estado. “El 18 de octubre significó la incorporación real y efectiva de las masas populares a la vida política y nacional. Con todos los defectos y errores, el país salió de los cenáculos y camarillas para pasar a la política de masas. Comienza el desarrollo de los grandes partidos y al mismo tiempo de la organización sindical”. No rehúye reconocer que hubo cosas que se hicieron mal, como el juicio a Uslar Pietri: “Se cometieron excesos, injusticias, como en cualquier proceso revolucionario. Lo importante es que los venezolanos tengamos capacidad de rectificación”.

En el período entre 1945 y 1948 —entre el golpe de Estado a Medina Angarita hasta el golpe a Rómulo Gallegos—, Pérez, apenas veinteañero, se instala en Miraflores como secretario privado de Rómulo Betancourt. Su capacidad de trabajo es incomparable. Vive entregado a sus responsabilidades. Son años decisivos en su formación como político. Es testigo inmediato y privilegiado de la acción diaria de Rómulo Betancourt. “Me entregué totalmente al Partido. Esto lo notaron los dirigentes y conformé una imagen positiva dentro de la organización. Luego vino mi participación activa en los sucesos del 18 de octubre y la necesidad de Rómulo Betancourt de tener una persona joven en funciones de secretario privado. Esta circunstancia me dio una extraordinaria posibilidad. Recuerdo mi rubor cuando era presentado como secretario privado del presidente. Era casi un niño, no tenía más de 22 años. Por otra parte está mi afición al trabajo y la de rendir eficientemente en mis labores. Todo eso contribuyó a ganarme la confianza de Rómulo Betancourt”.

Sostiene Pérez que el golpe de Estado contra Rómulo Gallegos se alimentó del rechazo generado por la inexperiencia, el sectarismo, el decreto 321 que establecía normas discriminatorias en contra de la educación privada, así como un hecho que hoy se recuerda menos, pero que tuvo una importante resonancia: el debate sobre Dios. “Otro factor crítico tuvo lugar en la Asamblea Nacional Constituyente, al iniciarse los debates para redactar la nueva Constitución Nacional. Se produjo una discusión en torno a si debería invocarse a Dios en los párrafos previos. Se trataba de un debate absurdo, bueno para filósofos pero torpe dentro de la situación política del país (…) En un país con un reciente pasado de oscurantismo profundo, en donde la mayoría de los venezolanos creen en Dios, resultaba excesivamente peligroso y sobre todo inútil este desplante de ateísmo infantil”. A ello se sumaba el factor Gallegos, candidato cuestionado por sus capacidades políticas desde el propio partido.

Prisión y exilio

Tras el golpe del 18 de noviembre de 1948, vinieron largos años de persecución y exilio. En un primer momento Pérez fue detenido y confinado en Timotes. Más adelante el gobierno lo trasladó a Chiguará. Luego lo enviaron a Curazao. De allí viajó a Colombia, donde fue detenido en Cúcuta y devuelto a las autoridades venezolanas. Tras pasar unos días detenidos en Taribá, lo trasladan a Caracas y, a continuación, a Puerto Ayacucho, donde permanece tres meses preso. A continuación de vuelta a Caracas, desde donde fue expulsado a Panamá. De allí se fue a Costa Rica, donde vivió unos meses. A continuación, atendiendo a una llamada de Rómulo Betancourt, se traslada a La Habana. Hasta que el golpe de Batista a Prío Socarrás en Cuba lo obliga a volver a Costa Rica, desde 1952 hasta 1958. Durante ese período, además del atentado en contra de los miembros de la Junta Militar de Caracas, en octubre de 1951, un año después —octubre de 1952—, tuvo lugar un hecho de enormes secuelas en Venezuela: el asesinato de Leonardo Ruiz Pineda. “Un hombre extraordinario, un gran orador, excelente dirigente político. Tenía una vocación poética innata. Sumamente generoso, de una impresionante condición humana”.

Ese vínculo de Pérez con Betancourt se prolongó durante los años de exilio. No sin dificultades y sin la oposición de algunos. “Una vez se hizo en La Habana una reunión de los más altos líderes de Acción Democrática para protestarme, para alejarme de la confianza de Betancourt. Fue un momento muy duro en mi vida”.

Los seis en Costa Rica fueron, al comienzo, años difíciles. Pérez trasladó a su familia hasta el exilio. “En ese momento teníamos dos hijas: Sonia y Thais. Era una situación tremenda. A veces no podíamos ni siquiera adquirir el pote de leche para alimentarlas. Comprábamos lo más barato en el mercado. Gracias a mis hermanos, quienes nos enviaban una módica suma mensual, resistimos aquellos años tan difíciles. Los primeros años fueron terribles”. A pesar de las propias dificultades, sus responsabilidades en el partido y su universo de relaciones en Costa Rica lo obligaron a buscar ayuda para los exiliados políticos venezolanos que continuaban llegando. En esos tiempos, Pérez aparece participando, de forma directa, en el envío de armas a Cuba, en el activismo en contra del dictador Anastasio Somoza. A partir del momento en que es designado jefe de redacción del diario La República, órgano del Partido Liberación Nacional (el partido que tuvo a José Figueres Ferrer como su figura capitular), sus condiciones de vida mejoran.

En el avión en el que regresaban Luis Augusto Dubuc, Domingo Alberto Rangel, Luis Lander y otros, Carlos Andrés Pérez logra entrar a Venezuela el 24 de enero de 1958, un día después de la huida del dictador. Viene a incorporarse al período democrático que está por iniciarse.

Tiempos de zozobra

Cuando el recorrido llega a la etapa democrática —1958—, las entrevistas cambian de tonalidad: las preguntas de Alfredo Peña adquieren un cariz cuestionador. La biografía de Pérez se desplaza a un segundo o tercer plano, y el intercambio se concentra en las actuaciones de Acción Democrática y en la gestión de los gobiernos de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y el primero de Carlos Andrés Pérez.

En las preguntas está presente un ánimo cuestionador que no se repliega nunca. Probablemente Alfredo Peña encarnaba en esos años —finales de los setenta y comienzos de los ochenta— una postura de sistemática desconfianza, de sospecha casi irremediable hacia quienes ejercían el poder. Más que una mera entrevista, por momentos, el intercambio tiene el cariz de un interrogatorio. Y Peña ejerce, con precisión y disciplina quirúrgica, el que siente como su imperativo profesional: conducir al entrevistado al terreno de la contradicción. Solo que Pérez no es presa fácil.

Lo que sigue, tras el relato del regreso de Pérez desde el exilio, es una seguidilla de temas controvertidos: las tres divisiones de Acción Democrática —la primera, que dio origen al Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR; la segunda al grupo ARS; y la tercera al partido Movimiento Electoral del Pueblo, MEP—. Pérez narra las dificultades que tuvieron lugar para lograr acuerdos entre un sector del Partido que había permanecido en Venezuela, y los dirigentes que regresaban del exilio. Incluso la candidatura de Betancourt presentó entonces algunas resistencias.

Pero las luchas democráticas no son solo políticas. También pertenecen al orden de comunicación: rumores, leyendas que en su momento se asumieron como ciertas sin que tuviesen fundamento (como aquella frase atribuida a Betancourt de “aislar y segregar a los comunistas”, que él nunca habría dicho), la alteración de los hechos históricos en favor de unas interpretaciones sesgadas: Pérez razona o desmonta con paciencia milimétrica.

Incluso ante los adversarios más radicales, como hacia la disidencia creadora del MIR, tiene palabras de comprensión y reconocimiento: “Aquellos muchachos impresionaban (…) Iban al fondo de la discusión. Se veía su fundamento en las lecturas y el estudio. Eso me causó una extraordinaria impresión. Los respetaba y hasta los envidiaba. Me parecía que estaban construyéndose una preparación más sistemática en comparación a los de mi generación (…) Américo Martín era un muchacho brillante en Acción Democrática como muchos otros. Siempre he sostenido una opinión y la he sostenido con frecuencia: toda posición producto de una convicción honesta, cualesquiera sean sus motivaciones y principios, es respetable”.

Son años donde las amenazas provienen de sectores de ultraderecha (La invasión de Castro León, el “Barcelonazo”, el atentado contra Rómulo Betancourt en Los Próceres) y de la ultraizquierda. Cuando Peña le pregunta quiénes eran los jefes del “Barcelonazo” responde: “No quiero nombrarlos. Son gente ya integrada a la vida civil y pacífica y sería injusto recordar aquel desagradable suceso”.

Las páginas dedicadas a la insurrección de la izquierda son un caudal informativo sobre hitos de la época, que todavía están en debate: la prohibición del diario de los comunistas Tribuna Popular (“estaba completamente al margen de la Constitución”); el secuestro del avión de Avensa; la confrontación armada (“Nada justificaba la lucha armada. Ellos pensaban repetir la Revolución Cubana y aquí no existían las mismas condiciones históricas. Aquí gobernaba un partido, Acción Democrática, al que pueden señalársele muchos errores, pero cuya esencia es el respeto a los derechos democráticos”); las acusaciones que le hicieron de ser un ministro-policía; el asesinato terrible de Alberto Lovera; Las armas del ‘Garabato’; la detención de Santos Yorme; los alzamientos de Carúpano y Puerto Cabello (“La insurrección de Puerto Cabello fue la acción armada contra el gobierno mejor preparada y más inteligentemente combinada. Tal vez si no hubiésemos tenido la fortuna de tener infiltrada su organización, se hubiera convertido en un hecho de extrema gravedad para la estabilidad del presidente Betancourt”); los Teatro de Operaciones; la guerrilla rural (“cuando uno de los jefes guerrilleros caía preso no solo confesaba y delataba a sus compañeros, sino que se prestaba a servirnos de baquiano o ingresaba a los Cuerpos Policiales, se convertía en agente del gobierno”); el suicidio de Fabricio Ojeda; todo este caudal de asuntos que, en el avance del libro, preceden el relato y análisis que Pérez hace de la política de pacificación.

El último capítulo del primer volumen está dedicado al caso del secuestro de William Niehous. Pérez relata los hechos a partir de la aparición de un intermediario, el empresario Emilio Conde Jahn, y cómo ello condujo a establecer las responsabilidades de Salom Meza, David Nieves, Jorge Rodríguez, Fortunato Herrera y otros. Del asesinato de Jorge Rodríguez, afirma: “Al enterarnos de lo ocurrido inmediatamente di órdenes de esclarecer el caso. No hubo ni un segundo de vacilación. No tengo el menor cargo de conciencia”.

Asedio al entrevistado

La breve lista de temas que se anuncian en la nota introductoria —La corrupción administrativa, la crisis de Acción Democrática, la nacionalización petrolera, las derrotas electorales, las Fuerzas Armadas y los golpes militares, y la política internacional, entre otros— sugiere que las casi 300 páginas que conforman el segundo volumen de Conversaciones con Alfredo Peña están dominadas por una tensión mayor entre entrevistador y entrevistado.

Muchos de los casos que aquí se ventilan —escándalos de distinto tenor, supuestos hechos de corrupción, decisiones gubernamentales—, y que entonces ocupaban la escena política y de los medios de comunicación, se han vuelto remotos. El caso Carmona, la adquisición de unas fragatas, Cementos Caribe, la intervención del Banco Nacional de Descuento, Los gatos, las especulaciones alrededor de muerte de Renny Ottolina, Playa Moreno, la compra del avión presidencial, el asunto de unos misiles Otomat, y otros, son desentrañados por Pérez como quien desmonta un engranaje, pieza a pieza.

Inevitablemente, el temario se encamina hasta cuestiones más sustantivas, como las relativas a la Política Económica —inflación, endeudamiento, las inversiones dirigidas a estimular la producción agrícola—, hasta que llega a uno de los momentos axiales de estas Conversaciones: la nacionalización petrolera y algunos de sus aspectos más controvertidos como la cuestión del artículo V que permitía constituir empresas mixtas o el del destino de la Faja Petrolífera del Orinoco. Más allá de los ataques, advertencias y hasta los muy malos pronósticos que hicieron dirigentes de distintos sectores de la sociedad y políticos en ese momento, Pérez no titubea en defender la acción y sus resultados: “Hay una verdad innegable. Se nacionalizó la industria petrolera (…) Lo importante fue la decisión tomada, la resolución de fondo, lo demás puede ser mejorado, corregido”.

Siguen cuestiones relevantes como las preguntas y respuestas alrededor del Plan de Becas Ayacucho —el periodista pone su énfasis en las fallas de funcionamiento— y la problemática de la Autonomía Universitaria, ante la que Pérez toma una posición, que es crítica y autocrítica: “En esa materia la gran responsabilidad, por lo menos desde 1959 hasta la fecha, es de dos partidos políticos: Acción Democrática y Copei. Cuando Acción Democrática está en el poder quiere el control absoluto de la educación, cuando es Copei hace lo mismo”. Más adelante, insiste: “Por eso he demandado sustraer este problema de la confrontación política”.

Del papel de las Fuerzas Armadas en el Estado democrático, dice Pérez: “No es igual la situación de las Fuerzas Armadas a la del resto de la ciudadanía. Los derechos más trascendentes del ciudadano, desde el punto de vista colectivo, son los derechos políticos: el derecho a elegir y a ser elegido, el de pertenecer a una organización política, a opinar sobre la marcha de los negocios del Estado, a polemizar sobre cuestiones políticas. Y a esos derechos tienen que renunciar total y completamente las Fuerzas Armadas. Esta es una diferencia muy importante. ¿Por qué esta diferencia? Porque en nuestro país, por historia y tradición, la custodia de las armas es incompatible con el ejercicio de los derechos políticos”. Peña señala otros temas asociados, de mucha complejidad: las relaciones entre los partidos políticos y los militares, el secreto militar, los golpes, los indultos otorgados por Pérez.

Muchos son los temas políticos, relacionados con el funcionamiento de los partidos, o provenientes de la coyuntura —como la candidatura de Luis Piñerúa Ordaz, el candidato al que Luis Herrera Campíns derrotó—, el futuro de Acción Democrática (en ese momento Pérez se mostraba contrario a la reelección), las tendencias ideológicas y cómo ellas se proyectaban en los lineamientos económicos de aquel primer gobierno de Pérez. Cuando Alfredo Peña le pregunta por los señalamientos según los cuales su política económica era “desarrollista”, contesta: “Me situé dentro de un modelo de gobierno socialdemócrata. ¿Cómo puede caber dentro de una concepción desarrollista la consagración de las prestaciones sociales y la antigüedad como un derecho adquirido de los trabajadores? (…) Esto no es desarrollismo, es revolucionario en el mundo entero”.

Betancourt y no Pérez Alfonzo, padre de la OPEP

Leído desde nuestro tiempo, una de las dimensiones más destacadas del primer gobierno de Pérez es, indiscutiblemente, constatar la extraordinaria proyección internacional de la que fue gestor.

Después de una revisión del siempre espinoso tema de las relaciones con Cuba y la cuestión de la Doctrina Betancourt, narra la creación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo —OPEP—: “Era necesario buscar un entendimiento económico entre los países exportadores de petróleo; en relación con América Latina era preciso buscar la integración. Estas exigencias propusieron una nueva política. Venezuela patrocinó la formación de la OPEP. Por cierto, se atribuye la formación de la OPEP a Pérez Alfonzo y no es cierto. Para el momento de tomar esta iniciativa, Pérez Alfonzo era esencialmente pro yanqui. Los Estados Unidos eran, para él, la expresión de lo civilizado, de lo bueno, de lo limpio, reunía todas las virtudes posibles. Es Rómulo Betancourt quien plantea la iniciativa. En el año 1960, Pérez Alfonzo no habló en la Memoria de Minas de la OPEP. Y Rómulo sí lo hizo en su mensaje al Congreso”.

La magnitud de sus recorridos, intervenciones y análisis de la escena internacional, cruzan los países y los continentes: las relaciones con Estados Unidos, la problemática del Canal de Panamá con todas sus implicaciones en la región, el Pacto Andino, el SELA, el Diferendo con Colombia, su ayuda al sandinismo y la paz en Nicaragua, las visitas e intercambios con numerosas naciones de América Latina, la Conferencia de Argelia, su controvertido viaje a Moscú, a Inglaterra, Estados Unidos, Italia, la entrevista con el papa Paulo VI, la visita a Naciones Unidas (“creo en las Naciones Unidas”), las dos entrevistas con el presidente Jimmy Carter, la presencia de Cuba en África, la revolución iraní, la gira por el Medio Oriente y las imbricaciones de la OPEP, Fidel Castro y la revolución cubana, los golpes militares en el Cono Sur, la integración latinoamericana y más.

En estas y muchas otras cuestiones, Pérez se desenvuelve con criterio y visión de conjunto. Algo en él parece huir de las posiciones dilemáticas, para aproximarse a las realidades políticas, los supuestos ideológicos y las cuestiones geoestratégicas, no solo asumiendo una perspectiva que reconoce la complejidad, sino también, con un poderoso espíritu pragmático, encaminado a actuar y resolver. Una urgencia parecía movilizar a ese Pérez de 1979: la del resoluto, la del ejecutor. De hecho, en alguna parte del volumen II, le dice a Alfredo Peña una frase que podría funcionar como un aforismo: posponer no es resolver.


*Conversaciones con Carlos Andrés Pérez, volúmenes I y II. Alfredo Peña. Editorial Ateneo de Caracas. Venezuela, 1979.