Por GEHARD CARTAY RAMÍREZ
Carlos Andrés Pérez fue un líder carismático, controvertido y audaz. Sus dos cualidades políticas fundamentales fueron la valentía con que afrontó los desafíos de su accidentada carrera política y sus probadas convicciones democráticas.
Fiel escudero de Rómulo Betancourt desde los días de la llamada Revolución de Octubre de 1945, acompañó a su jefe como secretario privado cuando ejercía la Presidencia de la Junta Revolucionaria de Gobierno, y posteriormente en el exilio, durante la llamada Década Militar (1948-1958). Al retornar la democracia, electo Betancourt presidente, se convirtió en el implacable ministro de Relaciones Interiores contra la agresión castrocomunista, aunque la ofensiva definitiva para derrotarla la cumplieron las Fuerzas Armadas.
Luego de la segunda división de Acción Democrática (AD) en 1967, CAP dirigió la campaña presidencial de Gonzalo Barrios en las elecciones de 1968 que ganó Rafael Caldera, abanderado del Partido Social Cristiano Copei. En los años siguientes, tuvo el mérito de revivir a AD y sacarla del marasmo que significó esa primera derrota electoral.
Como secretario general de AD adoptó entonces una dura línea de oposición contra el recién iniciado gobierno de Caldera, especialmente a su política de pacificación, argumentando que la misma podía significar la entrega del país a la subversión, lo que sin duda constituía una exageración, como lo demostraron los hechos posteriores.
En los siguientes comicios de 1973, Pérez se convirtió en el candidato presidencial de AD, luego de que Betancourt anunció que no aspiraría nuevamente. CAP alcanzó la victoria entonces, derrotando a Lorenzo Fernández, presentado por Copei, Fuerza Democrática Popular (FDP) y sectores independientes.
Su primer gobierno (1974-1979) obtuvo logros fundamentales, como la nacionalización del petróleo, del hierro y del aluminio, el programa de becas Gran Mariscal de Ayacucho y numerosas obras públicas en materia de salud y educación. Hubo, como ya era tendencia histórica en Venezuela, una inflación moderada, pero en alza, así como paz social y laboral. Por efectos de los altos precios petroleros se produjo asimismo un aumento del consumo, mientras que, a la par, el Estado también acrecentó sus gastos y elevó sus niveles de endeudamiento.
En ese momento, CAP fue el gran nacionalizador, y por ello creció descomunalmente el tamaño del Estado y se multiplicó la corrupción administrativa. Por contraste, en su segunda gestión (1989-1993) se convirtió en el gran privatizador. Entonces intentó hacer un gobierno totalmente contrario al que encabezó en la primera oportunidad, algo que dice mucho de su pragmatismo audaz y su voluntarismo como gobernante.
Fiel a su personalidad, en su primer gobierno ejecutó una hiperactiva política internacional, muy distante de la sobria actuación de sus predecesores en esta materia. CAP superó entonces todos los viajes presidenciales al exterior. Pero ese estilo excesivo e indetenible, divorciado a veces de la ponderación y la reflexión que deben ser consustanciales a un gobernante, también se lo imprimió a todas sus facetas como presidente en aquellos años.
Un liderazgo sobreestimado
Se ha dicho que “el estilo es el hombre”. En el caso de Pérez se ajusta como anillo al dedo.
Si algo lo caracterizó fue una desmedida confianza en sí mismo, es decir, la creencia de que su liderazgo lo hacía invulnerable a cualquier amenaza. Esa condición trajo aparejada consigo una cierta dosis de infalibilidad y, lo que resultaría luego peor, una cierta incapacidad para admitir sus errores y rectificarlos a tiempo.
Por esa estimación exagerada de sí mismo cometió otro gravísimo error en 1988, cuando fue elegido otra vez candidato presidencial de AD. Apeló entonces al recuerdo que mucha gente guardaba sobre su primer gobierno, cuando la abundancia de petrodólares inundó al país, gracias a la lejana guerra entre Israel y Egipto, en 1973. Y a ese recuerdo primario y superficial echó mano CAP, bajo la premisa de que tal abundancia volvería con su retorno al poder.
Era una promesa incumplible y él lo sabía. Por eso hizo preparar dos programas de gobierno, según lo denunciara posteriormente el entonces presidente de AD, Humberto Celli (La rebelión de los náufragos, Mirtha Rivero, páginas 64 y siguientes). El primero, que fue su bandera electoral, ofrecía promesas imposibles de cumplir en un país sin reservas monetarias, con gravísimos desajustes sociales y económicos, endeudado como pocas veces y afectado por una inmensa corrupción, al término del período presidencial de su compañero de partido Jaime Lusinchi (1984-1989). El segundo contemplaba un paquete de severas medidas que implicarían un sacrificio para todos, pero especialmente para los sectores mayoritarios. Este último fue el que puso en ejecución al poco tiempo de asumir poder.
Confiado también en su liderazgo incurrió en otros graves errores. Luego de los violentos sucesos del Caracazo, ocurridos veinte días después de asumir la presidencia, no mostró ningún propósito de enmienda, y en los años siguientes no le concedió importancia a la actuación de una logia militar golpista. Tampoco se la dio a un grupo de civiles que estaban decididos a apartarlo de la presidencia.
En cuanto a la primera, sus cuerpos de inteligencia civil y militar le advirtieron tempranamente sobre la conspiración que en 1992 intentaría derrocarlo. Y aunque entonces no hubo sorpresa propiamente dicha, lo que sí se puso de manifiesto fue que ni su gobierno ni él mismo se habían preparado para enfrentar el primer intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992. Una cierta autosuficiencia de Pérez y la actitud capciosa del Alto Mando Militar le permitieron a Chávez y sus golpistas actuar con relativa comodidad.
Lo que sí estuvo entonces fuera de toda discusión fue la actuación valiente e inteligente de CAP mientras se desarrollaba aquella intentona golpista. En poco tiempo les arrebató la ofensiva a los oficiales insurrectos, al aparecer por televisión denunciando los hechos y exigiendo lealtad a la institución armada, todo lo cual confundió y desmoralizó a los golpistas, mientras se producía la sensación de que había retomado el control de la situación y dominado el complot en marcha.
La verdad es que, a pesar de todo, Pérez fue magnánimo con los golpistas, al igual que casi todo el establecimiento político de esos días y la gran mayoría de la opinión pública. Fue él mismo quien inició la larga cadena de sobreseimientos, pues apenas dos meses después del golpe frustrado sobreseyó a un grupo de oficiales. Luego la continuaría el presidente Ramón J. Velásquez en 1993 y la concluiría el presidente Rafael Caldera en 1994. Pero, en ese momento, el propio Pérez fue más allá todavía al reincorporar al Ejército a casi 90% de los oficiales golpistas, según lo denunciaría después el general Carlos Peñaloza, a la sazón comandante de esa fuerza.
En todo caso, si CAP pudo entonces dominar las dos tentativas golpistas de 1992, no tuvo en cambio el mismo desempeño exitoso frente a la ofensiva adelantada por Los Notables, dirigidos por Arturo Uslar Pietri y otros sectores que, a la postre, lograron en mayo de 1993 su destitución por parte del Congreso de la República y su posterior enjuiciamiento ante la Corte Suprema de Justicia, basada en una denuncia de utilización irregular de la partida secreta. Aquel político realista y exitoso, dos veces presidente de Venezuela por elección popular, menospreció a sus enemigos y sobreestimó su capacidad de maniobra, ya sin contacto con la realidad y demasiado pagado de sí mismo.
Tal vez por ello no se defendió ni pasó a la ofensiva frente a sus adversarios. Porque si bien es cierto que la suya fue una actitud de respeto a la Constitución y las instituciones, no lo es menos que tuvo a su disposición algunos recursos políticos y jurídicos para intentar permanecer como presidente de la República. Por supuesto que, como se sabe, hizo algunos contactos al respecto, pero al darse cuenta de que ni siquiera su propio partido lo apoyaba y que las Fuerzas Armadas Nacionales mantenían una actitud institucional, decidió esperar el desarrollo de los acontecimientos, tal vez confiando en que los hechos, al final, le serían favorables.
Tan difícil e insostenible era su situación que, una vez destituido y sometido a juicio, el Comité Ejecutivo Nacional de AD decidió expulsarlo del partido, lo que suponía también una condenatoria tácita en su contra. Parecía que aquella resolución tan inmediata saldaba así un ajuste de cuentas pendiente, a causa de las diferencias acumuladas entre él y la dirigencia adeca. Y así lo confirmarían los hechos posteriores: terminaba una difícil relación entre CAP y la organización a la que le había entregado buena parte de su vida, porque esa ruptura se caracterizaría por una dura actitud del ya expresidente hacia AD y varios de sus líderes más importantes.
AD: “Un cascarón vacío, un fracaso total”
Un capítulo dramático fue su relación con Acción Democrática. A diferencia de Betancourt, CAP le concedió poca importancia a su partido. Si aquel dijo en alguna ocasión que se sentía más orgulloso de haberlo fundado que de haber sido presidente en dos ocasiones, Pérez seguramente pensaba lo contrario.
Esa circunstancia lo llevó en sus dos gobiernos a reiterados enfrentamientos con la cúpula adeca y hasta con Betancourt en los años finales de su primera gestión. CAP no se sometió entonces a los dictados del CEN de AD, ni tampoco lo haría en su segunda presidencia.
En ambas ocasiones, al lado de dirigentes de su partido, también designó como ministros a figuras independientes, vinculadas a las altas finanzas y grupos económicos poderosos. Esa preferencia se profundizó entre 1989 y 1993, cuando incorporó a jóvenes tecnócratas sin vinculaciones políticas, quienes concibieron y ejecutaron un paquete de medidas neoliberales, en acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, sin consultar a la dirección de AD y sin reparar los costos sociales que traía consigo.
Porque en este aspecto también hubo diferencias de fondo entre Betancourt y CAP. El primero siempre se caracterizó por dar preeminencia a lo colectivo por encima de lo individual, y la mejor demostración fue la de haber fundado un partido, desligándose así de la propensión caudillista que siempre animó a los hombres de poder en la historia venezolana. Pérez, en cambio, mostró una evidente tendencia personalista, la misma que lo llevó a desentenderse de su partido en las dos oportunidades que ganó la presidencia de la República.
En sus últimos años, CAP no se ahorraría dicterios, críticas y serios cuestionamientos hacia ese partido y sus principales líderes, incluyendo al propio Rómulo Betancourt, de quien dijo que había tenido “serias limitaciones en su formación” y que en sus últimos años “sufría un deterioro intelectual grave” y “una declinación personal importante”. Incluso, de cierta manera sugirió que, en algún momento, Betancourt pudo sentir celos de “mi posición y significación internacional” (Memorias proscritas, Roberto Giusti y Ramón Hernández, páginas 278 y siguientes). No se ahorró tampoco severos juicios contra el expresidente Jaime Lusinchi y Luis Piñerúa Ordaz, exministro suyo y candidato presidencial derrotado en 1978.
A Acción Democrática la definió luego como “un cascarón vacío”, donde “no hay democracia interna (…) Esta es la triste y cierta razón de su desastre”. “AD fue un gran proyecto político venezolano, pero ya terminó su ciclo, ahora pertenece a la historia. Una historia buena, pero cuyo final ha sido espantosamente malo. Un fracaso total. Es una minoría, después de haber sido una mayoría evidente y portentosa. No volverá a ser mayoría”. (Memorias proscritas, páginas 311 y 419).
En el caso de CAP, al igual que el de los otros presidentes de Venezuela, su actuación como político y su legado como gobernante tendrán el juicio de la historia, por lo general más reposado, sabio y ecuánime que el de sus contemporáneos. Nada es más cierto que aquel adagio según el cual la historia siempre pone los hechos en sus justos términos, más allá del halago o la inquina con que se juzgan casi siempre por la inmediatez del tiempo.