Por ALEJANDRO CASTRO
Un niño en la obscuridad, presa del miedo, se tranquiliza canturreando.
Deleuze y Guattari
De Árbol que crece torcido* podría decirse que es un puñado de canciones. Heredero no solo del bolero, sino también de la cadencia del habla caraqueña y la lengua infantil, Castillo Zapata no atenta contra el sentido a la manera de Sánchez Peláez o Silva Estrada, pero cuando esa operación poética se torna dogmática, como en la década del setenta, el mayor desafío al sentido es, quizás, la legibilidad: torcer la naturalizada rectitud del poema es restablecer el acuerdo con el lector. Así, durante los años ochenta, Castillo Zapata, con una generación entera de poetas, se plantea retorcer la sintaxis dominante devolviéndole al poema (sí, devolviéndole) la pulsión de coloquialidad. Si Árbol que crece torcido es un cancionero, es un cancionero popular.
Monema y fonema, sentido y sonido, entonces, aparecen contaminados por la calle, ese exterior que Tráfico abrazó como destino y que en Árbol que crece torcido es una marca de origen, un pacto con los hábitos del habla local que le permite a Castillo Zapata evocar “una de esas legendarias / caimaneras de béisbol” o “al mecánico toero” de su “padre oficinista”. Son grafías que recogen la intervención a la lengua que se registra en el uso de la lengua, como cuando escribe: “si despechado es lo que estoy”, “manías de sabiondo sin saber un carrizo en realidad”, “con tanto palo encima” o “la mata Milena de tu pelo como de madre largo”. El lector no necesita un diccionario, ni mediación alguna, para reconocer (y reconocerse) en el neologismo vernáculo “caimanera” o en el uso, ora venezolano, ora latinoamericano, de palabras como “carrizo” o “palo”, su multiplicidad de significados. Una mata de pelo es un verso arrancado de la calle.
La rara disidencia de Árbol que crece torcido no consiste, entonces, en desterritorializar el lenguaje hasta sacarlo de quicio, sino precisamente en desobedecer el normativo hermetismo y acercarse, en ese gesto, al eco de la calle, apropiarse de la voz sin lengua del niño. Mas, ¿cómo se puede devenir-niño?, ¿cómo, si in-fancia es precisamente el tiempo sin habla? Roman Jakobson y Linda R. Waugh, en su libro La forma sonora de la lengua (1987), estudian el papel central de la sonoridad en la adquisición del lenguaje: no es el sentido sino el sonido lo que introduce al niño en la lengua. De ahí que las rimas le produzcan alegría, los ritornelos, los juegos de palabras, tan caros a la infancia. De ahí los estribillos musicales, las cantinelas y trabalenguas que enmarcan el recreo. De ahí que sea posible decir, con Freud, que cada niño que juega se comporta como un poeta, porque “[en] la poesía, los sonidos del habla presentan espontánea e inmediatamente su propia función semántica” (Jakobson y Waugh, p. 213).
El devenir-niño de Árbol que crece torcido se consuma en una escritura que suena, que no parece hablar sobre la infancia sino desde la infancia, o desde alguna zona intermedia, presente y pretérita, perdida y hallada. Árbol que crece torcido es uno de esos libros que puede leerse con el oído: en él las palabras están conectadas en ocasiones más por coincidencias fonéticas, que por alianzas semánticas. Versos como “primor de prismacolor”, “mirada de mírame cómo me has dejado corazón que te miré si me miraras”, “por estarme quedando para verte”, “para vengarme de las vaya palizas de mi madre quién dijera / por mi bien que bien me daba mi madre si supiera” o “la misma mirada misma”, están construidos con libérrima sonoridad de niño. Un aire asonantado recorre el libro, escrito desde la tentación de la rima.
Porque si puede leerse con el oído es gracias a que Árbol que crece torcido ha sido escrito con el oído: Castillo Zapata evoca no solo la memoria del bolero (“novios de cariño limpio y puro”), sino también los sonidos de la casa (“entre el ruido aplacado de la Singer”), los comerciales de televisión (“y este aceite no brinca porque es Branca señora si no brinca”) y la cadencia singularísima de las palabras de los niños (“atapusado hasta el antojo con su amor”). Ese prestar oído al mundo para identificar sus sonidos corresponde al primer tipo de escucha que propone Barthes en Lo obvio y lo obtuso (1986): un estado de alerta, defensivo y predador, que compone un territorio familiar. La relación entre ese territorio y el sonido es, para la crítica contemporánea, difícil. Puede transitar hacia un segundo tipo de percepción sonora, “la escucha de los signos” (Nancy, 2007, p. 255), o puede, como quisieran Deleuze y Guattari (2002), Nancy (2007) o Ramos (2013), encontrar al fin un excedente de significación.
Pero en Árbol que crece torcido el sonido se conecta con el sentido sensato (Nancy, 2007), no es una reterritorialización –“masiva”, “embrutecedora”, “redundante” (Deleuze y Guattari, 2002, p. 351)–, sino la territorialización del deseo exiliado: se trata de la conquista de un territorio del cual el niño mariquito, el sujeto torcido, intenta ser desterrado Más-a-fuera. La inscripción de esa subjetividad en la intimidad sonora de la cultura marca su destino político, porque no se puede destruir una gramática sino habitándola. Entonces, mientras la filosofía libera al ser de su largo presidio, mientras caen las instituciones que deban caer, mientras la utopía posmoderna prosigue su lucha contra la utopía moderna, he aquí, in extenso, la canción para aplacar el tiempo del que logró quedarse, un canto que exclama: ese bolero (también) es mío:
“Este soy yo a los nueve años de mi vida al lado de mi hermana
que lleva oronda su belleza a la cabeza desde niña con pollina
junto al fulano de tal ese que yo era por entonces rafelito
el que siempre está muriéndose de risa y dale dale en saperoco el boquineta
primo de primas auras milagros y arelitas
(…)
el hijo de lucinda que también se llama rafa el carajito
el asustado por el flash de ojos de oruga espabilando
el mismo y que igualito el pobre en parecido a su papá
mientras mi hermana que iba apenas ya para los siete y era altísima
parecía una mujer como de veinte allí a mi lado tremebunda
segura de sí y enorme mi hermana odila se endereza
como una tía matilde levantada o hermelinda de garbo y donosura
en sus tacones altos de talón en vilo con rabitos en los ojos y flores y peinetas
con cuentas de fantasía y sortilegios y armadores
como quien va para una fiesta tan pavita
con el pelo lúcido de laca y el polvo en la cartera
y yo posando ahí como si nada con mi risa
con mi enano rostro de ser niño a esas alturas de mi vida tan quedado
que se alegra todavía por lo tanto y que se asombra
por menudos por menores cotidianos” (pp. 50-51).
El poderoso efecto sonoro de esta aliteración –y de las tantas aliteraciones que componen el libro– inventa de golpe un pueblo que falta, lo inventa porque sin sonido, como sin sujeto y sin cuerpo, no puede existir. Y ya nada importa si Árbol que crece torcido, poesía de la experiencia, habla o no desde la contingencia de un sujeto específico, Castillo Zapata, “rafelito”, “porque no escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias” (Deleuze, 1996, p. 9). Escribir es entonces desenterrar y el escritor, “el arqueólogo o el geólogo que hace hablar a los testigos mudos de la historia común” (Rancière, 2011, p. 32). Árbol que crece torcido vence para siempre la afasia obligatoria de un pueblo entero, la sordera, mostrando otros modos de crecer, abriendo, en el duro corazón de lo común, un territorio pequeño para el otro.
Las biografías de los poetas, según Joseph Brodsky, son como las de los pájaros, radican en su forma de sonar. Pero el gesto más autobiográfico de Castillo Zapata es, al mismo tiempo, el más impersonal: una bandada suena con él, canta con él los boleros que nunca se escribieron, de ultrajes en el patio del colegio y amores radicalmente imposibles, de gerundios encendidos y cacofonías aniñadas, afeminadas. Árbol que crece torcido inventa la infancia del pueblo que falta, su pasado resonante. Construida así, desde la música, la identidad homosexual en la poesía venezolana no se levanta como una esencia, sino como exterioridad pura de sonido, “como un árbol que crece con musicales hojas” (Ballagas, 1999, p. 38). El ser ganado por el poema es un no-ser-todavía, padecimiento capaz de engendrar múltiples agencias, humana voz que parece decir tan solo: acuérdate.
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*Todas las citas pertenecen a la primera edición: Castillo Zapata, Rafael. Árbol que crece torcido. Caracas: Ediciones del Guaire, 1984.
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Referencias bibliográficas
Ballagas, Emilio. El cielo en rehenes. Signos, 1999.
Deleuze, Guilles. Crítica y clínica. Anagrama. 1996.
Deleuze, G. y Guattari, F. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Pretextos, 2002.
Jakobson, Roman y L.R. Waugh. La forma sonora de la lengua. Fondo de Cultura Económica, 1987.
Nancy. (2007). A la escucha. Amorrortu, 2007.
Ramos, Julio. Descarga acústica. En: Papel máquina. Revista de cultura, Año 2, N° 4, primer semestre. Santiago de Chile: 2010, pp. 49-80.
Rancière, Jacques. Política de la literatura. Libros del Zorzal, 2011.
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Este texto es un fragmento del trabajo especial de Alejandro Castro para optar al título de Magíster en Literatura Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar: La infancia que falta. Identidad homosexual en Árbol que crece torcido, de Rafael Castillo Zapata (2014).
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