Por EDILIO PEÑA
Existen personas que vuelven sobre lo vivido, contando con su propia voz o narrando con la escritura, aquellos momentos maravillosos o infortunados que fraguaron su existencia. La voz quiere ser escuchada, la escritura quiere ser leída. Algunos intentan preservar el sendero recorrido, escribiendo secretamente un diario que, paradójicamente, se resiste a que nadie más lo lea sino ellos mismos como su único y absoluto lector. Al marcharse de la vida, suelen llevarse consigo ese diario, y si una desafortunada circunstancia lo impide, invocan el fuego para que lo devore antes o después de partir. Diario donde, prolijamente, intentaron preservar aquellos instantes que no habrán de volver.
Pero hay otras personas quienes apuestan, con el fervor de los pálpitos y la creencia de una obstinada fe, la certeza posible de regresar sin la bruma, por el mismo sendero por el que transitaron en el ayer, hacia esa bifurcación donde se entrecruzan los caminos, al acecho del destino, y en los que se encuentra la primera vez del amor o la primera vez de la tragedia. Como si el acontecimiento vivido fuera posible restituirlo nuevamente, en un presente perpetuo entre los encuentros y desencuentros con los que está tejida la existencia humana. Y justamente las palabras elegidas para tal fin pueden constituirse en ese vehículo mágico y hasta mántrico para iniciar ese viaje hacia las imágenes y la música de los recuerdos, con la que está sembrada la memoria, y desembarazarla de la nostalgia que agobia, porque ahora lo vivido está en el espacio ideal, abolido de las restricciones del tiempo. Todo lo vivido está aquí, en este instante supremo del suceso, propiciando la posibilidad de intervenirlo, porque el pasado guarda nuestras más caras deudas y nuestros primeros sueños felices.
Entonces, esas personas que alcanzan iniciar la segunda travesía de su existencia escribiendo el libro de su vida lo hacen quizás con el deseo inconsciente y la convicción emotiva de poder ser leídos —antes o después de partir en la continuación de su viaje hacia nuevos umbrales que le tiene reservado el universo— por algún lector, a fin de ofrecerle su testimonio escrito, y desencadenar una conexión profunda y trascendente con él —a través del fluir de su vida condensada en las páginas de su libro. Porque seguramente, en todo escritor como el lector mismo que lee con apasionado asombro no quiere que la laguna del olvido le arrebate lo más preciado de su vida: la memoria de haber existido.
Estos singulares libros que escriben esas personas de honda sensibilidad, con los que honran la vida, no llegan a ser escritos por aquellas figuras del poder o las celebridades que, inducidos por la pulsión del ego, consideran sus vidas y lo que han hecho con ellas más importantes que las de cualquier mortal sojuzgado por su impronta arrolladora y a veces criminal. Como los libros biográficos de los dictadores, casi siempre escritos por un escritor esclavo.
El libro de Carolina Acosta-Alzuru, Buscando azules, está construido con base en lo vivido por ella, y en su condición de testigo memorioso, junto a los acontecimientos gloriosos o dolorosos que han tocado sus vínculos más cercanos y distantes: la familia, el país, sus alumnos, las amistades. Ella protagoniza el trazado narrativo del libro desde su primera infancia, y esa naciente que nutre y prolonga a lo largo de su vida para convocar en estas páginas aquellos acontecimientos capitales que marcaron y enriquecieron su existencia. Pero también los sucesos cotidianos donde transcurre la vida. Historias paralelas que se entrelazan con la suya. Su entrega y compasión hacia los otros es la que potencia y determina su manera de ser, que cobra presencia en cada capítulo o pasaje evocado. Y justo en esa transición para iniciar el siguiente capítulo, pensamos que leemos una novela fantástica, con todos los bemoles de una composición intrigante que nos pone a la espera de un desenlace que nos estremece cada vez que acontece algo feliz o infeliz. Como la descripción que hace de toda esa travesía que suspende la expectativa al no saber qué habrá de revelarse, a través de un tenso dramático, hasta enterarse con estupor que su mejor amiga, María Teresa, no tiene un virus sino leucemia. La narración de este doloroso hecho despierta en el lector las emociones que esponjan el corazón, al hacerlo partícipe de ese final que terminará en tragedia. Será una de las pérdidas que marcaron a Carolina, porque María Teresa fue su mejor amiga en ese periodo en que termina la infancia y comienza la adolescencia. Una de las grandes pérdidas de Carolina. Un gran dolor purgado con la compasiva espiritualidad hacia los otros: “A los doce años aprendí que cualquiera puede morir”.
Otro pasaje que conmueve es cuando los especialistas de la medicina descubren un tumor canceroso en la cabeza de Guillermo Alzuru, el esposo de Carolina. La prueba de amor es su entrega absoluta para salvarlo, sobre todo ante las expectativas que ofrece el diagnóstico médico. Abatida y tratando de tragarse el llanto que se derrama, en medio de la incertidumbre que crea la impotencia, Carolina se dedica a investigar y a recopilar información sobre el tipo de tumor que tiene su marido, y comienza a lidiar con el duro proceso en el que su esposo es sometido a las sesiones de la quimioterapia para evitar así la operación que ofrece otro especialista. Padecida esa encrucijada, tiempo después, cuando los dos, Carolina y Guillermo, recorren el Camino de Santiago, Carolina escribirá: “Tenemos cuarenta años caminando juntos”. El drama vivido no se convirtió en tragedia, la felicidad de compartir el amor por siempre desterró a la muerte.
Así, la narrativa en Buscando azules adquiere fuerza hipnótica tal, que comenzamos a habitar ese espacio del acontecimiento y ser esos personajes que adquieren una dimensión capaz de rebasar la propia ficción, en el desdoblamiento de la representación mental. Entonces, como lectores comenzamos a cruzar puentes que nos llevan del testimonio a la biografía, pero también nos asoma a una gran novela, a la épica de los anónimos. Porque los encuentros con los vínculos están propiciados por el sentimiento rector que es vértebra del libro: el amor. Es por ello que en ninguna de las historias narradas ella, Carolina (la protagonista que narra desde la memoria), opaca la vida de los otros, que imaginamos personajes, aunque para ella su verdadera estatura e identidad es la condición de personas con un nombre, inmersas en la realidad. Su yo, el de Carolina, se sustenta y sostiene a través de la entrañable lealtad que guarda hacia sus afectos, permanentes o en tránsito. Así, en un momento crucial, ella y su familia se vieron en la necesidad de marcharse de Venezuela hacia los Estados Unidos, cuando el volcán de una dictadura comenzaba a arroparla con su marea roja. Sin embargo, Carolina también se ha acompañado en la aventura y desventura, con el color azul, ese color de la levedad que la ha llevado desde el Mar Caribe hasta El Bósforo.
“Cuando tenía diez años, el azul marino ya era mi color favorito de veinticuatro creyones marca Prismacolor que residía en mi bulto escolar. Lógicamente comencé a buscar ese color en el mar más cercano”.
En Buscando azules, la familia es el núcleo vital de la protección y sostén. No sólo el individuo nace y hace presencia en ella, sino que la llevará consigo cuando por alguna azarosa circunstancia es arrojado fuera de ella. La amenaza de la pérdida familiar puede acontecer por una catástrofe natural, social o individual, en los que sus miembros quedan expuestos fuera de su centro vital. También esas heridas que se convierten en un rencor que diezma los vínculos hasta implosionar a la familia. En esa situación límite, el desarraigado buscará refugio en ese lugar recóndito de sí en el cual se siente amparado. Porque allí está el cielo emocional y psíquico de la familia que lo ha fundado y que no zozobró. Aquí, entre las páginas maravillosas de este libro, queda demostrada la valorización del principio afectivo que se gesta en la cálida y continua manifestación hacia los semejantes y para sí. Al saber que la familia se construye por medio de un tejido invisible que supera las explicitudes. La palabra hogar, que nació de las altas hogueras que reunió en un círculo de comunión a nuestros primeros ancestros, es un legado que termina por convertirse en la representación de una patria. Al extraviarse la familia, se extravía la patria. Así los habitantes de una nación quedarán huérfanos, tomados por la indefensión, deambulando por el mundo con esa palabra terrible e hiriente que busca estigmatizarlos: “diáspora”. Palabra con la cual se acostumbra a llamar los ocho millones de venezolanos que se vieron obligados a salir de su patria.
La familia de Carolina nunca se desestructuró ni antes ni después de emigrar de Venezuela. Siguen unidos y creciendo en el nuevo país donde viven, estudian y trabajan, cobijados por el azul dilecto de Carolina. Distinto ocurrió en todo el tejido social de Venezuela. Buena parte de las familias fueron destruidas, desgarradas: el hambre, la enfermedad, la represión y la tristeza los desunió, fracturó sus almas. Los hermanos comenzaron a matarse por diferencias políticas. Un hijo llegó a delatar a su padre por conspirar contra la llamada Revolución Bolivariana. Explica ello el extravío de la democracia en Venezuela, y la asunción del poder de un dictador que legó en su heredero extranjero, su poder dinástico antes de morir. Para cumplir así la sentencia de su mentor estelar Fidel Castro: “¡Cuando la revolución toma el poder, no se entrega jamás!”. Sin embargo, ante este espectro, Carolina expresa desde la distancia la devoción y la compasión que preserva en su corazón:
“De Venezuela nunca me he ido. Hasta hace unos diez años yo sentía cómo Venezuela me tomaba de la mano y me sonreía preocupada, pero me sonreía. Y yo iba a verla con frecuencia y me insertaba de nuevo en mi familia y realizaba mi investigación sobre telenovelas con rigor, sí, pero también con mucha alegría”.